Beso volado

 

Le dijeron, por activa y por pasiva, que ésas no eran maneras de evadirse de la realidad.

Que tomara drogas, que bebiera hasta caer arrastrándose por las calles, que meditara pensando en Gaia y todos sus habitantes, que hiciera lo que quisiera, que se le iba a perdonar fuera lo que fuese.

Pero él hacía oídos sordos. Se ponía al final del corredor de su casa en el noveno piso y cogía carrerilla hasta llegar al salón y tirarse por su ventana.

Y cuando llegaba abajo y se estampaba contra el asfalto, su hija arriba, desde la ventana recién abandonada, seguía gritando y gritando de terror, creyendo que esta vez no lo lograría.

Pero siempre se levantaba, se recomponía la cabeza y las extremidades quebradas y reía, reía a carcajadas sabiendo que su mejor manera de huir de la realidad era burlando la muerte. Y la soltaba un beso volado. Y su hija, desde las alturas, y todos los espectadores incrédulos que le rodeaban, reían con él.

2019-11-03 19.09.19

En el supermercado

En un arrebato de sinceridad, Ana Sofía le dijo a la cajera:

-Señorita, con todo el respeto que me merece su uniforme, y sabiendo que ya me ha cobrado la compra de hoy, me gustaría que llamara, por favor, al encargado.

La señorita Almudena, pues así se llamaba si había que hacer caso del letrero con imperdible que le afeaba la camisa de trabajo, miró a Ana Sofía de mala manera y no respondió a sus requerimientos.

-Señorita… -tuvo que entornar los ojos para enfocar el nombre escrito en cursiva- … Almudena. Por favor, le ruego, con todo el respeto, que pare, durante un instante, la cinta sobre la que tiene este amable señor sus productos de cosmética, y se digne en llamar por megafonía a su encargado.

La señorita Almudena hizo oídos sordos a la petición, pues la cinta transportadora no se paró y el emperifollado y bien rasurado cliente terminó con toda normalidad su compra al estampar su rúbrica en el recibo de la tarjeta de crédito con la que pagó sus afeites.

Almudena entonces, y solamente entonces, cuando pudo comprobar que no había más clientes en la calle que desembocaba en su caja, limitó el acceso de posibles mediante una cadena que impedía el paso de carritos. Ana Sofía la observaba impaciente y gesticulante, pidiéndole que se diera prisa, se componía la coleta de cola de caballo para estar más presentable ante el jefe de aquella impertinente.

-Señorita, le agradezco su atención. Le agradezco, de corazón, que me atienda con tanta prontitud y, sobre todo, le agradezco que no haya hecho una escena.

Almudena se alisó la falda, se la ajustó a la cintura, se recolocó el identificativo e, imitando a su interlocutora, se estiró el pelo y le dio una vuelta más a la goma que se lo cogía por detrás. Y habló.

-¡Mamá! ¿Cuántas veces tengo que decirte que, por mucho que llames al encargado y le pidas de rodillas que me despidan, no volveré a casa? ¡No, no y no! Y dile a papá que tampoco lo intente él mañana, porque no voy a estar. Me cojo el día libre y me voy con mi novio al parque de atracciones, para mezclarme en una multitud donde no me encontréis y no me avasalléis con vuestros ruegos de viejos solitarios.

-Pero ¡hija! ¡Por favor!

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Despreciable

Ni cuando le echaban a patadas de los bares.
Ni cuando le insultaban cuando pedía limosna en el mercado.
Ni cuando se cubría con los cartones mugrientos para dormir en la entrada de la sucursal del banco.
Ni cuando tenía que pegar a otro mendigo por un trozo de comida requemada tirada en un contenedor de basura.
Ni cuando aceptaba los magreos insanos del grupo de maricas de la calle norte para que le dejaran acercar los pies y las manos al calor del fuego del bidón gigante de lata.
Ni cuando recibía los porrazos de los maderos en los desalojos periódicos de la casona derruida del barrio.
Ni cuando se limpiaba los escupitajos de los yonquis sidosos del parque junto al lago.
Ni cuando las putas más insanas despreciaban sus intentos de ternura.
Nunca se había sentido más miserable que ahora, cuando la señora a la que ha ayudado a bajar el cochecito de bebé por las escaleras del Metro ha castigado su acto con la indiferencia, con la negación de su existencia, para proteger a su hijito de su despreciable abuelo.

 

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Bésame en la frente

Eleanor disfrutaba de su compañía. Cuando lo miraba fijamente a los ojos. Cuando lo besaba intensamente en la frente. Cuando, durante un segundo, balbuceaba su nombre. Antes de volver a sus recuerdos. Antes de repetir una y otra vez que lo devolviera a su habitación, en el hospital, porque prefería estar con su esposa, muerta años antes. En ese momento, Eleanor también recordaba a su madre y, con lágrimas, abrazaba a su padre, pensando ya en el momento del próximo encuentro. Entre ambos. Disfrutando de la felicidad eterna.

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