Unos estaban locos. Otros estaban locos. Los pocos, con cordura, sorprendían por su locura.
Y apareció él: El Loco.
Unos estaban locos. Otros estaban locos. Los pocos, con cordura, sorprendían por su locura.
Y apareció él: El Loco.
Pronto, loco, pronto.
No desesperes.
Loco, pronto, pero poco.
No te excedas ni antecedas.
No me desampares,
no me abandones
pues estoy contigo
en éste, éstas y aquéllas.
Pronto, falta poco,
juntos,
mutuos,
míos,
tuyos,
todo.
Pero siempre poco.
Y demasiado pronto
¿Qué esperas de mí?
¿Qué no esperas de mí?
¿Qué quieres que te dé?
¿Qué pretendes recibir sin ofrecer?
¿Amor, dolor, sopor, temor, amor,
amor, amor, amor?
¿O no?
No.
Será que no.
La espera se te hará larga.
Disfruta de lo que no vas a conseguir.
De mí.
Sin mí.
Buenamente guapamente demente. Y nada arrepentido por ser una condición irreversible de mi naturaleza. Con implosiones de conocimiento. Con explosiones de creatividad. Algunas veces con el ánimo por el suelo pero, las más, con la mente más allá de las nubes. Visualizando la magia extrema de la creación cósmica. Trazando líneas imaginarias entre mis infinitos puntos de lucidez. Y actuando. Siempre actuando con golpes continuos de misericordia hacia el mundo egoísta en que me ha tocado vivir. Lleno de habitantes cuerdos. De gentes hipnotizadas con los reflejos escasos de una libertad inexistente.
Y yo soy el loco…
(Fotografía: sofamonkez)
Barbaridad. Bárbaros escogidos de entre la chusma social, la escoria que queda después de la fricción de mentalidades obsoletas, anacrónicas, que sobreviven gracias a los intereses ocultos de algunos poderosos.
Y los inocentes, que caen en sus manos, y que son vapuleados según un plan de acción premeditada…
Si como una fresita,
sabor a ti.
Si huelo una rosita,
olor a ti.
Te guardo una cosita,
es para ti.
Corro si me necesitas,
ya estoy aquí.
Hoy he vuelto a enamorarme
y es que no puedo, no quiero evitarlo,
esta mañana al despertarme,
y encontrarte, mujer hermosa, a mi lado.
Te quiero con locura,
te amo con total pasión,
y si me das un besito
me da un vuelco el corazón.
Que soy tuyo no lo dudes,
que eres mía ya lo sabes,
por eso al abrazarnos,
el Amor en mi alma ya no cabe.
Hasta la noche espérame,
y entre tus brazos
haz un hueco, que sea abrigo de mi mundo.
Espérame sobre tus labios,
que en ellos mi amor abundo.
Miel de mis flores,
Luz de mis estrellas,
Agua de mis ríos,
Sangre de mis venas.
(Fotografía: © Jesús Fernández de Zayas «archimaldito»)
Los espejos quebrados y los miles de trozos minúsculos reflejando mi locura. Y allí me quedaría, esperando que llegara la noche con su oscuridad, para que la casa entera olvidara mi quebranto. Así es como le pedía misericordia. Cerrando los ojos y pisando los cristales desparramados por todos los suelos de mi vida, esperando sangrar en abundancia, para que aquella sangre voluptuosa y casi negra se filtrara en tu memoria, para que, en tu abandono, recordaras mi desgracia. Para que, en tu cobardía, el remordimiento perenne te hiciera volver algún día a alguna de mis noches llenas de lágrimas, para secarlas con el paño de tu amor.
Tenía mucho que decir y nadie la escuchaba. Por eso, Ana “la de los panes” se encerraba en sí misma aguantándose las ganas de contar sus sombrías disquisiciones sobre el mundo que la rodeaba. Y como el mundo apocalíptico jamás llegaba, por mucho que aceptara teorías infames sobre el fin de los tiempos, se autoconvencía de que el resto de los humanos estaban equivocados en frivolizar sobre las señales que, según ella, justificaban sus predicciones.
Y del comprar en el supermercado, abasteciéndose puntualmente para la supervivencia ante el desastre que estaba siempre esperándola a la vuelta de la esquina, momentos en que las dependientas sufrían sus monólogos frente a la tahona, donde sabía que los panes de su sobrenombre jamás la replicarían, pasaba al correr por las calles de la ciudad medio desnuda, para convencer a sus vecinos de su falta de sentido del ridículo y de su escasa necesidad de apegarse a los símbolos, que según ella, eran parte de la esclavitud de la sociedad que la ahogaba, las prendas de vestir que oprimían su cuerpo y su alma, pocos minutos antes de dar con sus huesos, y sus carnes, en comisaría, donde volvían a soltarla después de ficharla y dar por perdida su sensatez. Y, ya vestida, volvía a insultar a los transeúntes desconocidos con proclamas antisistema, porque, siempre según su valoración, todos eran parte de un entramado que tenía, como único objetivo, acabar con las buenas costumbres de la caballerosidad y la femineidad propias de otros tiempos más deslumbrantes, porque de ellos abundaban las historias de los libros de los que se había estado alimentando su caótica memoria.
Hasta el fatídico día, la fatídica mañana.
Cuando Ana “la de los panes” después de hablar con sus panes, que ella creía siempre los mismos, pues sus aromas así se lo demostraban, pasó por la caja del supermercado, como de costumbre, sin pagar nada porque nada se llevaba, y doblando la esquina del edificio que sufría, tan a menudo, sus vandálicas trastadas, se percató de que un hombre, que estaba de pie silbando, la miraba. Y no solo eso, sino que tras sacar la lengua al extraño, escuchó cómo acompasaba los pasos con los suyos y la seguía a una corta distancia. Y sin atreverse a mirar hacia atrás sobre su hombro, lanzó un gritito de espanto cuando ese mismo hombro fue agarrado por la mano masculina que la amenazaba. Y recordó que tenía que salir huyendo porque sus doce gatos la esperaban. Pero la mano la atenazaba y la obligó a encararse a una vida olvidada.
-No temas, madre.
Desde aquel encuentro, fortuito para unos, premeditado para otros, Ana “la de los panes” no volvió a correr desnuda, ni a emular locuras, ni a exagerar sus amarguras. Porque Ana decidió que, hasta el día de su muerte, no tenía nada que decir ni nadie que la escuchara.