No llegué al sueño en todo el resto de la travesía.
Realicé lo rutinario en cualquier vehículo espacial dirigido que estuviera a punto de entrar en nueva atmósfera: La asepsia integral, la desintegración de las vestimentas y calzado utilizados en el viaje, y la esterilización de los complementos insustituibles, así como la incorporación de un atavío unisex de un único uso que estuviera de acuerdo con la moda del planeta en el que iba a ingresar, compuesto por un vestuario de riguroso estreno, y en tal caso, con los gérmenes propios del mundo en cuestión.
Completado esto, anduve, sin demasiada prisa, por el corredor, dirigiéndome al portón de salida. La antigravitación me depositó sobre un deslizador uniplaza que tenía ya asignado un domicilio en la memoria de su orientador electromagnético.
Durante la carrera, dejé a los lados avenidas rancias de lujo, con luminotecnia que sobraba, que se hacía barroca en las formas y en los usos, pues con el día que estaba reiniciando, se aportaban demasiados brillos a los metales de las calzadas, de los edificios, de las alturas surcadas. La privacidad de los acontecimientos que contenían aquellas interminables sucesiones de rascacielos, que conferían monotonía en la línea paisajística, se hacía redundante con las placas de fibras traslúcidas. Los habitantes de aquella no debían de amar las sorpresas, la variedad, la inconstancia.
No pude adivinar ninguna huella de creatividad, pues se había olvidado la presencia de la pasión, del equilibrio entre lo racional y lo sentimental, para dominar con la lógica incolora y pragmática. Además, iba a demasiada velocidad para permitirme degustar los aromas, sonidos y colores de las escasas pausas llenas de Naturaleza.
El deslizador fue desacelerando a medida que iba rozando las altas hierbas del prado violeta surcado por la senda de aproximación, señalada a ambos lados por dos hileras de enhiestos frutales, y finalmente se detuvo.
Pisé el suelo y subí las escaleras pulimentadas sin ayuda de ningún automatismo. Raramente se veía aquello, pero así era en aquel planeta: los usuarios debían subir los peldaños luchando contra sus propios pesos activando sus aparatos locomotores. No se consideraba arcaico, sino elitista.
La cima estaba coronada por una pileta de roca artísticamente labrada y, tras ésta, un portal ciclópeo que escondía mi próxima soledad.
Una gran baldosa metálica resaltaba de entre las demás pétreas, y sobre ella me situé, siendo analizada mi identificación. Y escuché una voz dentro de mi cabeza.
»No luche demasiado. A veces, no vale la pena.»
La mirada perdida en un punto fijo imaginario. Dejé pasar los pensamientos que me desolaban y repelí lo que me servían de consuelo, dejando la mente en blanco, evacuándola de todo su contenido, pero siempre teniendo dominio sobre ese vaciado. E ignorándolo todo.
Me olvidé de mí mismo, siendo menos que nada, y ese era el escarmiento que me merecía y el que había estado buscando cuando me planteé viajar hasta ese planeta, pues, aunque había soportado años de voluntaria penitencia, de castigos psicofísicos incontables e incomparables por su severidad, no había logrado borrar mi angustia de omnipecador. Había soportado la carga, el peso continuo, y la flama incombustible en mi corazón, con la expectativa de que algún día se hiciera cenizas, para que pudieran volar y repartirse en el ciclo constructivo del quizás volver a ser.
Y allí, encima de aquella gran baldosa metálica, me llegó la Iluminación:
»De todo existen dos caras, dos polos. Si considero que estoy inmerso en el Bien, debo considerar que el Reflejo de ese Bien es el Mal. Y yo nunca he actuado al otro lado del Espejo.»