Déjalo crecer: Se parecerá a su padre.
Déjalo crecer: Se parecerá a su madre.
¡No! Déjalo crecer: Se parecerá a sí mismo.
Déjalo crecer: Se parecerá a su padre.
Déjalo crecer: Se parecerá a su madre.
¡No! Déjalo crecer: Se parecerá a sí mismo.
Todo en silencio, padre,
tanto en el cielo como en la tierra.
Todo en silencio,
aunque éste no es tu cielo
ni ésa es mi tierra.
Acabo de despertar. He dormido, otra vez, boca abajo y he vuelto a encharcar la sábana, a la altura de mi cara, en dos zonas. Uno de los rastros corresponde a mi saliva, que dejo escapar con la relajación de los músculos de la boca. El otro, por ahora, lo desconozco, aunque, si me esfuerzo, puedo recordar algún fragmento de lo que he estado soñando.
Unos zapatos brillantes de charol en unos pies de niño que avanzan, apresuradamente, por una calle gris y mojada y el sentimiento de preocupación porque se lleguen a manchar con barro. Y los dedos, también de niño, que acomodan los calcetines de punto blanco, para que no bajen a los tobillos. El ruido de los tacones sobre el suelo, allá abajo, porque el campo de visión es otro, hacia adelante, hacia un portón de madera pintada de marrón chocolate.
El rechinar de los goznes cuando se abre la puerta empujada por las manos infantiles, y la pituitaria que asume el gozo del pan recién hecho, con la masa esponjosa de su miga aún caliente.
Y desde la perspectiva visual de alguien demasiado bajito, la impresión de los traseros alineados, pertenecientes a cuerpos apoyados en el mostrador, que esperan su turno para ser atendidos.
Y, de pronto, el cambio radical de imagen.
La cara sonriente, muy cerca, tanto que se puede adivinar el sentimiento de franqueza, inherente a la confianza extrema en las palabras del señor que las emite, con su voz grave y melodiosa.
– ¡Susito! ¡Hijo! Ya creía que te habías perdido. Menos mal que llegaste a tiempo para ayudarme con el recado de tu abuela.
Ya sé. El agua se ha escapado de mis ojos. La añoranza ha provocado el estallido del dolor por la pérdida del ser amado.
Le he vuelto a echar de menos y el asalto de los recuerdos ha dejado testimonio en mis devaneos oníricos. Demasiado reales a veces.
¿Cuántas veces más mojaré la cama? Con mis lágrimas.
¿Padre?
¿Papá?
Aún no tenía claro qué carrera universitaria empezar. Su padre la amenazó con ponerla a trabajar. No importaba. Tenía tiempo para pensárselo. Su madre acababa de dejarla, por primera vez, en la guardería.
Ni cuando le echaban a patadas de los bares.
Ni cuando le insultaban cuando pedía limosna en el mercado.
Ni cuando se cubría con los cartones mugrientos para dormir en la entrada de la sucursal del banco.
Ni cuando tenía que pegar a otro mendigo por un trozo de comida requemada tirada en un contenedor de basura.
Ni cuando aceptaba los magreos insanos del grupo de maricas de la calle norte para que le dejaran acercar los pies y las manos al calor del fuego del bidón gigante de lata.
Ni cuando recibía los porrazos de los maderos en los desalojos periódicos de la casona derruida del barrio.
Ni cuando se limpiaba los escupitajos de los yonquis sidosos del parque junto al lago.
Ni cuando las putas más insanas despreciaban sus intentos de ternura.
Nunca se había sentido más miserable que ahora, cuando la señora a la que ha ayudado a bajar el cochecito de bebé por las escaleras del Metro ha castigado su acto con la indiferencia, con la negación de su existencia, para proteger a su hijito de su despreciable abuelo.
Eleanor disfrutaba de su compañía. Cuando lo miraba fijamente a los ojos. Cuando lo besaba intensamente en la frente. Cuando, durante un segundo, balbuceaba su nombre. Antes de volver a sus recuerdos. Antes de repetir una y otra vez que lo devolviera a su habitación, en el hospital, porque prefería estar con su esposa, muerta años antes. En ese momento, Eleanor también recordaba a su madre y, con lágrimas, abrazaba a su padre, pensando ya en el momento del próximo encuentro. Entre ambos. Disfrutando de la felicidad eterna.
– ¡No me has dejado ver cómo mi padre…
Su abuelo le sonrió a la vez que hincaba su rodilla sobre el frío suelo, para que el niño no tuviera que forzar el cuello para hablarle.
-… se transformaba en nova!
Antes de que otros reclamaran la atención de Insavik, le susurró al oído:
-Una nueva estrella hay colgada en el firmamento. Pero no es tu padre, hijo. Tú debes ser la nueva Luz.