Tan a menudo como podía miraba por la ventana para percatarse de que la policía no se acercaba. Tan a menudo como perdía el miedo para hacerlo. Aguantando la respiración y contando hasta diez para exhalar el aire a la par que notaba cómo se ralentizaba el corazón.
El temblor en la mano izquierda lo compensaba con la fuerza de la mano derecha con la que apretaba la empuñadura de la pistola que su socio le había prestado. Ese socio ruín y cobarde que se había echado atrás cuando se dio cuenta que iba en serio con la idea del golpe en aquella casa de ricos.
Y a los pies de la cama infantil, el cuerpo inanimado del habitante de aquella habitación, por cuya ventana había entrado al edificio. Aquel niño que había soltado tal alarido que lo habían escuchado los vecinos cotillas del barrio. Esos vecinos que habían hecho la llamada de alarma al cuartel del pueblo.
Y antes de los vecinos los gritos de la criada sudamericana que se había atrevido a abrir la puerta y a la que disparó en aquel pecho prominente que ya no respiraba.
Y miraba por la ventana, arrepentido de lo que había hecho. Sudando la gota gorda mientras recordaba como había golpeado con la culata la sien del infante.
Y se le desbocaba el corazón de nuevo cuando todas aquellas personas miraban hacia la casa.
Y se calmaba haciéndose a la idea de que aquellos eran hombres disfrazados, como los que había visto en las malditas clases de ciudadanía, en el reformatorio. Consideraba que ahora, siendo ya mayor de edad, era aún demasiado joven para ir a la cárcel. A una de esas prisiones de verdad de las que nunca se salía.
Y pensaba, con miles de imágenes corriendo en su cabeza desbocada, que lo que más deseaba ahora era no haber golpeado demasiado fuerte a Andrés, como la chacha le había llamado. Quizás así tendrían indulgencia. Quizás así, cuando los hombres uniformados le aturdieran y le esposaran, podría decirles que aquello había sido parte de un juego al que ya no quería jugar. Quizás así podría despertar.
Ya no le gustaba aquella pesadilla.
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Dice un viejo refrán
Dice un viejo refrán: Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Significado: El paso de los años aporta un gran número de conocimientos.
Aumentando mis conocimientos día a día lo que no tengo tan claro es que mi sabiduría aumente, pues cada uno de esos días me comporto como un niño. No sé si me falta madurez o es que mi osadía ante la vida no tiene remedio.
Por si acaso, de vez en cuando me dejo disfrazar de diablillo.
Por si acaso.
📷 (Por supuesto) Monami
Nova
– ¡No me has dejado ver cómo mi padre…
Su abuelo le sonrió a la vez que hincaba su rodilla sobre el frío suelo, para que el niño no tuviera que forzar el cuello para hablarle.
-… se transformaba en nova!
Antes de que otros reclamaran la atención de Insavik, le susurró al oído:
-Una nueva estrella hay colgada en el firmamento. Pero no es tu padre, hijo. Tú debes ser la nueva Luz.
Vida y muerte
… Aquel calor que me envolvía me sería extraño diez segundos después, cuando la luz diera paso al reto del comienzo de mi vida. Intenté concentrar mis escasos sentidos en la oscuridad que me impregnaba porque tenía la certeza de que jamás volvería a disfrutar como lo había hecho en aquellos nueve meses.
De pronto, unas manos tocaron mi cara y tiraron de mi cabeza como si quisieran separármela del resto del cuerpo, y cuando estaba dispuesto a chillar por el dolor, me di cuenta de que no salía ningún sonido de mi garganta, aunque de todos modos no hubiera servido de nada porque aquellas manos se deslizaron rápidamente hacia mi tronco y continuaron estrujándome, pero esta vez sin hacerme demasiado daño, porque era como si todo yo me estuviera deshaciendo de una segunda piel que me ciñera con su líquido viscoso.
Y la calidez, que suponía eterna, dio paso al frío desalentador del aire aséptico que me circundaba. Durante milisegundos odié aquella sensación de caída al vacío, pero la piel rugosa de unos guantes me despertaron a la realidad, cuando una de las manos que envolvían chocó, en un estallido, contra mis nalgas. Y la rabia contenida en mí salió por mi garganta. Y el crujido de mis cuerdas vocales la transformó en un alarido quejumbroso.
Ella nunca lo sabrá, pero logré verle los ojos, aquellos maravillosos ojos azules que se fueron acercando a mí con una sonrisa. Y al momento, de nuevo el calor. Y recuperé lo que me habían quitado. Mi madre me susurró algo a lo que nunca he logrado dar significado, pero cuya armoniosa entonación degusté como parte de su amor. En aquel mismo instante pasé de ser lo más importante en la vida de una persona a ser la provocación del último suspiro de la misma. Mi madre murió con una sonrisa dibujada en su rostro. Una sonrisa que me haría preguntarme años después si había deseado la muerte o se sentía dichosa de haber muerto dejando un testigo de su existencia. Lo que yo sé es que preferiría que ella siguiera conmigo compartiendo mis triunfos…