En la intención estaba la desdicha, pues cada uno de los intentos fallidos de acercarse a la verdad, se resolvía en un cercenamiento de la constancia en su búsqueda. Y al unísono, el hombre pretérito, incuestionado en su estupidez, volvía a caer, una y otra vez, en los errores cíclicos y eternos y acababa entonando el canto de la modernidad, que se repetía en letra y música, hasta hacerse inaudible, como un ronroneo lejano al que la costumbre transformaba en la nada más absoluta, lo que llevaba al reseteo de la especie, imprudente en toda su trayectoria existencial. Y la intención se tornaba exterminio, y los desbarajustes de la conciencia colectiva, extinción.
En mi juventud quise estudiar Arte Dramático pero mi padre prefirió pagarme estudios universitarios en dos carreras que nunca terminé. Mi amor por la interpretación y la música me han llevado, más de treinta años después, a hacer convivir esta vocación con la de escritor literario, en mis apariciones en más de treinta salas de Madrid, realizando uno o dos números musicales acompañados por mi teatralidad cómica, por mi vestuario fuera de normas estéticas, y por mi voz y bailes inesperados, reinterpretando, a mi manera, algunos clásicos de la música moderna, o leyendo poesías o microrrelatos propios en algunos epicentros de la literatura en Madrid. Aparezco en ellos cuando menos se espera y nadie sabe nunca qué voy a hacer encima del escenario.
Yo, como artista underground, siendo más preartista y postartista que actor, o cantante, o escritor, o rapsoda o performer conocido en el maistream, tengo mis inquietudes y saben los que me han visto, y sufrido, actuando, que publico una pequeñísima parte de todo lo que hago, para no saturar al personal (debido a esa enfermedad que tengo llamada hipercreatividad, de la que no quiero curarme nunca). Mi profesión no me permite dedicar todo el tiempo que quiero a mi vocación artística, pero no desisto en vivirla con muchas emociones, por si acaso salta la liebre y me descubre un productor de Hollywood o de Málaga. Soy Archimaldito.
Conservó sus fuerzas y aminoró sus pasos y, con ello, el ritmo cardiaco. Observó el paisaje en el que estaba inmerso y decidió ralentizar su respiración, dándose cuenta que así aminoraba el sacrificio inútil de las micro criaturas que pululaban alrededor de su cabeza, a veces tantas, que no permitían tener una visión completa del terreno que pisaba. El ardiente sol del mediodía estaba castigando la superficie de su casco protector e imaginó que su cerebro se diluiría sino lo llevara puesto. El sudor reciclado empezó a tener un sabor insoportable y decidió dejar de beber. Creyó que la distancia que le separaba de su destino le permitiría aguantar la sed creciente. Abandonó su mochila de provisiones y con ella el peso extra que torturaba su cuerpo. Hacía tiempo que había dejado de ver el vehículo abandonado y deteriorado. Las botas de compensación impactaban en la grava iridiscente y agradeció no escuchar los impactos de las piedrecillas en su uniforme acorazado. Cuando estuvo a punto de detenerse para descansar, escuchó sonidos en su fonocaptor implantado. La lógica le susurró que aquello era imposible porque estaba solo y que debían de tratarse de interferencias provocadas por alguna anomalía magnética no predicha ni clasificada. El ritmo lento de sus latidos y anulación integral de sus pulmones permitieron crear un silencio continuo en sus registros. Sin las interferencias propias esperó a que se reprodujeran los sonidos externos, y continuó andando con zancadas mínimas, sudando, apartando la niebla de lo que creía que eran insectos, esperanzado en llegar pronto al punto de encuentro. Cuando el calor empezó a crear espejismos, un tono agudo laceró sus oídos y cayó de rodillas, agarrándose la cabeza con ambas manos, en un acto reflejo, como si creyera que así iban a desaparecer las vibraciones que rasgaban su entendimiento. Lágrimas hirvientes resbalaron por su rostro, haciendo imposible la visualización de su entorno, y cayó desmadejado, inerte, de cuerpo entero, sobre el suelo que se había convertido en arena de colores. Le habían enseñado que la muerte era oscura, lúgubre, pero le pareció que aquél era un bonito final, que se merecía ese terminar deslumbrante, después de haber recorrido millones de kilómetros, después de haber vivido en otras miles de insulsas vidas.
Pensó que allí podía liberarse. Librarse de la discordia que existía en sus ideas, cuyo significado y finalidad insultaban su deficiente inteligencia. Persistía en intentar retener las más banales, las que adivinaba que no podrían perjudicar a los que estaban fuera, al otro lado del espejo. Y esperó. No sintió ni sed ni hambre ni le asaltaron las necesidades básicas de su vejiga e intestinos. Y no se extrañó. Quizás se había cumplido su deseo. Y la cuenta atrás no se detenía.
El paraíso de las ideas estaba a punto de abrirle sus puertas. En el que se disgregarían hasta hacerse nulas. En el que las preocupaciones o las alegrías no existirían. El auténtico vacío. La nada más absoluta en la que ni siquiera existiría la nada. El descanso eterno. El no recordar, el no pensar, el no sentir.
Y al otro lado del espejo no existían imágenes reflejadas porque no había luz ni color ni materia ni energía.
Los diez minutos pasarían rápido. Debía prepararse para lo que iba a venir, o a ir, o a ser o no ser.
El último estallido, el último chasquido, la anulación del contacto.
No sé nada de casi nada. Y aun así me permito hablar cuando no me preguntan. El respiro emocional de saberme escuchado. El envalentonamiento de mi ego precipitado tan a menudo en una depresión continua. El saberme observado, aunque sea con ojos de burla. Buscando las réplicas para enzarzarme en pequeños duelos dialécticos que siempre pierdo, porque de nada sé y de todo hablo. Mi soledad intrínseca me lo pide, clamando a gritos, para ser abandonada. Tan infame, tan ridículo, tan tenaz. Me salva de ser un despojo el saber escuchar a los demás cuando nadie habla. Y me creo que soy alguien para alguien, aunque ese alguien nunca aparezca o siga escondido en el anonimato. Viejo chocho. Vete ya con la murga a otra parte.
Yacía en el yacimiento, esperando que las paredes laterales no se derrumbaran y le cayeran encima, aplastando todos sus sueños pasados y futuros. Quizás se había roto la pierna derecha pero, en ese momento, el dolor del pecho era tal, que no le preocupaban los demás cardenales, erosiones y rajas que pudiera tener. La cámara de fotos, destrozada a sus pies, había causado uno de los episodios traumáticos más graves de su azarosa vida, pues pudo haber sido el instrumento directo de su muerte si no hubiera actuado con presteza. Nunca hubiera imaginado que aquel aparato, que había estado destinado a inmortalizar sus descubrimientos subterráneos, fuera a ser un obstáculo para alcanzar su meta, cuando se interpuso entre su cuerpo y la pared que tenía enfrente al intentar pasar por una estrecha abertura en la tierra. Hubo un momento en que no pudo moverse en ninguna dirección pues la cámara le oprimió el esternón y lo inmovilizó por completo. Las pilas de la linterna de la cabeza acabaron agotándose y llegó la oscuridad, la más absoluta y silenciosa oscuridad. Escuchando su propia respiración agitada y los latidos desenfrenados de su corazón, llegó a pensar en algunos momentos de su vida, como si de una película se tratara. Tuvo la certeza que acabaría perdiendo el conocimiento por el cansancio, el hambre y la sed y que, al final, moriría entre aquellas dos paredes. Se preguntó si había valido la pena arriesgar la vida de una manera tan estúpida y predecible. Pero el mismo estado de fatalidad le hizo relajarse y respirar concentrándose en cada inhalación, al creer que sería la última. Y cada vez que hinchaba el pecho sentía cómo le pesaban las piernas y, a la vez, cómo se clavaba la cámara en su esternón, haciéndole gritar de dolor. Hasta que se preguntó para qué gritaba si nadie podía oírle. Fue entonces cuando, al aguantar el dolor, y al expulsar el aire, el abdomen y el pecho parecieron relajarse, ablandarse. Los brazos, que fueron colgajos, y cuyas manos no tuvieron sensibilidad, empezaron a ser recorridos por un cosquilleo, y empezó a mover los dedos, luego las muñecas y más tarde los antebrazos. Cerró la mano derecha y, cuando la convirtió en un puño, golpeó la cámara a través del resquicio de aire en la oscuridad de boca de lobo. Y esta saltó hacia el suelo en el lado opuesto. Y dio gracias, sin saber a quién dárselas (siempre fue ateo), porque supo que iba a vivir más tiempo. Pudo deslizarse de lado y, con sumo esfuerzo, tanteó en la negrura hasta agarrar el prominente objetivo, torcido, de la que le había estado torturando minutos antes. Y después, cuando notó que la estrechez desaparecía, se agachó y avanzó a gatas hasta lo que creyó era el yacimiento buscado. Y se acostó en el suelo, que notaba húmedo, boca arriba, tragando aire a bocanadas, con un regusto de humedad que calmaba su sed. Y allí iba a esperar a recuperar fuerzas para enfrentarse a la visión, a la que se estaba acostumbrando, en penumbras. Y cuando sus ojos podían escudriñar en la oscuridad la vio. La momia parecía mirarle con sus cuencas oculares vacías. Quizás se había roto la pierna derecha pero, en ese momento, la emoción de haber llegado al final de su camino era tal, que no le preocupaban el no sentir la pierna ni el pensar en los próximos quebraderos de cabeza que vendrían minutos después, cuando se diera cuenta de que estaba solo, a oscuras, y que no sabía cómo salir de la pequeña cueva ni recordaba si alguien más que él sabía que se había atrevido a hacer espeleología suicida aquella mañana lluviosa de abril.
Y le dijeron que sería un dios pronto. No entendía por qué los mayores, sin su consentimiento y, sobre todo, sin su conocimiento, habían decidido para él aquel destino. Ahora comprendía tantos años de presión en los estudios, tantos ciclos de descargas intermitentes con reseteos controlados por el Maestro, tantos aislamientos eternos en la Gran Esfera. Le dijeron que sería enviado. La combinación infinita de exponenciales vibraciones de marcas indelebles en el espaciotiempo le haría saltar a más de seis mil años luz hasta permutar sus atrones en una irradiación visible para los habitantes del mundo destino. No haría nada más. Solo ser notado durante unos instantes por los elegidos de la presunta civilización. No creía estar en posesión de los méritos para tal hazaña y, menos aún, tener el coraje suficiente para saltarse la Ley de la No Intromisión. Argumentaron, para ganarse su complicidad, que no era el único, que, como él, otros estaban ya preparados, y que tenían las mismas dudas. Aquello no lo consolaba. Engañaría, mentiría, solo por el bien de la especie, cuando intuía, muy en su interior, que, por culpa suya, llegaría la destrucción de otras muchas. El subplano cibernético para el viaje y la suplantación de materia estaba a punto de entrar en fase con la Avalancha. ¡Cree y crea!: al menos no le pedían su sacrificio. Todo sería nada antes de él. Todo era nada sin él. Y asintió, un un antes de ser uno.
Kilos, kilómetros, kolokómetros, la ruta del desastre, a la que todos se apuntan sin pensar en la consecuencias, que suelen ser irreversibles e irremediables. Tanto kolomolo que te como lo que quieras porque quedan pocos días de vida y estos pasan muy rápido, ultrarrápido, que me echo a la nariz todo lo que pille, al gaznate todo lo que no atragante y a las venas todo lo que no sea rastreable. Pumba pumba chaka chaka, que no me des la chapa, que si no puedes seguir mi ritmo quédate panza arriba bajo el sol viéndolas venir, que yo sigo noche tras noche, que paqué dormir si cuando duermo me lo pierdo todo. Que qué música, que qué pibón, que qué buenos colegas que me pasan el costo, que para la meta mejor con tíos y tías no conocidos, que todos nos conocemos y se nos va la lengua. Que vomites te digo pameterte más, que nunca es suficiente y cuando el travelo se dé cuenta que se ha dejado manosear por una escoria como tú me va a venir a dar el cante y amenazarme con contárselo a mi niña de fijo. Que me da igual quedarme sordo que lo que mola es la vibración de los pulmones y el estómago, que lo de la pilila que no se te levante ya habrá remedio cuando te pase el mono. Y no pienses en volverte para casa y que te pillen los maderos y a lo que les digas con las pupilas dilatadas no se van a creer lo que les cuentes y encima se van a querer quedar, decomisar dicen ellos, con todo el material pa colocarse en sus ratos libres que son muchos. Suda sudadera que me la suda que pases de mí para darles picos a todos los machos del lugar que para eso tengo resistencia para tres o cuatro días más sin dormir, que para eso no curro y me despabilo pronto con un rezbul pa seguir pribando. Que me queman los ojos pero lo importante es no cerrarlos para ver luces innecesarias, que hoy estoy aquí contigo que mañana no sé dónde estaré, a lo peor en gayumbos y con un tatuaje de más o sin cartera y sin manera de volver a casa a no ser que sea andando o tirando de dedo, que fijo que no me coge nadie. Venga, pásame el chunda chunda chunga jajajá que me parto el esternón. Que no sé pa qué me estás gritando si con esta música tan disparada no me entero. ¡Sigue bailando o saltando o arrastrándote por el suelo que da igual que todos son colegas y hacen lo mismo esmirriao!
Quedaban momentos mágicos. Perdonaba los desajustes. Obligaba la mansedumbre, y las Leyes, que siempre oprimen, pero que no era capaz de desobedecer. Le habían dicho que existía la intuición, el instinto, y él siempre había achacado sus momentos de vehemencia a algún cortocircuito subneuronal. -Mis padres no quisieron decirme nada hasta que yo lo descubriera por mí mismo. Siguió colocándose los calcetines, antes de enfundarse los pantalones elásticos, para así pisar el suelo helado sin temer un resfriado. Después, la blusa iridiscente, también elástica, que resaltaba su flacura y flacidez. -Pero estás aquí, vistiéndote frente a mí, sin temer que descubra tu secreto. Tenía poco tiempo porque, concentrándose en el horario, le apisonaba el paso de las centésimas de segundo. Insertando ambos pies en los deslizadores antigravimétricos mientras enguantaba sus esqueléticas manos, se percató de que no servía de nada el fuego cruzado de sus miradas. Los sensores moleculares, ubicados en las yemas de los dedos, la estaban estudiando, explorando, juzgando, sintiendo, con la mano enguantada. Y no necesitó más que tres nanosegundos para decidir la sentencia: Ella sería perdonada. -¿Dónde vas, cariño? -A una cita importante. Recoge tus cosas y vete. Me ha gustado hablar contigo. -No sabía que solo vine a hablar. La volvió a mirar por última vez. Aún se preguntaba por qué estaba totalmente desnuda. Pero cuando atravesó el umbral de la puerta de su reducto para la recarga, la había olvidado. El brillo plateado del suelo, desde su altitud hasta el nivel cero, se opacó, y se disgregó el horizonte, difuminándose el punto focal, por lo que se acopló la visera y se deslizó. Sin esfuerzo, dejándose llevar, fluyendo. -¿Has logrado perdonarte? ¿Perdonarme de qué? ¿Por qué? Da igual. No respondas. Ya llego tarde.