En el supermercado

En un arrebato de sinceridad, Ana Sofía le dijo a la cajera:

-Señorita, con todo el respeto que me merece su uniforme, y sabiendo que ya me ha cobrado la compra de hoy, me gustaría que llamara, por favor, al encargado.

La señorita Almudena, pues así se llamaba si había que hacer caso del letrero con imperdible que le afeaba la camisa de trabajo, miró a Ana Sofía de mala manera y no respondió a sus requerimientos.

-Señorita… -tuvo que entornar los ojos para enfocar el nombre escrito en cursiva- … Almudena. Por favor, le ruego, con todo el respeto, que pare, durante un instante, la cinta sobre la que tiene este amable señor sus productos de cosmética, y se digne en llamar por megafonía a su encargado.

La señorita Almudena hizo oídos sordos a la petición, pues la cinta transportadora no se paró y el emperifollado y bien rasurado cliente terminó con toda normalidad su compra al estampar su rúbrica en el recibo de la tarjeta de crédito con la que pagó sus afeites.

Almudena entonces, y solamente entonces, cuando pudo comprobar que no había más clientes en la calle que desembocaba en su caja, limitó el acceso de posibles mediante una cadena que impedía el paso de carritos. Ana Sofía la observaba impaciente y gesticulante, pidiéndole que se diera prisa, se componía la coleta de cola de caballo para estar más presentable ante el jefe de aquella impertinente.

-Señorita, le agradezco su atención. Le agradezco, de corazón, que me atienda con tanta prontitud y, sobre todo, le agradezco que no haya hecho una escena.

Almudena se alisó la falda, se la ajustó a la cintura, se recolocó el identificativo e, imitando a su interlocutora, se estiró el pelo y le dio una vuelta más a la goma que se lo cogía por detrás. Y habló.

-¡Mamá! ¿Cuántas veces tengo que decirte que, por mucho que llames al encargado y le pidas de rodillas que me despidan, no volveré a casa? ¡No, no y no! Y dile a papá que tampoco lo intente él mañana, porque no voy a estar. Me cojo el día libre y me voy con mi novio al parque de atracciones, para mezclarme en una multitud donde no me encontréis y no me avasalléis con vuestros ruegos de viejos solitarios.

-Pero ¡hija! ¡Por favor!

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Papá

A mi padre no le conocí lo suficiente como para hacer una valoración objetiva de él, ni siquiera para hacerla subjetiva. Él me abandonó a mi suerte tras la muerte de mi madre, pero lo que sí recuerdo de él es su idolatría por ella. La amaba intensamente, y por ese amor intenso llegó a hacer cosas increíbles, como matar a varios hombres que habían faltado a mamá. Era un hombre a la antigua, demasiado irracional a veces.

Aportaba el dinero en la casa para que a mi madre y a mí no nos faltase de nada. Lo malo es que nos faltó. Algunas veces llegamos a pasar auténtica hambre, y fue entonces cuando mi madre se decidió a contribuir también con su trabajo fuera de casa. Esto le hizo sentirse, al autor de mis días, un traumatizado, que se sentía impotente para intentar cambiar su situación laboral. La lealtad a su patrón le perdió. Y la verdad es que las cosas no llegaron nunca a su situación anterior. Las trifulcas por este motivo eran continuas. Pero mamá no dio su brazo a torcer: Siguió trayendo dinero a casa hasta el final de sus días.

Nunca supe en qué trabajaba mi madre. Sí que le reportaba pingües beneficios. Pero el origen de los mismos me ha sido siempre desconocido. Aunque sí recuerdo que esta cuestión le traía a mi padre por el camino de la amargura, pues debiéndolo saber, quería que mi madre lo dejase, y las discusiones se sucedían una tras otra. Y los lloros y lamentos de padre. Pero mi madre nunca se doblegó.

Mi educación, en mis primeros años, me la dio mi padre. Es una de las pocas cosas que debo, que tengo el deber moral, de agradecerle. Hasta los siete años no tuve la oportunidad de acceder a la enseñanza pública, factor que me dio bastante retraso en mi formación académica, pero la base la tenía desde muy pequeño, pues mi procreador me la fue incumbiendo con sus métodos heterodoxos. Fueran así o no, lo cierto es que fueron efectivos. Las tardes, después de la jornada laboral, eran dedicadas enteramente  mí. Al día siguiente, cuando mi madre le sustituía en mi supervisión, ella revisaba todos mis adelantos y los de mi padre conmigo, y se sentía orgullosa, en este sentido, de él.

Pero era un bebedor, y cuando le daba a la botella, discutía con mi madre sobre los otros hombres que la agasajaban con sus piropos y atenciones. Ella le argumentaba que no tenía nada de lo que quejarse, que ella no le daría nunca motivos, pero él se obcecaba con sus celos impacientes.

A veces me pregunto si no sería mi padre la verdadera causa de la muerte de mamá. Sólo sé que tras el óbito, se desentendió de todo lo que le recordaba su vida en común con aquella mujer, incluida mi inocente persona. Me abandonó a mi suerte y nunca, jamás, se lo perdonaré.

Papa

El libro silbó

El libro silbó. Sí, silbó. Pues no había otra explicación estando a solas en aquella librería y sin ningún otro ser vivo cerca.

   Todos los pasillos iluminados por el verde de los fluorescentes y los demás libros inertes.

Y dirigiendo la vista hacia los estantes más altos, escuchaste el silbido con mayor fuerza y nitidez. Y tenía que ser un libro. Pues el libro silbó. Una tonadilla extraña pero conocida a la vez.

   Pero, ¿cuál de ellos? ¡Había tantos!

   Te habían dicho que no era uno el que elegía un libro, sino que era el libro quien decidía su lector.

   “¿Dónde estás?”- pensaste.

   Y la canción se interrumpió.

   De pronto, las campanillas que chocaban con la puerta al entrar, sonaron, y una voz femenina llamó.

   -¡Eduardo!

   Pensaste que la mujer, a la que no veías por culpa de las estanterías, era la mujer más guapa del mundo.

   -¡Mamá!

   -¡Eduardo, hijo! No me vuelvas a pegar otro susto como éste. ¿Para qué has entrado aquí, si aún no sabes leer?

   Cogido de su mano, mientras que te empujaba fuera de la librería, seguías escuchando el silbido de aquella canción. Y recordaste.

   Tu primera nana.

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Vida y muerte

   … Aquel calor que me envolvía me sería extraño diez segundos después, cuando la luz diera paso al reto del comienzo de mi vida. Intenté concentrar mis escasos sentidos en la oscuridad que me impregnaba porque tenía la certeza de que jamás volvería a disfrutar como lo había hecho en aquellos nueve meses.

   De pronto, unas manos tocaron mi cara y tiraron de mi cabeza como si quisieran separármela del resto del cuerpo, y cuando estaba dispuesto a chillar por el dolor, me di cuenta de que no salía ningún sonido de mi garganta, aunque de todos modos no hubiera servido de nada porque aquellas manos se deslizaron rápidamente hacia mi tronco y continuaron estrujándome, pero esta vez sin hacerme demasiado daño, porque era como si todo yo me estuviera deshaciendo de una segunda piel que me ciñera con su líquido viscoso.

   Y la calidez, que suponía eterna, dio paso al frío desalentador del aire aséptico que me circundaba. Durante milisegundos odié aquella sensación de caída al vacío, pero la piel rugosa de unos guantes me despertaron a la realidad, cuando una de las manos que envolvían chocó, en un estallido, contra mis nalgas. Y la rabia contenida en mí salió por mi garganta. Y el crujido de mis cuerdas vocales la transformó en un alarido quejumbroso.

   Ella nunca lo sabrá, pero logré verle los ojos, aquellos maravillosos ojos azules que se fueron acercando a mí con una sonrisa. Y al momento, de nuevo el calor. Y recuperé lo que me habían quitado. Mi madre me susurró algo a lo que nunca he logrado dar significado, pero cuya armoniosa entonación degusté como parte de su amor. En aquel mismo instante pasé de ser lo más importante en la vida de una persona a ser la provocación del último suspiro de la misma. Mi madre murió con una sonrisa dibujada en su rostro. Una sonrisa que me haría preguntarme años después si había deseado la muerte o se sentía dichosa de haber muerto dejando un testigo de su existencia. Lo que yo sé es que preferiría que ella siguiera conmigo compartiendo mis triunfos…

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