Los niños

Los niños gritaban y lloraban bajo un sol ardiente confinados en un contenedor al que le faltaba la parte superior que valiera de techo.

Me acerqué a ver qué ocurría con ellos en aquella situación y me salieron varios hombres armados al paso, desdentados, sudorosos y embriagados, amenazándome para que no me acercara más.

En una caseta contigua, un par de mujeres asiáticas tiraban comida a los niños, desde arriba, como si estos fueran animales, y dos de ellas sujetaban a uno de los niños mientras un viejo de barriga hinchada y pústulas por todo el cuerpo se masturbaba delante del niño al que habían desnudado completamente, mientras hacían fuerza para que el niño no se zafara.
No pude soportar la visión de aquella perversión y, olvidando los avisos de los vigilantes borrachos, ingresé a toda velocidad en la caseta y molí a palos al viejo asqueroso y a las mujeres perversas mientras que agarraba al niño y huía de allí a toda la velocidad que me permitían mis piernas y la fuerza de mis brazos que soportaban el peso del chaval , que estaba como drogado.

Este texto fue escrito nada más despertar, tras haber visualizado lo que en él se narra en una pesadilla exprés e inacabada. Mi subconsciente debe de estar enviándome mensajes.

Refunfuñando

 

No conseguía escuchar el tic tac del reloj. Algo lógico cuando se daba cuenta de que era un reloj digital el que pesaba en su muñeca izquierda. Y refunfuñaba. Echaba de menos dar cuerda por la noche al reloj que había heredado de su abuelo, que en paz descansara.

No conseguía encontrar, discernir, ningún olor en la casa. Totalmente inodora. Y refunfuñaba. Echaba de menos el pestazo de los callos que cocinaba la abuela. Y echaba de menos las reuniones familiares en torno a la mesa, para comérselos.

No escuchaba maullidos ni ladridos ni alboroto de niños, como antaño. Y echaba de menos las correrías con sus primos, y los mordiscos del pequeñajo Petronio. Y la risa le sobrevenía con la ocurrencia del nombrecito para el perro del Tío José. Pero ahora todo era silencio. Sepulcral. Y refunfuñaba para escuchar sus propios bufidos de desdicha.

Y con cada paso crujían los listones de madera bajo sus pies, con miedo a que alguno se quebrara y cayera todo su orondo peso al vacío del primer piso, clausurado por la plaga de carcoma.

Refunfuñaba, refunfuñaba y refunfuñaba. Hasta que decidió calmarse porque dedujo que con la mala sangre no perjudicaba a nadie salvo a él mismo.

Y aún no sabía qué hacía recorriendo las habitaciones de la casa de su infancia.

Y aún no sabía qué hacía martirizándose pensando en esa vida que nunca volvería.

Y aún no sabía qué mal había hecho para merecer ese castigo. Ese castigo eterno.

 

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N. R. F.

 
   Mientras me preparaba para irme a trabajar, dejé a mi hijo viendo la tele, para que se distrajera y no incordiara.
   Al cerrar el grifo, tras enjuagarme la boca, escuché unas carcajadas que provenían del salón.
   Acercándome a mi hijo, para acoplarle la minimochila y poder largarnos a la guardería, me fijé que sus risas se mezclaban con los gritos de angustia de una damisela, en la pantalla, que estaba siendo mordida por un zombi descerebrado. 
   Caí, entonces, en la cuenta de que mi hijo era un N. R. F. (Niñito Rarito «Felís»).
 
(Dedicado a Estela Tatiana, mi hija)
 

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Comprende

El érase una vez quedó para otros tiempos. Es el ahora, lo que está ocurriendo, lo que importa.

Y es así, que un niño llamado Paco, bueno como nadie, comprensivo como pocos, tenía un amiguito llamado Antoñito, que estaba solo en el mundo. Es huérfano y sus padres adoptivos, ricos en cosas, pobres en sentimientos, le dejaban de lado porque tenían que atender sus trabajos, su casa, sus obligaciones sociales.

Y Antoñito se iba al parque que tiene en el patio común de la comunidad donde vive. Y en aquel parque conoció a Paco, al que se le escapó la pelota cuando jugaba un partido de fútbol con los demás niños vecinos.

-¡Lánzame la pelota! – le gritó Paco a Antoñito en la distancia.

-¿Puedo jugar con vosotros? – Antoñito se la entregó en la mano.

-No sé. Se lo preguntaré a los otros.

Paco volvió a donde estaban los demás, reunidos en corrillo, y les preguntó si podía jugar con ello aquel niño tan amable.

Los demás niños dijeron que mejor sería que dejara a aquel chico en paz, y que sería mejor que siguiera ocupándose de sus asuntos.

-¿Por qué? – preguntó Paco a sus amiguitos.

No le supieron responder. Y desde aquel día, Paco intentó descubrir por qué los demás veían a Antoñito tan diferente.

Se encontraban casi a escondidas, después de clase, cuando Paco no tenía otros compromisos que atender, cuando la pena que sentía por su amigo Antoñito vencía las ganas que sentía por ponerse a ver la tele, o leer tebeos o, incluso, terminar los deberes pendientes para el día siguiente.

-Estoy contigo porque te aprecio, porque sé que eres un niño bueno, porque no tienes otros amigos, y porque me lo paso muy bien hablando contigo, jugando contigo, descubriendo cosas contigo.

Los días pasaron y, de pronto, Antoñito no volvió a ver más a Paco porque Paco no volvió al parque, y Antoñito pensó que mejor se quedaba en casa, encerrado en su habitación, intentando pasárselo bien solo. Pensó que algo raro pasaba en él para que los demás le trataran así, y decidió preguntárselo a sus padres adoptivos.

Esperó el día en que sus padres no estuvieran tan ocupados haciendo dinero, cuidando su casa y su coche, atendiendo a los amigos que les visitaban en casa.

-Mamá, ¿por qué no tengo amigos? ¿Por qué, en clase, me tratan como un bicho raro? Mamá, si me quieres, dímelo, por favor.

La madre, ante las lágrimas de Antoñito, olvidó de inmediato todo el mundo que le rodeaba y se centró en los ojos de su hijo adoptivo. Pensó que le había tenido demasiado tiempo abandonado. Que no todo en la vida era darle el desayuno, llevarle a clase, recogerle a la salida, darle de comer y dejarle irse al parque, para que cuando volviera se acostara con un simple buenas noches en un beso vacío. Que debía hablar con su esposo para que olvidara un poco su negocio y se centrara más en su hijo.

Y así, ahora Antoñito podía decirle a Paco qué ocurría, y lo llamó por el telefonillo para que bajara a jugar con él.

-Antoñito, no me importa nada lo que digan los demás de ti, que si eres raro, que si tienes una enfermedad contagiosa, que si te vas a morir dentro de poco. Me da pena, pero quiero saber la verdad de tu propia boca.

Antoñito abrazó a Paco y le dijo que era el mejor amigo del mundo, y que iba a contarle lo que su madre le había contado a él. Que sus verdaderos padres eran drogadictos, que su madre murió en el parto y su padre murió de una sobredosis de una droga muy mala, pero que él lleva en la sangre la misma enfermedad que ellos. Que él no va a morir por ella, que la tiene dentro, durmiendo, y que espera que nunca se despierte, pero que, mientras, los demás tienen muchísimo miedo de que se la pegue.

-Por eso no tengo amigos, excepto tú. Los demás no saben qué me pasa. Nadie se lo ha explicado bien, o por lo menos no tan bien como lo ha hecho mi madre. Por eso te lo cuento yo así, para que puedas decírselo a tus padres y no te prohíban estar conmigo.

Paco quiere a Antoñito como nunca ha querido a ningún amigo. Es el hermano que nunca ha tenido. Son felices jugando, saltando, riendo, y todos lo que quieren escuchar y comprender también pueden ser sus amigos.

Y es que con el colorín colorado, este cuento no se ha acabado: Aprende para que este cuento te muestre el camino de la verdad de la amistad.

 

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