Archimaldito


Estoy acostumbrado a que me pregunten por qué me llamo Archimaldito en mi ámbito artístico.
Y yo, con una sonrisa, suelo mezclar muchas historias, auténticas todas, que me hicieron adoptar ese nombre o apodo por el que soy conocido en algunos círculos literarios y artísticos.
Pues bien, he de decir, y escribir, que la aventura vital que me llevó a buscar un sobrenombre que me identificara se remonta a más de veinte años.
Haciendo un ejercicio mental me vienen recuerdos de las decenas de veces que me presenté a certámenes literarios relacionados con el género de la ciencia ficción, en una época en que no existía Internet ni nadie imaginaba lo que se avecinaba a la vuelta de la esquina espacio-temporal, en un rito continuo de fotocopias y envíos postales a editoriales, de las que recibía cartas de reconocimiento positivo sobre mi calidad literaria y el nulo interés comercial que lanzaban mis novelas cortas y largas. Y con ellas, el subsiguiente impulso de tirar la toalla para siempre. Pero mi positivismo innato me hacía imaginar que, en definitiva, era un escritor maldito y que, algún buen día, sería comprendido.
Luego, y entre medias, vino mi tercer viaje a Perú, en el cual conocí a mi familia política, y en el que escuché, en cierta zona de Lima, por primera vez, el adjetivo «archimaldito» para describir una situación o a una persona positiva, lo que en España describiríamos con la palabra «guay» o en algunas partes de  Sudamérica como «chévere». Y me quedé con la copla.
Después, cuando apareció, poco a poco, Internet en mi vida, se me ocurrió la feliz idea de intentar salir del bloqueo en el que me encontraba, aprovechándome del posible interés que pudiera tener mi «obra» entre los internautas, subiéndome al carro de los blogs, que tantos adeptos tenían ya en el mundo. Y claro, tenía que buscar un nombre que me distinguiera entre tantos y tantos autores, porque Jesuses Fernández había ya muchos, y se me encendió la idea de aquel nombre que echaría para atrás a cualquiera, por lo poco atrayente. Y lo tecleé en el ordenador y ¡albricias!, no había nadie en el mundo al que se le hubiera ocurrido llamarse así. Y me dije «este es pa’ mí».
Así que desde ese momento, el blog sería Archimaldito, y todo lo demás que tuviera que ver con mi faceta artística, por poco exitosa que fuera.
De ahí viene el doble sentido que quise imprimir a mi apodo.
¿Maldito?, no, mucho peor: Archimaldito, el más maldito.
Pero, a la vez, para contradecir lo que mi nombre pudiera denotar, quise llenar el contenido de positivismo, de luz, y el continente, o sea, mi vestimenta y mi aspecto, de colores y de brillos, algunas veces contradictorios con el buen gusto estético, según la ortodoxia que alguien debió de imponer en no sé qué momento histórico de la humanidad.
Pues bien, han pasado casi 6 años desde que me subí, por primera vez a un escenario, y se vuelve a repetir la historia del Archimaldito escritor. Continuas alabanzas sobre mis actuaciones, que si soy un genio, que si no se ha visto nada igual, que si tanta originalidad, que si soy una figura culminante de la cultura underground, que si tal o que si cual, pero sigo como siempre: Nadie me publica, nadie me contrata, nadie me solicita para alguna colaboración o algún certamen artístico o literario. El maldito escritor se ha convertido en un maldito artista por el que pasa el tiempo sin pena ni gloria, al que le ha llegado demasiado tarde el tiempo de demostrar lo que vale y lo que puede ofrecer.

Hace una semana, alguien, que me había visto actuar, por primera vez en su vida, me dijo: «Eres un genio, qué pena que te esté llegando el éxito demasiado tarde.»

Pues eso. El tiempo pasa y mi vida también. Debo de aprovecharla de otra forma.

Los que quieran, sabrán encontrarme.

Jesús Fernández de Zayas “Archimaldito”, en Aranjuez, a 1 de mayo de 2022.

Critica, critica

La crítica gratuita, destructiva e infructuosa está al orden del día.
Si hubiera hecho caso a todas las personas que han intentado hundirme con comentarios despectivos o, lo que casi es aún peor, con la indiferencia o con la mirada por encima del hombro, no hubiera llegado a lo que soy hoy: una persona feliz.
Al principio eran mis pintas, después mi forma poco ortodoxa de cantar, luego que si la gracia la tenía en el culo o si no era un cantautor pues solo versionaba, y mal, canciones que nadie conocía o, por el contrario, manidas, pero, fuera como fuera,  nunca al gusto de todos.

Hasta que llegó el día de hacer oídos sordos a los comentarios y ojos ciegos a los malos gestos y decidí hacer, literalmente, LO QUE ME DABA LA GANA.

Y así empecé a ser considerado como una figura underground, original, dentro de mi poca originalidad, y sorpresiva. Y Archimaldito empezó a ser echado en cuenta y a ser, como he escrito al principio, feliz.

Pero feliz, no por ver alimentado mi supuesto egocentrismo, sino porque me di cuenta que daba felicidad, aunque fuera a unos pocos.

Rompecabezas

Mis pulmones funcionan a pleno rendimiento y mi corazón percute con latidos acompasados pero que se vuelven frenéticos cuando mis pensamientos, sentimientos y hechos claman libertad.

Tengo razones para pensar que aún no soy libre y que los embaucadores digitales están aprisionando mi intelecto mientras intentan llevarme por los derroteros del colectivo alienado.

Hay demasiadas señales de desasosiego que me alarman sobre los próximos precipicios. Pero es tan larga la lista de las cosas que tengo que cumplir para mi propia supervivencia que me desentiendo de ellos. Y cuando estoy estable, vuelo, en sueños, o en otras realidades, como la que me hace creer que puedo ser artista o que puedo aportar algo al ingenio humano.

Mientras que llegan las respuestas, grito.

Mientras que llegan las respuestas, respiro controlando el final de otro ciclo, el de la madurez.

Mientras que me hago más preguntas, suavizo los altibajos emocionales con los intentos de resolver el rompecabezas en el que me estoy convirtiendo.

Performer

Escribo tanto que no tengo tiempo a publicarlo y, mientras, lo guardo en notas en papel dispersadas por la casa o en mi lugar de trabajo, y allí, como hojas caídas en otoño, aplastadas entre libros o cuadernos releídos, dejan madurar sus palabras, con la intención de que las ideas expresadas provoquen efervescencia en mi psiquis que valga de aviso para volver a rescatarlas.

Y mientras me quedo con los vacíos llenos de mecanicismo laboral, llenos de actos de supervivencia. Deseando que me sobrevenga el estado de dependencia creativa.

Y los ojos, con su punto de visión dirigido a objetos inexistentes. Y las olas de voltaje sensorial que rompen en mi muro mental, tan proclive a ser derribado, me horrorizan y me embaucan a partes iguales, disimulando las pequeñas implosiones con la percepción de la obra de otros artistas, mientras las absorbo y las mimetizo con mi propia percepción de las cosas y de las no cosas.

Y siempre, el agobio continuo por no poder detener el tiempo, que es siempre tan veloz que me siento desamparado ante la idea de que nada sea eterno.

No quisiera tomar nunca como propias las palabras que escuché el otro día de un “performer” o interpretador de la vida y del arte encerrado en esa vida: “No soy un artista, soy un poeta”.

Esas palabras no me valen, pero aun teniendo claro que no me las puedo, ni quiero, aplicar, me hieren demasiado. Y cuando deje de escribir ahora, dentro de un instante, volveré a rebuscar mis hojas caídas de otoño. Volveré a rescatar aquellas palabras escondidas para hacerlas visibles a otros ojos, para que ellos las llenen de sentido y hagan que mi vida tenga, otra vez, sentido.

 

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(Fotografía de Jesús Fdez. de Zayas «Archimaldito»)