Domingo

Acarició su pelo por última vez. Después le tocó los labios. Y con los dedos índice y pulgar le bajó los párpados.

Antes de abandonar la escena de su crimen, le pidió, susurrándole al oído, sabiendo que ya no oía, el perdón.

Extrajo la daga, con alguna dificultad, del esternón. El sonido de los huesos quebrados le devolvió a la realidad.

Corrió hacia la ducha y se limpió la sangre de manos, cara y pelo. Tuvo arcadas, pero el agua helada las controló.

Aun teniendo a su víctima en la habitación contigua, se vistió con parsimonia, frente al espejo de cuerpo entero.

Ajustó la pulsera de su reloj y, al ver la hora, salió despavorido, y con rostro desencajado, hacia su cita

En el trayecto echó unas monedas a un par de mendigos. Compensaba así su naturaleza maligna.

Antes de cruzar el umbral, se persignó. Y entró en la penumbra. La del lugar y la de su mente. Y aun así, sonrió.

Se colocó tras la última bancada de feligreses. Y, rodilla en tierra, pidió, de nuevo, perdón, por el nuevo pecado.

«Seguro, Señor, que me lo perdonas. Y más aún hoy. Este domingo. El de tu Resurrección.»

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