La Multitud

 

Esta vez mi paciencia ha sobrepasado su límite.

Esta vez he conducido un centenar de kilómetros para llegar hasta aquí, al culo del mundo, donde nadie me vea, donde no exista gloria ni alarma en lo que voy a hacer. Donde nadie ni nada, salvo el viento, intente detenerme y me haga repensar mi decisión.

Esta vez el borde del acantilado está a mis pies, en la semioscuridad, con las olas allá abajo, adivinadas por el sonido relajante de sus rompientes.

Esta vez he saltado.

Y el pitido del aire acelerado ensordece mis sentidos, cerrando los párpados, notando la presión de la velocidad en mi cuerpo que cae descontrolado.

Esperando el impacto. Esperando el click del apagado.

Y los segundos se hacen eternidad. Y otra vez estoy empezando a impacientarme.

Pienso, demasiado tarde, que voy a aplastar a algún habitante de las rocas, o a varios, con el guiñapo en el que me voy a convertir.

Y creyendo que ya está aquí el silencio, un murmullo gratificante me sorprende.

Pero, ¿qué hace aquí tanta gente?

 

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Manifestándose

Reía y producía endorfinas a toneladas para que me escucharais, pero me rebajabais la autoestima con el peor de los insultos: La indiferencia.
Cuan equivocado estaba creyendo que no os fijaríais en mí cuando podíais localizarme en la distancia si teníais una buena pituitaria. Lavarse siempre ha sido un acto fundacional, y yo, que me considero un antisistema, me lavaba lo justo y necesario.
Según daba un paso, os ibais separando a ambos lados, y yo me carcajeaba cada vez más, y se despegaba mi ego a niveles estratosféricos cuando intentabais encontrar, sin conseguirlo, el origen de aquel olor nauseabundo, a la par que tapabais vuestras narices con mangas, manos o pañuelos. Y seguía riendo, antes de que os percatarais de mi existencia, antes de que dedujerais que en el más allá no necesitamos lavarnos porque es así como nos manifestamos desde el inframundo contra las injusticias de vuestro mundo.

 

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Poema muerto de un vivo eterno

 

Tengo una vida.

Una vida de vidas.

Vidas debidas

a las vidas vivas

de otras vidas

que me mantienen con vida

en esta muerte eterna que vivo.

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(Fotografía: © Luis Leo Photos)

Refunfuñando

 

No conseguía escuchar el tic tac del reloj. Algo lógico cuando se daba cuenta de que era un reloj digital el que pesaba en su muñeca izquierda. Y refunfuñaba. Echaba de menos dar cuerda por la noche al reloj que había heredado de su abuelo, que en paz descansara.

No conseguía encontrar, discernir, ningún olor en la casa. Totalmente inodora. Y refunfuñaba. Echaba de menos el pestazo de los callos que cocinaba la abuela. Y echaba de menos las reuniones familiares en torno a la mesa, para comérselos.

No escuchaba maullidos ni ladridos ni alboroto de niños, como antaño. Y echaba de menos las correrías con sus primos, y los mordiscos del pequeñajo Petronio. Y la risa le sobrevenía con la ocurrencia del nombrecito para el perro del Tío José. Pero ahora todo era silencio. Sepulcral. Y refunfuñaba para escuchar sus propios bufidos de desdicha.

Y con cada paso crujían los listones de madera bajo sus pies, con miedo a que alguno se quebrara y cayera todo su orondo peso al vacío del primer piso, clausurado por la plaga de carcoma.

Refunfuñaba, refunfuñaba y refunfuñaba. Hasta que decidió calmarse porque dedujo que con la mala sangre no perjudicaba a nadie salvo a él mismo.

Y aún no sabía qué hacía recorriendo las habitaciones de la casa de su infancia.

Y aún no sabía qué hacía martirizándose pensando en esa vida que nunca volvería.

Y aún no sabía qué mal había hecho para merecer ese castigo. Ese castigo eterno.

 

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Los supermurientes

 

Mataban para sobrevivir. Sin prisa. Con calma. Meticulosamente. Estudiando, por supuesto, cada detalle de la infamia. Esperando el segundo exacto para asaltar, sin piedad, a sus víctimas. Logrando que nada ni nadie se interpusiera en su camino a la barbarie. Haciendo que el exterminio fuera su obra maestra, su continua e incesante obra maestra. Y mientras actuaran en grupo la hecatombe tendría sentido. Porque el individuo sobraba, siempre sobraba, y era asimilado o aniquilado. O eras ejecutor o eras víctima, sin término medio. Y disfrutaban de la magia de la muerte. Su magia. Hasta que ese hechizo desaparecía con los primeros rayos de sol. Cuando la luz del día los catapultaba a la oscuridad de la inexistencia.

 

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(Supervivientes: Aquellos que mantienen o prolongan su vida.

Supermurientes: Aquellos que mantienen o prolongan su muerte.)

 

 

Amargo sollozo

Aquella noche no había podido pegar ojo.

Con la sensación extraña de que la estaban observando. Sin ser capaz de delimitar entre el tiempo de la vigilia y del onirismo. Con los dos ojos abiertos en la oscuridad pero sin poder ver nada, atenta a cualquier punto de luz que pudiera hacer estallar su imaginación, demasiado calenturienta a veces. Atenta al menor susurro para convencerse de que la hablaban desde el más allá.

Y cuando puso los pies en el suelo, antes de acoplarlos a las chanclas, mirando a los rectangulitos de luz que se escapaban por la persiana, dejando marcar las nalgas desnudas con el borde del colchón sin sábana, la invadió la pena y el sollozo.

El más agrio sufrimiento pensando en lo que estaba a punto de suceder. El enfrentamiento más cruel con las mentiras, la envidia, el egoísmo, la maldad de los que esperaban ahí fuera: Los vivos.

 

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¿Y si no hay nada?

¿Y si más allá no hay nada? ¿Y si mis esperanzas de volver a verte están basadas en un hecho jamás probado? ¿Y si tenía que haber aprovechado la última vez que te vi? ¿Para pedirte perdón? ¿Pero no solamente con palabras? Temo que tu recuerdo me abandone. Temo tanto al paso del tiempo, implacable, porque el tiempo no será nunca más mi aliado. No volverá jamás a eternizar nuestros instantes sublimes. No volverá jamás a ser testigo activo de nuestro amor.

 

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