Pizpireta, anacleta.
A veces profeta de una vida multidesgraciada.
Seguidora de unas normas endulzadas
que la corrompen en la tribu ensimismada,
esa horda que dice que no hay leyes,
esa que grita que no hay reyes
mientras distribuyen el derecho de pernada.
La individua revolucionada y la revolucionaria,
la apática y la estratégica,
la exigida y la restringida,
la aplaudida y la temida.
Esa señora que te mira y no te mira.
Esa ilusa que se ríe de tus gracias y con tus desgracias.
La liberadora de pasiones
y la presa de los besos presos.
La señora de la incertidumbre,
la aprovechada de la mansedumbre.
Así es ella y no se queja.
Así es ella en privado y en público.
Y así lo escribo, de ella enamorado
de su leyenda y sus miradas,
de su tacto y de su lengua intrépida,
que no se calla, que no me acalla.
Que no me quiere ni me ama,
pero que adora ser mi dueña y mi ama.
Ama, ama.
