En la trastienda de mi desesperación acudo a los recuerdos de hechos fútiles, tan livianos como mi paciencia con los demás, con esos prójimos que están siempre muy lejanos. Y la paciencia infinita corroe la pequeña parte de egoísmo que queda en mí. Y asumo la desesperanza, el no fiarme de nadie ni de nada que provenga de humanos, porque la mente me lleva a revivir la inacción de tantos y tantos inútiles y mediocres. Y llego a dudar que aquellos recuerdos existan, que no sean más que memorias implantadas por los miembros del poder oculto que maneja y diluye todo. Tampoco me fío de mí mismo, pues son tantas veces las que he fallado que he traicionado a mi animalidad, ya que mi humanidad la he perdido. Los hombres me explican cosas, pero yo no las entiendo. Creo que, al fin, no soy nadie. Y duermo, claro que duermo. Aunque creo que, más bien, me hago el dormido.
Desde lo más insano de mi corazón me desespero en la sinrazón. Tengo miedo de fallarme. Tengo terror a huir otra vez para excusarme.
Soy frágil, en el fondo soy frágil. Nada hábil, nada tierno ni agradable. Y no merezco nada que no tenga, como una vida donde adormezco, y aunque a veces me crezco, sufro parálisis de autoestima, sufro y lucho con mis inseguridades, tantas que ya no sé dónde están los aciertos.
Voy a llorar otra vez. Voy a suplicar otra vez. Voy a tener que vivir la pesadilla otra vez. Y me pregunto cuándo acabará el ciclo infinito, porque no sé salir de la espiral del desánimo.
Tanto desamor, tanta hipócrita maraña de sentimientos, tanta podredumbre de pensamientos. Necesito respirar, aun sabiendo que al hacerlo me enveneno. Necesito lidiar con mis neuronas y luego desconectar.
En la insaciable eternidad, en su utópica búsqueda, andamos inmersos para no deshonrar nuestra propia memoria, nuestros próximos recuerdos no fraguados. Liberando energía constructiva en el intento de no ser abandonados en la nada, clausurando puertas para que la amnesia no invada nuestro santoral de vivencias. Elucubrando, durante toda una vida, sobre la perennidad de nuestras huellas, esforzándonos en la esperanza continua de un legado en proyecto. Tramando y tratando vivencias comunes con nuestros prójimos para que ellos prolonguen nuestra presencia en el mundo sin nuestra existencia. Con el temor y el terror a lo fútil de nuestras experiencias.
¿Por qué no damos opiniones sinceras sobre muchos temas? Siempre se dice aquello de «en público no hables ni de religión ni de política ni de fútbol». Yo añado que ni de sexo ni de alimentación. Pero bueno, nos autocensuramos para no caer en el bucle infinito de la controversia, la polémica, la discusión. Para no ser señalados a nuestro paso por las conciencias cobardes que prefieren el conformismo. Para que nuestras ideas, sobre cualquier tema, no influyan en nuestro trabajo, en nuestras relaciones sociales cotidianas. ¡Y así nos va! Tenemos que esperar cuatro años (oficialmente, en España) para dar a conocer nuestra opinión y de tratar de imponerla a los demás con el rito del voto en unas elecciones políticas. ¿Y si ninguna opción te representa? ¿Te quedas callado y aguantas los embates del borreguismo humano? Yo me niego. Me niego a censurarme y a que me censuren. Aunque me encerraran en una cárcel, aislado a cien kilómetros bajo tierra, y tiraran la llave, amordazado y sin luz ni agua ni alimentos, mi mente seguiría siendo libre, y mi conciencia, y pensaría en mi derecho a ser auténtico conmigo mismo, a no traicionarme ni anularme. Por eso no quiero callar ni de palabra ni de acto. Soy libre.
Te han estado preparando desde hace tiempo, introduciendo en tu vida recursos e instrumentos de entretenimiento para que te hagas adicto a su presencia subliminal. Luego llegaron las Redes Sociales y todas las Aplicaciones para teléfonos inteligentes y ordenadores para que, con su utilización, te creyeras que tú, que tienes poco tiempo para explotar tu creatividad, podrías crear con su ayuda, contenidos que te hicieran visible y gustable por parte de los demás usuarios de este nuevo opio del pueblo. Pero cuando ya te has dado cuenta de que es algo más que utilizar filtros para vídeos y fotografías, algo más que recrear los cuerpos, los rostros y las voces de seres humanos, con las consiguientes asombros y risas (y temas de conversación en tu vida tan insulsa y vacía de contenido real, por preferir hacer vaguear a tu cerebro), es demasiado tarde. La industria del entretenimiento ha difundido estas prácticas hasta el hartazgo y se ha dado cuenta que es un recurso que se ha convertido en un arma de doble filo que está a punto de cortarle elgaznate.
John Connor, hijo de Sarah Connor, es el líder de la Resistencia Humana (Tech-Com) durante la guerra contra las máquinas controladas por Skynet en la película Terminator.
No pretendo ser Sarah Connor ni, menos aún, su hijo, pero creo que es necesaria una resistencia contra las máquinas impersonificadas por la IA. No lo digo en forma de destrucción ni sabotajes sino con el boicot a sus productos y subproductos. Los contenidos del futuro deberán llevar una etiqueta, visible o invisible pero rastreable, de que han sido realizados por humanos, para que sean valorados, en su justa medida de trabajo, sacrificio y esperanzas, y se deseche la opción de los Artificiales. Es una idea que «pongo encima de la mesa», para que otros la apoyen y la llevemos a cabo.
Cuaderno de viaje, 10 de marzo de 1994. 6:36 de la mañana. Hotel América, Lima, Perú.
Dice Yogananda en sus Máximas lo siguiente: «La muerte nos enseña a no depositar nuestra confianza en la carne, sino en Dios. Así pues, la muerte es una amiga. No deberíamos lamentarnos impropiamente ante la partida de nuestros seres queridos. Es egoísta el desear que permanezcan siempre junto a nosotros, para nuestro propio placer y solaz. Deberíamos, más bien, regocijarnos ante el hecho de que hayan sido llamados a continuar avanzando hacia la libertad del alma, en el nuevo y mejor ambiente del mundo astral». Estoy totalmente de acuerdo con él. Acabo de leer esta «máxima» hace escasamente un minuto y me ha impactado el que refleje, sin haberla conocido antes, mis pensamientos al respecto.
Últimamente mi obsesión por el apego-desapego me ha hecho esforzarme en distinguir lo que podría estar indisolublemente unido al significado del amor. Me explico: si tú amas a una persona y esta, por cualquier circunstancia, muere, sufres por su pérdida y no por su destino. Si yo sé que va a un «lugar» mejor, ¿por qué tener pesar? ¿La quiero o no la quiero? ¿Quiero su bien, su felicidad, o no los quiero? ¿Pienso en mí cuando la echo de menos y sufro por ello? Me he creado un apego, algo egoísta.
Apego, de ego: para mí, en mi interés. Amor, entrega, búsqueda de lo mejor para las otras personas (y demás seres animados e inanimados). ¿Se ve la diferencia?
Si desarrollo la capacidad o el sentimiento del desapego, no tengo por qué estar traicionando, en manera alguna, mi facultad de amar. Aunque ame a algo o a alguien, esa energía constructiva del Amor se la transmito tanto en vida como en muerte.
Otra cosa bien distinta es encariñarme a ese algo o alguien porque yo sienta felicidad haciéndolo. Mi felicidad, sin pensar en las del otro. En todo momento, debo intentar buscar, en mi relación con esa persona querida, su felicidad, sin esperar nada a cambio. Un Amor sin interés. Un amor no egoísta. Un amor auténtico. Tanto en la vida como en la antesala y paso a otra u otras vidas. El amor que hayamos sentido por la persona en vida no debe morir con su muerte. Debe prolongarse como si siguiera junto a nosotros.
Puede que tu vida sea un drama continuo. O puede que tu vida sea una comedia en la que todo tiene su lado divertido y, por ende, positivo. En ambas «tipologías» de vidas es necesaria la reflexión continua, para no caer en la rutina que nos lleve a vivir mecánicamente, con inercia pasiva hacia el final de nuestros días. Del drama se puede aprender: a superar los errores, a evitar caer en ellos, a desesperar de tal manera que caigas en un abismo sin fondo, pero con la esperanza de que aparezca en nuestra vida alguien que viva en la comedia y que nos rescate llevándonos a un espacio abierto en que podamos volver a respirar libres y felices. De la comedia se aprende: a observar los detalles ocultos de la vida que intentan socavar nuestra felicidad, para poder sortearlos, a relajar nuestro positivismo para tocar la realidad circundante e intentar cambiarla hacia algo mejor para los demás, o hacia algo aún mejor para nosotros mismos y salir, de nuevo, impulsados hacia un mañana de esperanza. Sea como sea, mirémonos en el espejo, cuando lo haya, o mirémonos en los ojos de los demás, para intentar comenzar cada nuevo día, con una sonrisa o, por lo menos, un esbozo de ella.
Es curioso que la gente no está acostumbrada a alguien que se salga de la norma. Yo lo hago en el pensar, en el hablar, en el vestir, en el votar. No sigo las modas, no me fío de las normas, sigo las leyes respetuosamente pero me pregunto por qué lo hago, miro a la gente y me resulta chocante que sigan suicidándose involuntariamente y cuando alguien les avisa de su error te miran como si estuvieran viendo un espectro o un ser venido de otro mundo, y se burlan creyendo que tienen la razón. Soy yo el que tiene que explicar por qué soy vegano cuando yo no pregunto por qué los demás comen cadáveres o explotan otras especies. Soy yo al que tratan extraño por trabajar como un poseso para llegar a fin de mes. Soy yo el que pierdo amistades cuando no alabo su mediocridad. Soy el que tiene que actuar ante la indiferencia o parsimonia de los demás cuando maltratan a una mujer, o a un anciano o a un niño o a un animal. Soy yo el que se queda observando a los demás cuando ellos no levantan sus ojos del móvil. Soy el que no ríe por peloteo ni diplomacia. Soy yo el que se sorprende cuando los demás no se creen que no hagas las cosas con un interés oculto o manifiesto. Soy yo el que mira a una mujer o a un hombre sin trasfondo sexual.
Soy yo el que no regala flores cortadas que morirán.
Soy el que se queda callado y meditabundo si no tengo nada que decir.
Por eso, callo mi lápiz ahora, para que no crean, las y los que me leen, que intento convencerlas y convencerlos de que me creo en posesión de la verdad o que todo es fruto de mi egocentrismo.
Es bueno inflarse para mantenerse vivo, tanto de mente como de espíritu o de alma, si es que los hay. Pero también es bueno soltar un poco de aire, de vez en cuando, para bajar al suelo y tocar tierra, la realidad, para que sepamos adaptarnos a ella, y así no solo vivir, sino sobrevivir.