¡Esa mosca!

No puedo matar a esa mosca.

No porque no se lo merezca por su aspecto impertinente ni por su zumbido deleznable. Ni porque digan que transmite enfermedades inclasificables y pretenciosas. 

Merece vivir, y morir también.

Pero yo no la voy a matar.

Quizás lo haría en defensa propia. Pero no es el caso. No creo que saque ningún tipo de arma y, además, sería desproporcionado el combate. Ella tan pequeña y yo tan gigante.

Se trata de lógica irrefutable: Si la mato, mis superiores se me echarán encima.

Y lo más seguro es que ellos se librarían de mí tras uno de esos juicios sumarísimos a los que nos tienen acostumbrados con ese tribunal militar de sentencias amañadas. 

Pero si así fuera, esta vez tendrían razón porque no es permisible ni plausible ni justo que desaparezca del Universo el único vestigio de vida de ese terrible planeta que acabamos de abandonar hace medio año luz, antes de que surtiera efecto la destrucción irreversible provocada por esos nauseabundos humanoides a los que hemos dado demasiadas oportunidades.

Así que ahora se la daremos a la mosca, y poblaremos con ella un mundo entero, que permitirá el paso a una evolución sostenible y que, ya se adivina, acabará surcando, con sus congéneres, los espacios, dentro de algunos millones de años.

Si dejo volar a esa mosca, se extenderá la Armonía en el Cosmos.

No, no puedo matar a esa mosca.

Es preferible que ella me mate a mí.

 

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Los trinos

Las notas de color estrenaban la primavera y, como cada año, de los últimos veinte, los trinos de los pájaros eran, cada vez, menos intensos. Llamaba la atención que la explosión de vida fuera acompañada, cada vez más, de una explosión de desánimo de los habitantes de las ciudades.
El temor al repentino apagado. El terror a la andanada de explosiones solares y las subsiguientes olas de radiación. Y el apagado. El apagado total de todos los equipos electrónicos del planeta. Y las posteriores generaciones de supervivientes que tendrían que volver a confiar en su instinto y no en la asistencia de las máquinas. Algo para lo que no sabían si estaban preparados.

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Indomablindómita

Era más joven que viejo. Más listo que tonto. Más superviviente que conformista. Casi un héroe. Casi un extraño espíritu libre. Enfrentado de continuo a la osadía de su desdicha incipiente. En el borde de la ilusión. En la frontera de la cobardía, cayendo mal a casi todos, por ser mendigo de sus faltas. Por ser un pecador continuo en la trastienda de lo inasumible. En el teatro de la infamia, donde se mezclan los personajes inapreciables con los imprescindibles. Así, tan hecho a vivir a saltos y a sobresaltos. Tan perdido como todos. Pero con tanto contraste vital que se atribuía una ligereza tan exclusiva como rara en los tiempos corrientes: La felicidad. La indómita felicidad.

 

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Papá

A mi padre no le conocí lo suficiente como para hacer una valoración objetiva de él, ni siquiera para hacerla subjetiva. Él me abandonó a mi suerte tras la muerte de mi madre, pero lo que sí recuerdo de él es su idolatría por ella. La amaba intensamente, y por ese amor intenso llegó a hacer cosas increíbles, como matar a varios hombres que habían faltado a mamá. Era un hombre a la antigua, demasiado irracional a veces.

Aportaba el dinero en la casa para que a mi madre y a mí no nos faltase de nada. Lo malo es que nos faltó. Algunas veces llegamos a pasar auténtica hambre, y fue entonces cuando mi madre se decidió a contribuir también con su trabajo fuera de casa. Esto le hizo sentirse, al autor de mis días, un traumatizado, que se sentía impotente para intentar cambiar su situación laboral. La lealtad a su patrón le perdió. Y la verdad es que las cosas no llegaron nunca a su situación anterior. Las trifulcas por este motivo eran continuas. Pero mamá no dio su brazo a torcer: Siguió trayendo dinero a casa hasta el final de sus días.

Nunca supe en qué trabajaba mi madre. Sí que le reportaba pingües beneficios. Pero el origen de los mismos me ha sido siempre desconocido. Aunque sí recuerdo que esta cuestión le traía a mi padre por el camino de la amargura, pues debiéndolo saber, quería que mi madre lo dejase, y las discusiones se sucedían una tras otra. Y los lloros y lamentos de padre. Pero mi madre nunca se doblegó.

Mi educación, en mis primeros años, me la dio mi padre. Es una de las pocas cosas que debo, que tengo el deber moral, de agradecerle. Hasta los siete años no tuve la oportunidad de acceder a la enseñanza pública, factor que me dio bastante retraso en mi formación académica, pero la base la tenía desde muy pequeño, pues mi procreador me la fue incumbiendo con sus métodos heterodoxos. Fueran así o no, lo cierto es que fueron efectivos. Las tardes, después de la jornada laboral, eran dedicadas enteramente  mí. Al día siguiente, cuando mi madre le sustituía en mi supervisión, ella revisaba todos mis adelantos y los de mi padre conmigo, y se sentía orgullosa, en este sentido, de él.

Pero era un bebedor, y cuando le daba a la botella, discutía con mi madre sobre los otros hombres que la agasajaban con sus piropos y atenciones. Ella le argumentaba que no tenía nada de lo que quejarse, que ella no le daría nunca motivos, pero él se obcecaba con sus celos impacientes.

A veces me pregunto si no sería mi padre la verdadera causa de la muerte de mamá. Sólo sé que tras el óbito, se desentendió de todo lo que le recordaba su vida en común con aquella mujer, incluida mi inocente persona. Me abandonó a mi suerte y nunca, jamás, se lo perdonaré.

Papa

Fútil

Me han ordenado que no sienta. Me han dicho que hacerlo es un esfuerzo inútil. Que es algo fútil en una existencia humana. Que reblandece las convicciones y empeora la dinámica de la supervivencia. Que atañe a los más débiles y eclipsa a los más osados.

Y están creyendo que atiendo a sus razones. Que me comporto como una marioneta. Que deduzco como un peón.

Y se equivocan. Porque quizás aparente endurecerme en esa falta insana de sentimientos. Porque quizás aparente ser un cascarón vacío sin alma, sin espíritu y sin remedio.

Y es que solo vivo para hacerte feliz.

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El empuje (Reflexión personal)

Estos días estoy autoconvenciéndome de que todo en mi vida va a salir bien, porque harto ya de sobrevivir cada segundo de la misma, quiero vivir. Hoy mismo me ha dicho la persona que más quiero en el mundo que me fuera a un espejo y reconociera, mirándome a los ojos, que soy una persona negativa. Y yo, luchando continuamente para ser positivo y mostrarme a los demás como positivo, no he ido al espejo y me he dicho que es hora de vivir, vivir porque la vida merece ser vivida. Y eso lo confieso porque, aunque a veces casi me convenzo de que la vida no es fácil, ni la supervivencia es fácil, nosotros tenemos el poder de liberarnos del ancla que nos la hace difícil. ¿Por qué no intentarlo? Quiero ser uno de los privilegiados que vive la vida, no que la sobrevive. Poco a poco… o mucho a mucho.

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Autofoto en Copacabana (Bolivia), 29 marzo 1994