Si bien es verdad que temo que se olviden de mí, mayor es el terror auténtico de olvidarme de mí mismo.

Si bien es verdad que temo que se olviden de mí, mayor es el terror auténtico de olvidarme de mí mismo.
Casi tres años con eventos virtuales en los que son necesarios unos equipamientos mínimos, por parte de los participantes, para que la salud auditiva de los intérpretes y de los técnicos no sufran consecuencias irreversibles, cuando el oído es un instrumento imprescindible sin el cual no existirían ambas profesiones.
Casi tres años explicando una y otra vez, de viva voz y de forma infográfica, los requisitos necesarios.
En algunos casos, casi tres años viendo las mismas caras en una pantalla sin que esas personas tomen conciencia de que están jugando con nuestra salud.
Veinte años siendo técnico de interpretación simultánea sin problemas de audición en los primeros diecinueve, pero la irresponsabilidad de los clientes, de los organizadores, de los ponentes, en los eventos que se realizan, completa o parcialmente, de forma remota, me está empezando a dar problemas en este último año.
Me cuido los oídos todo lo que puedo porque, además de técnico, soy cantante, y me protejo de los choques sónicos, de los ambientes con presión sonora excesiva, con tapones filtrantes de frecuencias, escuchando televisión, radio y ordenadores a volumen bajo, descansando después de sesiones laborales intensas y, cuando tengo que estar con auriculares hasta ocho horas al día, con el miedo de que aparezcan los acúfenos, sometiéndome a terapias de silencio leyendo o escribiendo o con el sueño reparador del final del día.
Al día siguiente, si tengo que instalar o realizar la asistencia técnica en un evento presencial me queda el consuelo de que soy yo el que controla el sonido para que sea casi perfecto para los asistentes en la sala, para los intérpretes, para mis compañeros y para mí.
Pero cuando el evento es al cincuenta por ciento o al cien por cien virtual, tiemblo, me preocupo, porque no sé cómo van a acabar el día las personas que trabajan mano a mano conmigo, y obviamente, lo que es peor, cómo voy a acabar yo cuando sé que la sordera puede estar «a la vuelta de la esquina». Y me desespera ver que personas pudientes son incapaces de comprarse unos auriculares con micrófono decentes, o un simple micrófono de mesa de calidad, o tener una conexión estable, o de no aislarse de ruidos del ambiente en el que están o que provocan ellos mismos como si pensaran que al otro lado de esas voces que escuchan no hay personas como ellos que están realizando su trabajo lo más profesionalmente posible, queriendo, como ellos, llegar a la excelencia.
No basta con dar las gracias al final del evento. Tiene que bastar con evitar desgracias antes y durante el mismo.
Si yo me quedo sordo, seguro que mi empresa encontrará a otra persona que me sustituya. Y lo mismo pasará con los intérpretes. Pero, aunque soy un superviviente, tienen que saber que destrozarán y acabarán con una parte de mi vida.
Y por eso protesto aquí, para que esto no nos ocurra.
Los niños gritaban y lloraban bajo un sol ardiente confinados en un contenedor al que le faltaba la parte superior que valiera de techo.
Me acerqué a ver qué ocurría con ellos en aquella situación y me salieron varios hombres armados al paso, desdentados, sudorosos y embriagados, amenazándome para que no me acercara más.
En una caseta contigua, un par de mujeres asiáticas tiraban comida a los niños, desde arriba, como si estos fueran animales, y dos de ellas sujetaban a uno de los niños mientras un viejo de barriga hinchada y pústulas por todo el cuerpo se masturbaba delante del niño al que habían desnudado completamente, mientras hacían fuerza para que el niño no se zafara.
No pude soportar la visión de aquella perversión y, olvidando los avisos de los vigilantes borrachos, ingresé a toda velocidad en la caseta y molí a palos al viejo asqueroso y a las mujeres perversas mientras que agarraba al niño y huía de allí a toda la velocidad que me permitían mis piernas y la fuerza de mis brazos que soportaban el peso del chaval , que estaba como drogado.
Este texto fue escrito nada más despertar, tras haber visualizado lo que en él se narra en una pesadilla exprés e inacabada. Mi subconsciente debe de estar enviándome mensajes.
Ya ha empezado la desmemoria global.
Ya se están empezando a olvidar de los muertos por el Virus Covid-19.
Ya se están empezando a olvidar del hundimiento de la economía y de la sociedad.
Vuelven los egoístas para intentar rememorar y volver a aplicar las costumbres y vicios y modas de la Era Pre-Covid, queriendo disimularlas con un falso e hipócrita lavado de cara, creyendo que por llamarlas Nueva Normalidad han acabado con la Vieja o Antigua Normalidad.
Vuelve el mirarse el propio ombligo y no preocuparse por los demás. Vuelve la destrucción del Planeta Tierra, que se había paralizado, momentáneamente, durante el momento más álgido del Confinamiento.
Vuelve el trabajar sin solidaridad por los demás.
Vuelven los gobiernos a estar bajo el yugo de las grandes multinacionales y de los bancos, porque las vidas no importan, solo los beneficios.
Vuelven las farmacéuticas, las industrias energéticas, los partidos políticos, a sacar tajada de las crisis.
Vuelve mi desesperanza en la especie humana. Vuelve mi deseo de exterminio para la Humanidad.
Quizás la próxima vez aprendan. Pero será demasiado tarde.
Se despertó de madrugada y fue entonces cuando escuchó los alaridos. Provenientes de los otros adosados. Y ruidos de carreras por la calle. Gritos y gente corriendo descontrolada. Como si les fuera la vida en ello. No se decidió a salir hasta que pareció llegar, de nuevo, el silencio. Pero cuando se dirigía a su coche, para revisar si tenía desperfectos por posibles vandalismos, cayó al suelo por un violento empujón. Y, aunque las farolas no funcionaban, pudo ver la cara, la media cara de su asaltante.
Esta vez mi paciencia ha sobrepasado su límite.
Esta vez he conducido un centenar de kilómetros para llegar hasta aquí, al culo del mundo, donde nadie me vea, donde no exista gloria ni alarma en lo que voy a hacer. Donde nadie ni nada, salvo el viento, intente detenerme y me haga repensar mi decisión.
Esta vez el borde del acantilado está a mis pies, en la semioscuridad, con las olas allá abajo, adivinadas por el sonido relajante de sus rompientes.
Esta vez he saltado.
Y el pitido del aire acelerado ensordece mis sentidos, cerrando los párpados, notando la presión de la velocidad en mi cuerpo que cae descontrolado.
Esperando el impacto. Esperando el click del apagado.
Y los segundos se hacen eternidad. Y otra vez estoy empezando a impacientarme.
Pienso, demasiado tarde, que voy a aplastar a algún habitante de las rocas, o a varios, con el guiñapo en el que me voy a convertir.
Y creyendo que ya está aquí el silencio, un murmullo gratificante me sorprende.
Pero, ¿qué hace aquí tanta gente?
Había olvidado la muerte, tan habitual en la barbarie provocada por otros, cuando le pagaban para ensalzarla, disminuyendo la demografía de una población con sus artes mortuorias, cuando su imaginación desenfrenada se volcaba en la construcción del arma definitiva, había olvidado la muerte.
Porque cuando volvía al lugar destruido, arrasado por la onda expansiva, para rematar cortando el gaznate a los que siguieran vivos aún, mirando a los ojos de los difuntos que dificultaban sus pasos y a los que había sorprendido la hecatombe en plena calle, y en las casas, donde los niños seguían mordiendo las tetas quemadas de sus madres, donde los amantes yacían con sus pieles fundidas por el calor infinito, no reconocía a la muerte.
Y cuando volvía al mundo de los vivos, para cobrar el pago de su virtuosismo, no reconocía la vida.
No importaba, le pagaban bien, aunque no le importara la riqueza ni la fama ni el poder que fluía desde sus manos, desde su mente negra.
Solo quería sentirse solo, quería sentirse dueño de sí mismo y de todos los habitantes del planeta, antes de que el planeta, su planeta, no existiera.
Foto por Jesse Koska desde FreeImages
La vuelvo a ver nosecuantas veces doblando la esquina para ir a no sé dónde. Pero siempre vuelve a encerrarse en su portal.
Y vuelve a salir, una y otra y otra vez para ir a ningún lado.
Aún no se ha dado cuenta de que la observo impávido, con la paciencia que me da el no poder mover ningún músculo de mi cuerpo, esperando a que mi captor venga a mover mi silla de ruedas y eche en su mochila todas las monedas que han dejado los ilusos que han sentido pena por mí mientras ríe y me dice que hoy ha sido un buen día, pero a mí me dan igual sus parrafadas y sus dientes grises. Porque me quedo observándola salir otra vez de su portal.
Y cuando el mamarracho empieza a hacer rodar mi cárcel, ella se percata de mi existencia. Y paraliza su espídico proceso de huida al vacío.
Y me mira a los ojos. Y sonríe.
Y viene corriendo hacia mí, estampándose contra el que la grita, el que ha soltado el freno de la silla, el que me deja coger velocidad calle abajo, el que me va a librar de mi existencia cuando ese furgón se salte el semáforo y una sus ruedas a las mías, convenciéndome de que la volveré a ver nosecuantas veces.
Photo by Anders Wiuff from FreeImages
Vociferamos, para llamar la atención, para creer que somos alguien, para imponernos, aunque no tengamos la razón, para que nos vean, porque no somos nadie.
Y el que sí tiene la razón, que sí es alguien, que nos habla bajito, con parsimonia y con seguridad contundente, nos dice al oído, uno a uno, que es verdad, que no somos nadie, y que no molestemos, que nos vayamos, que huyamos hacia el silencio.
Y huimos. Claro que huimos. Y nos empequeñecemos hasta hacernos un puntito, para que alguien pueda borrarnos con un soplo de dignidad.
Y a solas nos bebemos la tristeza. Y a solas nos bebemos nuestras propias lágrimas.
Photo by Glenda Otero from FreeImages
Texto escrito en la Jam de Minificción de Aleatorio Bar, 3 septiembre 2019, a partir de la frase «Y a solas nos bebemos la tristeza», sugerida por Escandar Algeet.
Lo que hacemos en la oscuridad no debe saberlo nadie. Debe ser un secreto entre nosotros y tú. De lo contrario nuestra existencia estaría en peligro, y si nosotros peligramos, reaccionamos en consecuencia.
Y no te gustaría verlo ni oirlo, porque experimentarías la hecatombe en tu mundo.
(Photo by Troy Stoi from FreeImages)