Miraba. Más bien ojeaba. Y la manecilla del minutero no se movía. Era extraño. Porque oía el tictac. Tan claramente como su respiración entrecortada.
Y la gota de sudor que invadía su lagrimal, el del ojo abierto, el derecho, lo martirizaba con su salinidad, pues del otro, hinchado, surgía otro tipo de gota, bien distinta, roja, viscosa y caliente, que lamía cuando pasaba por la comisura de los labios, cuando la gravedad la hacía deslizarse hacia su cuello.
Y del reloj de pared hacia la boca del energúmeno que tenía enfrente, casi golpeando su nariz con la propia, mientras exhortaba, a base de salivazos, a que hiciera algo, que no comprendía, porque ni siquiera lo escuchaba. Le oía desgañitarse pero no asimilaba lo que parecía una orden.
Y como un péndulo visual, otra vez a la manecilla, que no se movía.
Y el dolor de las muñecas era tan intenso que dejó de sentirlo hacía ya tiempo, haciéndole dudar si carecía o no de manos, que debían de estar allá arriba, pues notaba cómo presionaban sus brazos las orejas que hervían.
Y aunque no podía hacerlo, tampoco hubiera querido mirar hacia abajo, hacia el suelo, porque lo hubiera echado de menos, pues no existía, o por lo menos no lo sentían los dedos de sus pies, que lo tocaban de puntillas.
Y el tictac, que no cesaba, que hacía eterno aquel instante, en el que el minutero no se movía, congelando el tiempo en una infinita secuencia de repeticiones del mismo momento.
Sin tener conciencia de lo que ocurría o por qué ocurría.
Con el escozor en el ojo, y el sabor agridulce en la boca. Y el hedor del aliento del otro.
Y la explosión junto a su oído, tan cerca, con tanto calor en la sien.
Y el tirón del cuello, que lo quebraba.
Y la manecilla que, por fin, se movía.

(Dibujo a lápiz de Estela Tatiana Fernández Claudet, 12 años)