Ensortijados

Cada vez que la miraba a los ojos más se convencía de que les quedaba poco tiempo de estar juntos, pues ella rehuía su mirada justificándose con cualquier distracción del paisaje, y el traqueteo del tren no era suficiente para eclipsar sus síes y noes ante las preguntas intrascendentes que surgían del aburrimiento.

-Bien por ti. Bien por mí.  Bien por ambos, pues ambos nos tenemos.

Y la ausencia de reacción demostraba que el fin estaba próximo.

– Te echaré mucho de menos. No sé tú a mí.

Y la ausencia de emoción clarificaba que uno de ellos era el perdedor en la relación fallida.
Solo el pestañeo incontrolable, el obligado trago de saliva y el desgaste en las palabras, por repetitivas, liberaban la tensión del interminable silencio incómodo.

-Me enseñan sus billetes, por favor.

La diplomacia ante el extraño.
Y después, la desesperación.

-¿No me vas a decir nada? ¿Crees que te voy a dejar bajar en la próxima estación sin saber por qué ya no me hablas como antes, por qué ya no me miras como antes, por qué ya no me quieres…?

-¿… cómo antes?- completó ella, impertérrita, retirando la mano que él acariciaba con un roce de energía inservible.

Ella se levantó para dirigirse a la portezuela de salida del vagón.

Él contempló, por última vez, su espalda bañada de precioso cabello ensortijado.

Y se perdonó.

 

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¿Y si no hay nada?

¿Y si más allá no hay nada? ¿Y si mis esperanzas de volver a verte están basadas en un hecho jamás probado? ¿Y si tenía que haber aprovechado la última vez que te vi? ¿Para pedirte perdón? ¿Pero no solamente con palabras? Temo que tu recuerdo me abandone. Temo tanto al paso del tiempo, implacable, porque el tiempo no será nunca más mi aliado. No volverá jamás a eternizar nuestros instantes sublimes. No volverá jamás a ser testigo activo de nuestro amor.

 

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Ruego me perdones

Antonio estaba de pésimo humor. De un humor cambiante y cambiador, pues imbuía su mal genio a los que osaban dirigirle la palabra. Pero aquella vez fue distinto. Cuando el hombre aparentemente hundido en la miseria, empujando el carro robado del supermercado, lleno de plásticos y papeles y cartones despedazados mil veces, arrastrando un abrigo gris y sucio en pleno agosto, y dejándose arrastrar por un perro viejo y parsimonioso que clamaba agua con su lengua colgante, le tendió una mano abierta, en gesto de súplica. 

– ¿No tengo yo bastante con mis problemas, como para preocuparme de un piojoso como tú?

El mendigo cerró la mano implorante transformándola en un puño. Frenó la tirantez de la cuerda que le unía con el can y, con tranquilidad, levantó el brazo en alto.

– ¿Cree usted, mamarracho de la vida, que lo voy a golpear? ¿Cree usted que voy a robar alguna de sus pertenencias materiales que, sean cuales sean, no me son nada interesantes? ¿Cree usted, señor pomposo, que busco su ruina y la mía?

Un ladrido los despertó a ambos de la pausa interminable.
Siempre amargado, de la vida y de su vida, sonrió, como nunca antes lo había hecho. 

-Convincente, realmente convincente. Toma tu euro. Te lo has ganado.

El mendigo bajó el puño, transformándolo en una araña tensa de cinco patas. Y la lanzó al cuello de Antonio.

– ¿Un euro? ¿En eso valoras tu vida? ¡Qué barato eres!

Más que presión en la garganta sentía calor, un calor abrasador que empezó a expandirse hacia el pecho, hacia el abdomen, hacia las extremidades colgantes, pues estaba en vilo y las piernas eran péndulos de hueso y carne.

Antonio se sentía abandonado, por la suerte y por la vida, que se le iba en cada intento asfixiante de gritar. Abotargada la cara, aún en el aire, tocó con ambas manos los hombros del desarrapado, y éste claudicó. Soltó a su presa y la dejó hablar:

– Ruego me perdones.

– Ruego me perdones tú. Me he dejado llevar por el entusiasmo.

Un nuevo ladrido descongeló la escena. Ambos se miraron intensamente y el mendigo se dejó tirar, de nuevo, por el perro, al que agradecía su ayuda, pues le esperaba un largo día de soledad y de cansancio.

Antonio pasó su mano derecha por el cuello, dolorido. Siguió con la vista el caminar pausado del mendigo, deseando perderlo de vista, pero éste, como si le hubiera leído el pensamiento, volteó el cuerpo y sentenció, con semblante serio y amargo.

– Aprende de la vida. O volveremos a encontrarnos.

Antonio, siempre de un humor cambiante y cambiador, decidió aprender, desde cero, como si hubiera nacido un segundo antes. Ese segundo antes en el que el mendigo le había guiñado un ojo. Ese segundo antes en el que le habían dado una segunda oportunidad.

 

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Brindis

He brindado por tu felicidad hasta que te has inmiscuido en la mía. Sé que no te importa que te maldiga, por eso lo seguiré haciendo hasta que me pidas perdón, de rodillas, por ser un mequetrefe. Y cuando me harte de hacerlo, te abandonaré. Ya no me importará lo que te ocurra. Y mientras, me emborracharé para intentar olvidarte.

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Domingo

Acarició su pelo por última vez. Después le tocó los labios. Y con los dedos índice y pulgar le bajó los párpados.

Antes de abandonar la escena de su crimen, le pidió, susurrándole al oído, sabiendo que ya no oía, el perdón.

Extrajo la daga, con alguna dificultad, del esternón. El sonido de los huesos quebrados le devolvió a la realidad.

Corrió hacia la ducha y se limpió la sangre de manos, cara y pelo. Tuvo arcadas, pero el agua helada las controló.

Aun teniendo a su víctima en la habitación contigua, se vistió con parsimonia, frente al espejo de cuerpo entero.

Ajustó la pulsera de su reloj y, al ver la hora, salió despavorido, y con rostro desencajado, hacia su cita

En el trayecto echó unas monedas a un par de mendigos. Compensaba así su naturaleza maligna.

Antes de cruzar el umbral, se persignó. Y entró en la penumbra. La del lugar y la de su mente. Y aun así, sonrió.

Se colocó tras la última bancada de feligreses. Y, rodilla en tierra, pidió, de nuevo, perdón, por el nuevo pecado.

«Seguro, Señor, que me lo perdonas. Y más aún hoy. Este domingo. El de tu Resurrección.»

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Papá

A mi padre no le conocí lo suficiente como para hacer una valoración objetiva de él, ni siquiera para hacerla subjetiva. Él me abandonó a mi suerte tras la muerte de mi madre, pero lo que sí recuerdo de él es su idolatría por ella. La amaba intensamente, y por ese amor intenso llegó a hacer cosas increíbles, como matar a varios hombres que habían faltado a mamá. Era un hombre a la antigua, demasiado irracional a veces.

Aportaba el dinero en la casa para que a mi madre y a mí no nos faltase de nada. Lo malo es que nos faltó. Algunas veces llegamos a pasar auténtica hambre, y fue entonces cuando mi madre se decidió a contribuir también con su trabajo fuera de casa. Esto le hizo sentirse, al autor de mis días, un traumatizado, que se sentía impotente para intentar cambiar su situación laboral. La lealtad a su patrón le perdió. Y la verdad es que las cosas no llegaron nunca a su situación anterior. Las trifulcas por este motivo eran continuas. Pero mamá no dio su brazo a torcer: Siguió trayendo dinero a casa hasta el final de sus días.

Nunca supe en qué trabajaba mi madre. Sí que le reportaba pingües beneficios. Pero el origen de los mismos me ha sido siempre desconocido. Aunque sí recuerdo que esta cuestión le traía a mi padre por el camino de la amargura, pues debiéndolo saber, quería que mi madre lo dejase, y las discusiones se sucedían una tras otra. Y los lloros y lamentos de padre. Pero mi madre nunca se doblegó.

Mi educación, en mis primeros años, me la dio mi padre. Es una de las pocas cosas que debo, que tengo el deber moral, de agradecerle. Hasta los siete años no tuve la oportunidad de acceder a la enseñanza pública, factor que me dio bastante retraso en mi formación académica, pero la base la tenía desde muy pequeño, pues mi procreador me la fue incumbiendo con sus métodos heterodoxos. Fueran así o no, lo cierto es que fueron efectivos. Las tardes, después de la jornada laboral, eran dedicadas enteramente  mí. Al día siguiente, cuando mi madre le sustituía en mi supervisión, ella revisaba todos mis adelantos y los de mi padre conmigo, y se sentía orgullosa, en este sentido, de él.

Pero era un bebedor, y cuando le daba a la botella, discutía con mi madre sobre los otros hombres que la agasajaban con sus piropos y atenciones. Ella le argumentaba que no tenía nada de lo que quejarse, que ella no le daría nunca motivos, pero él se obcecaba con sus celos impacientes.

A veces me pregunto si no sería mi padre la verdadera causa de la muerte de mamá. Sólo sé que tras el óbito, se desentendió de todo lo que le recordaba su vida en común con aquella mujer, incluida mi inocente persona. Me abandonó a mi suerte y nunca, jamás, se lo perdonaré.

Papa

Enésimo

   Agazapado, en la oscuridad, acechante. Mentalizándose. Preparándose ante la expectativa del rechazo de su próxima víctima. Y del posterior perdón de la vida. Y del suspenso en la materia, la que se impartía en aquella asignatura. Y tras el enésimo fracaso, la expulsión. Su merecida expulsión de la escuela de asesinos en serie.

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