Cada vez que la miraba a los ojos más se convencía de que les quedaba poco tiempo de estar juntos, pues ella rehuía su mirada justificándose con cualquier distracción del paisaje, y el traqueteo del tren no era suficiente para eclipsar sus síes y noes ante las preguntas intrascendentes que surgían del aburrimiento.
-Bien por ti. Bien por mí. Bien por ambos, pues ambos nos tenemos.
Y la ausencia de reacción demostraba que el fin estaba próximo.
– Te echaré mucho de menos. No sé tú a mí.
Y la ausencia de emoción clarificaba que uno de ellos era el perdedor en la relación fallida.
Solo el pestañeo incontrolable, el obligado trago de saliva y el desgaste en las palabras, por repetitivas, liberaban la tensión del interminable silencio incómodo.
-Me enseñan sus billetes, por favor.
La diplomacia ante el extraño.
Y después, la desesperación.
-¿No me vas a decir nada? ¿Crees que te voy a dejar bajar en la próxima estación sin saber por qué ya no me hablas como antes, por qué ya no me miras como antes, por qué ya no me quieres…?
-¿… cómo antes?- completó ella, impertérrita, retirando la mano que él acariciaba con un roce de energía inservible.
Ella se levantó para dirigirse a la portezuela de salida del vagón.
Él contempló, por última vez, su espalda bañada de precioso cabello ensortijado.
Y se perdonó.
