El cielo dejó de ser celeste.
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El paseo
Quieta.
Esperando el momento perfecto, el espacio perfecto, la luz perfecta.
Siendo yo sola. Pero siendo yo.
Dejándome envolver por lo cotidiano, para captarlo con mi cámara, para celebrarlo, para desear más instantes sublimes.
Y compartirlos contigo, para mirarte, para abrazarte, para que me sientas otra vez libre. Libre en la prisión de tu corazón.
Extasiada ante la belleza de lo que aún no he fotografiado.
Pero hoy, que he venido a pasear por 1980, no hay nadie, y la sensación de sentirme observada es mucho menos fuerte que el placer de observar a través del objetivo de mi cámara, que alimenta mi búsqueda subjetiva de la belleza, tan recóndita a veces ella, tan sensible siempre yo. Y he llorado ante un hecho que siempre me fue imperceptible, y que he recordado hoy, cuando no había nadie para susurrármelo: Que los chinos también bostezan.
Científicos
Nos advirtieron varias veces y no hicimos caso. ¿Para qué? Si nosotros éramos más inteligentes que ellos. Si nuestras insulsas vidas nos daban derecho a despreciarlos. Si ellos tenían el conocimiento pero nosotros el poder del capital, del consumismo, del desperdicio de los recursos, de la barbarie del acelerado ritmo de nuestras vidas.
Y se cansaron de indagar, de buscar salidas a lo que no parecía tenerlas, de enseñar y difundir la verdad, de comprobar una y otra vez sus teorías con la realidad circundante.
Se aburrieron de ser altruistas.
Y acabaron liberando sus remordimientos por dejar que sus palabras y sus obras cayeran en el olvido, antes de dejar de ser Científicos.

Pues
No tenía solución inmediata. El Matemático lo había intentado y había desistido. Aquella incógnita enigmática. Aquella transferencia de incomodidades fractales. En aquel Universo modélico, donde la excepción inimaginable lo corrompía.
Donde la irreversibilidad se hermanaba con la fuga del raciocinio.
Y ante tanta desdicha intelectual, el Matemático, rindiéndose, aún adivinando que recibiría el peor de los castigos, dirigió sus últimas palabras a los Creadores:
– El Humano, como criatura impredecible, acabará consigo mismo por sí mismo. Y nada puede cambiarlo. Siento mucho que vuestra criatura haya traicionado vuestras expectativas y mis tentativas de encontrar el modo de retrasar el nuevo final cíclico. Me pongo en vuestras manos pues.
LUZTRAGALUZ. Capítulo 15 y último
XV
Tras una frugal cena, se despidió de Luzinda no sin antes haberle rogado que se fuera a descansar, que dejara la recolección de envases autorreciclables para la mañana siguiente y que no olvidara autoaplicarse los masajes cardiorrespiratorios antes de la desconexión. Domenica apreciaba el apoyo de aquella ama, y la consideraba una buena amiga.
Cuando salió a la noche, una sonrisa inauguró el recuperado estado de soledad.
Mientras se mentalizaba para afrontar las luchas de días venideros, la alarma sensorial bramó.
Había evitado los callejones solitarios, justamente los que atajaban su camino. El gentío la seguía, se enfrentaba y la abandonaba en el anonimato. La distancia que la separaba del refugio cotidiano era soportable pero, aún así, los pies respondían involuntariamente al reflejo cerebral del peligro.
Girando la cabeza solo conseguía que sus plataformas podales le hicieran perder el equilibrio. De todas formas, la impotencia se adueñaba del ánimo y ya las caras no eran suficientes para arrullarla en sus ojos protectores.
Gotitas de sudor empantanaban el cuero cabelludo y algunas se solapaban formando goterones que caían grávidamente sobre el maquillaje invisible. Y el rostro brillaba a la luz tenue y difusa de las barras ultrafosforescentes. Mas la evaporación patente de la zona del entrecejo daba pistas de una incidencia calórica extremada.
Domenica volvió a perder la estabilidad, pero ni su nerviosismo ni su torpeza locomotora habían sido las causantes. El quemazón supranasal fue tan insufrible que perdió la compostura y el jadeo se transformó en gemido, y el gemido en alarido, justo antes de la denigrante estampada contra la pulida calzada.
El mismo resquemor la espabiló, y tocándose la frente con los dedos índice y corazón de su mano izquierda, pues la derecha la tenía inutilizada por su propio peso corporal, se dio cuenta al segundo, primero, que ésta estaba medio congelada, algo lógico si pudiera haber sentido el resto de la hipotermia, y segundo, que no estaba en mitad de una calle populosa sino en un recinto cerrado que rebotaba sus gritos mutados en ecos tenebrosos.
Intentó incorporarse en la penumbra, a tientas, pues sus infrarrojos no se activaban, buscando desesperadamente algo a lo que asirse. Y palpó un tubo al que se engarfió, lo siguió hacia lo alto y se sentó en lo que parecía una silla.
Tras la liberación física, buscó la mental. Encima de aquélla, la impaciencia de dilucidar lo misterioso. Qué hacía ella allí; no la habían robado, ni ultrajado, ni maltratado con violencia física ni psíquica. Únicamente la habían dejado abandonada a su suerte.
Esperaría, ahora que estaba recuperando la total conciencia de su estado, de su anómala situación.
No tuvo que hacerlo durante demasiado tiempo. Le cegó el golpe de luz. Y al recuperar la visión, recuperó la impaciencia.
-¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren de mí?
Sin recuperar el enfoque adecuado, se veía inhibida por las siluetas informes de cuyo conjunto surgió una voz.
-En el lenguaje de los antiguos, Aeterna Lux.
La pequeña estancia estaba completamente vacía de muebles. Ningún utensilio artificial a la vista. Las manchas de humedad en el techo daban pistas sobre la antigüedad del edificio en el que se hallaban. Ella y los otros diez. Ella, en el centro de un círculo, y los otros diez, formándolo sin respetar intervalos en las distancias. Ella, muy esbelta, y los otros diez, examinándola sin tapujos, con los ojos clavados en su expresión corporal, esperando que algún gesto la traicionara, esperando que alguna palabra la sometiera, que algún recuerdo invocado la amilanara.
El cabello lo tenía peinado a la última moda, el color azabache de sus tirabuzones caía sobre sus ojos, del color del cielo gaiano, con una gracia inocente, y la piel, tan tersa como las últimas técnicas hidroquirúrgicas permitían. El blanco, ahora ensuciado, le ceñía la piel, y ésta los huesos, dibujando curvas, esculpiendo volúmenes libidinosos. El que la había diseñado había pensado en todo; quizás el tener que pasar desapercibida en ciertos menesteres, conllevaba el perfeccionismo anatómico en todas las facetas.
Domenica se sumió en sus pensamientos, mientras el que parecía representar a los restantes, la azuzó con malos sentimientos.
-Aquí estás sola. Nadie puede protegerte ni nadie intentará defender, en el futuro, tus puntos de vista, por lo que creo que no serás mártir. ¿Sabes por qué te hemos traído?
-Me llamo Domenica Candel Ee y jamás pensé que mi equipo fuera elegido.
Empezó a acusar el cansancio de los interminables minutos uniposicionales. La visión empezó a nublarse. Las lágrimas afloraron en la flaqueza femenina. Y ésta la hacía doblar las piernas. Si hubiera querido, si se lo hubieran permitido, no habría podido dar ni un paso.
-¡Basta! No te ampares en la fuerza de tu grupo. Ellos gozarán la misma emancipación.
Domenica atisbó un rancio sabor de odio y quiso creer que no tenía otra cosa, que otra cosa no era posible. Y que era así porque sí, sin motivos de discusión, de discordia interna. Y que, entregada al cortejo de lo inverosímil, estaba dispuesta para afrontar lo que le tocaba por ser la tutora de unos vengadores.
-Algún día de estos los relojes se detendrán…
Los diez, confusos, cogidos por sorpresa, se miraron. Y asintieron con la cabeza, ceremonialmente, uno a uno.
-Domenica Candel Ee. Tú, y no tus guerreros, eres la elegida ahora. Y la puntuación de este test te es favorable.
Pensó que originado el desastre, no había marcha atrás para evitarlo. Animaba un extraño sentimiento de disculpa, mientras las lágrimas señoreaban con la indigencia de la conciencia.
-Domenica, no temas, uno de los que conmigo están alumbrará la senda del consolidado estado fantástico, tal como tú hiciste conmigo en la inocencia del no conocimiento.
-¿Adeldran?
Las Leyes habían mentido, habían tergiversado el espíritu enajenado del sin par mutante.
-¿Adeldran?
-Sí. Luz, ¡traga luz!
Y después, la barbarie por doquier.
Nota al lector:
Estimado amigo lector. Con este capítulo se termina esta novela corta de ciencia ficción.
Si has llegado hasta este último capítulo puede ser porque las aventuras de Adeldran te han cautivado en cierta manera.
Me gustaría que, ahora sí, me hicieras algún comentario sobre esta obra.
Y que me respondieras a esta sencilla pregunta de algo que tengo en mente desde hace tiempo:
¿Ves posible o interesante que se pudiera escribir una segunda parte, una continuación, o te gustaría que fuera una obra única?
Gracias por leerme. Y espero que te haya gustado leerla tanto como a mí escribirla.
Recibe un cordial saludo,
Jesús Fernández de Zayas «archimaldito»
Dolor. Por Hadogemina y archimaldito
Nada sobre negro
Esta vez creyó que estaba en lo cierto. Estaba allí, solo, muerto y enterrado. A cubierto de la mirada de sus amigos y familiares, que le lloraban en el exterior. Y con la certeza de que le quedaban pocos minutos de aire. Sin claustrofobia. Sin ganas de gritar. Dejando que el final, su auténtico final, llegara.
Esta vez creyó que estaba en lo cierto: Después de tantos años de vida, de sabiduría errónea, del dejarse llevar por la corriente de los demás, la conclusión era que, después del después, no había nada. Absolutamente nada.
«Nada sobre negro» es la primera colaboración literaria entre Hadogemina y archimaldito.