No importaba

Había olvidado la muerte, tan habitual en la barbarie provocada por otros, cuando le pagaban para ensalzarla, disminuyendo la demografía de una población con sus artes mortuorias, cuando su imaginación desenfrenada se volcaba en la construcción del arma definitiva, había olvidado la muerte.

Porque cuando volvía al lugar destruido, arrasado por la onda expansiva, para rematar cortando el gaznate a los que siguieran vivos aún, mirando a los ojos de los difuntos que dificultaban sus pasos y a los que había sorprendido la hecatombe en plena calle, y en las casas, donde los niños seguían mordiendo las tetas quemadas de sus madres, donde los amantes yacían con sus pieles fundidas por el calor infinito, no reconocía a la muerte.

Y cuando volvía al mundo de los vivos, para cobrar el pago de su virtuosismo, no reconocía la vida.

No importaba, le pagaban bien, aunque no le importara la riqueza ni la fama ni el poder que fluía desde sus manos, desde su mente negra.

Solo quería sentirse solo, quería sentirse dueño de sí mismo y de todos los habitantes del planeta, antes de que el planeta, su planeta, no existiera.

 

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Foto por Jesse Koska desde FreeImages

Guinness World Record

Evitaba eliminar a más de uno al mismo tiempo. Entre uno y el siguiente quería parar para vomitar, pero no lo hacía porque el tiempo apremiaba y porque debía cumplir las reglas. Sabía que batir el récord era posible.

Al jurado, sentado frente a él en el anfiteatro, presenciando la escena sin moverse, no parecía que le influyera demasiado el método utilizado. Lo importante era que cumpliera su objetivo.

El silencio solo se rompía segundos antes de cada ejecución. Cuando la víctima, con la boca amordazada, los ojos cegados por anchas vendas opacas y las extremidades inutilizadas con bridas, notaba el frío del metal en su gaznate y emitía un pequeño gemido antes de ser sajada, a un volumen tan bajo que la siguiente no se percataba de que era la próxima en caer.

Y así una tras otra, a una velocidad increíble, con un virtuosismo desconocido.

Cuando terminó, tuvo que descalzarse. Dejó caer el arma aflojando la tensión de su mano derecha, sin ruido estrepitoso, pues la abundante sangre en el escenario amortiguaba el impacto. Bajó los escalones, que continuaban calientes, pues habían sido pisados por demasiados pies camino al cadalso.

Se dirigió a la tribuna donde esperaban los jueces. Y escuchó. Y uno tras otro aplaudieron rabiosamente. Y su rostro mostró la más absoluta felicidad.

Había conseguido batir el récord: Ahora sería el asesino en serie más famoso de la Historia.

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El respeto

En aquella ocasión mi víctima imploraba clemencia cuando mi resolución irreversible de cortarle la yugular se veía incrementada exponencialmente con cada lágrima que caía sobre las baldosas blancas de la cocina sobre las que estaba arrodillada. 
-Dígame: ¿Cuál es su último deseo? (…) ¿Perdone? ¡No la entiendo! ¡Deje de gimotear que me va a dar igual!
La juré y perjuré que el sufrimiento sería mínimo pues no me gustaba hacer prolongar un final que ya estaba predicho.
Al no recibir respuesta inteligible de ningún tipo, di por hecho que lo que quería era acabar cuanto antes, como yo.
-Yo trato bien a todo el mundo, incluso a los niños muy pequeños. ¿Tiene usted hijos?
Un silencio, que no me esperaba, me confundió.
Ella apartó su mirada enrojecida y se traicionó con un reojo hacia el pasillo que daba al salón. Y agudicé mi oído.
Sonreí.
-A todo el mundo lo trato de usted.
Bajé mis párpados y me concentré en la respiración entrecortada que llenaba la penumbra.
Y, de pronto, habló, calmada, segura, convincente.
-Como le hagas daño, te mato.
La miré fijamente y ella no pestañeó.
-Yo trato bien a todo el mundo.
Observé el filo del cuchillo que blandía en mi mano derecha y aflojé la tensión en la otra mano que agarrotaba su larga melena.
Coloqué el arma sobre la repisa de la cocina, junto al microondas, y tiré del cabello para que me siguiera, aún de rodillas, por el corredor.
– ¡Ya puede salir usted de su escondite! ¡Salga usted, que no le haré daño!

 

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Ejecutor

Hería todo lo que podía. No lo que quería. Porque la circunstancia de no estar en guerra coartaba su ansia de ver sangre derramada. Era un soldado en ciernes, un guerrero en potencia, que se consolaba cometiendo fechorías de toda índole dirigidas a la estima de las personas con las que se cruzaba. Ya que no podía cortarles la cabeza, los insultaba cruelmente, anulándoles, primero, su capacidad de reacción, incidiendo, después, en cualquier defecto visible para agigantarlo y minar cualquier atisbo de autoestima que pudiera autocurar la incisión psíquica.
Se aprovechaba, en ese sentido, de los supuestos más débiles, niños, ancianos y algunas mujeres. Con los adultos machos no se atrevía porque la incapacidad de evasivas y de evasiones ante los de su género amordazaba la valentía aguerrida que se le presuponía.
La ley del más fuerte era válida cuando el único fuerte era él. Y si alguien se atrevía a proclamarlo como cobarde, se daba media vuelta y lo dejaba abandonado a su suerte, creyéndose triunfador en una batalla no finalizada.

 

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Los supermurientes

 

Mataban para sobrevivir. Sin prisa. Con calma. Meticulosamente. Estudiando, por supuesto, cada detalle de la infamia. Esperando el segundo exacto para asaltar, sin piedad, a sus víctimas. Logrando que nada ni nadie se interpusiera en su camino a la barbarie. Haciendo que el exterminio fuera su obra maestra, su continua e incesante obra maestra. Y mientras actuaran en grupo la hecatombe tendría sentido. Porque el individuo sobraba, siempre sobraba, y era asimilado o aniquilado. O eras ejecutor o eras víctima, sin término medio. Y disfrutaban de la magia de la muerte. Su magia. Hasta que ese hechizo desaparecía con los primeros rayos de sol. Cuando la luz del día los catapultaba a la oscuridad de la inexistencia.

 

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(Supervivientes: Aquellos que mantienen o prolongan su vida.

Supermurientes: Aquellos que mantienen o prolongan su muerte.)

 

 

Confesiones desquiciadas

¡Menuda singularidad más extraña! Yo, tan capacitado para asumirla y, sin embargo, tan incapaz para sortearla.
Y es que el extraño vaivén de los hechos zarandeó mis expectativas de casarme con la mujer más increíble de este lado del Universo. Tan inteligente y productiva que se la rifaban en, por lo menos, siete de las veinticinco civilizaciones tecnológicas más influyentes de las  dos bigalaxias más cercanas. Y tan rara la causalidad que la hizo fijarse en mí, y enamorarse después, que estoy casi convencido que todo formaba parte de un retorcido plan de esos alguien que todos sospechamos. Pero, mientras duró, lo disfruté. Hasta que tuve que deshacerme de ella.
Y aquí estoy, frente a su cuerpo marchito, tan deseado en otro tiempo, tan armonioso como su cerebro, que tuve el placer de degustar tras un certero golpe en el cráneo.
Pero ya me estoy cansando. No ocurre nada. Yo sigo envejeciendo y no ocurre nada.
Creí que la entropía del Universo se detendría, ipso facto, tras la parálisis de una de sus vidas más atractivas. Y no fue así. Ni siquiera yo he absorbido su inteligencia, y creo que se ha malgastado en la nada.
Creí que se repondría mi ya lejana astucia. Aquella que perdí en la lucha titánica contra el amor. Pero no. Sigo envuelto en una nebulosa de estupidez estéril.
Creí que los suyos me aceptarían como un igual. Pero son demasiadas veces las que me han matado. Aunque con la primera hubiera bastado.
Y mi ser, que ya es éter, se cansa de esperar, y son tantos los eones transcurridos desde mi vileza, que he perdido la esperanza de que se me desprenda esa insana certeza que corrompe mi definitivo adiós.
¡Menuda singularidad más extraña es el Amor!

 

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Asesinato

   Martin Sheo se disponía a aparcar su coche en el garaje particular de la módulo-residencia. Abrió el contacto de ignición y las ínfimas explosiones nucleares que movían el vehículo empezaron a reducirse paulatinamente hasta hacerse nulas. Dirigió el telemando eléctrico hacia el magneto de la plaza de estacionamiento y se produjo la atracción acompañada del deslizamiento sobre el pulimentado piso, yendo a parar frente a un digitocartel que señalaba el ensamblaje perfecto y la identificación del ocupante del automóvil.

   Sheo no tenía más que bajarse del mismo e introducir su tarjeta de claves en una ranura del digitocartel para accionar el seguro antirrobo. Recogió el portadocumentos que estaba sobre el asiento trasero. Los alumbradores del recinto se apagaron de pronto y un haz de energía dirigido surcó, durante milisegundos, el espacio que había entre la puerta de salida y Martin Sheo.

   Los dos minutos siguientes estuvieron llenos de silencio. La llegada de otro automóvil accionó de nuevo la claridad.

   Lo que antes fue un alto consejero, ahora no era más que un muñeco de carne sin vida.

 

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Harto

El maldito asesino acababa de abandonar a su reciente víctima a los perros de la noche, sabiendo que el olor del desventrado los atraería. Con sangre fría limpiaba el arma homicida y, mientras lo hacía, recordaba con sorna los lamentos de súplica del aterrorizado condenado.

Visualizaba ya la cara del próximo sacrificado en su ritual y se prometía que sería una mujer, porque ya estaba harto de buscarse en otros rostros masculinos, pues era eso lo que hacía al suicidarse, poco a poco, con cada vida que arrebataba.

 

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Domingo

Acarició su pelo por última vez. Después le tocó los labios. Y con los dedos índice y pulgar le bajó los párpados.

Antes de abandonar la escena de su crimen, le pidió, susurrándole al oído, sabiendo que ya no oía, el perdón.

Extrajo la daga, con alguna dificultad, del esternón. El sonido de los huesos quebrados le devolvió a la realidad.

Corrió hacia la ducha y se limpió la sangre de manos, cara y pelo. Tuvo arcadas, pero el agua helada las controló.

Aun teniendo a su víctima en la habitación contigua, se vistió con parsimonia, frente al espejo de cuerpo entero.

Ajustó la pulsera de su reloj y, al ver la hora, salió despavorido, y con rostro desencajado, hacia su cita

En el trayecto echó unas monedas a un par de mendigos. Compensaba así su naturaleza maligna.

Antes de cruzar el umbral, se persignó. Y entró en la penumbra. La del lugar y la de su mente. Y aun así, sonrió.

Se colocó tras la última bancada de feligreses. Y, rodilla en tierra, pidió, de nuevo, perdón, por el nuevo pecado.

«Seguro, Señor, que me lo perdonas. Y más aún hoy. Este domingo. El de tu Resurrección.»

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