Mi madre me lo advirtió. Me lo dijo tantas veces que ya no me hacía efecto su prevención.
-No la mires a los ojos, que te embrujará y no podrás zafarte de su hechizo jamás.
Mi madre, tu suegra.
Photo by Helmut Gevert from FreeImages
Mi madre me lo advirtió. Me lo dijo tantas veces que ya no me hacía efecto su prevención.
-No la mires a los ojos, que te embrujará y no podrás zafarte de su hechizo jamás.
Mi madre, tu suegra.
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En aquella ocasión mi víctima imploraba clemencia cuando mi resolución irreversible de cortarle la yugular se veía incrementada exponencialmente con cada lágrima que caía sobre las baldosas blancas de la cocina sobre las que estaba arrodillada.
-Dígame: ¿Cuál es su último deseo? (…) ¿Perdone? ¡No la entiendo! ¡Deje de gimotear que me va a dar igual!
La juré y perjuré que el sufrimiento sería mínimo pues no me gustaba hacer prolongar un final que ya estaba predicho.
Al no recibir respuesta inteligible de ningún tipo, di por hecho que lo que quería era acabar cuanto antes, como yo.
-Yo trato bien a todo el mundo, incluso a los niños muy pequeños. ¿Tiene usted hijos?
Un silencio, que no me esperaba, me confundió.
Ella apartó su mirada enrojecida y se traicionó con un reojo hacia el pasillo que daba al salón. Y agudicé mi oído.
Sonreí.
-A todo el mundo lo trato de usted.
Bajé mis párpados y me concentré en la respiración entrecortada que llenaba la penumbra.
Y, de pronto, habló, calmada, segura, convincente.
-Como le hagas daño, te mato.
La miré fijamente y ella no pestañeó.
-Yo trato bien a todo el mundo.
Observé el filo del cuchillo que blandía en mi mano derecha y aflojé la tensión en la otra mano que agarrotaba su larga melena.
Coloqué el arma sobre la repisa de la cocina, junto al microondas, y tiré del cabello para que me siguiera, aún de rodillas, por el corredor.
– ¡Ya puede salir usted de su escondite! ¡Salga usted, que no le haré daño!
Déjalo crecer: Se parecerá a su padre.
Déjalo crecer: Se parecerá a su madre.
¡No! Déjalo crecer: Se parecerá a sí mismo.
Y el amasijo de carne putrefacta hiriendo la sensibilidad de los que se asomaban por las ventanas de sus casas. Sin nadie que hiciera nada. Dejando, simplemente, que sucediera, como tantas veces, cuando las veces eran tantas.
Acostumbrados al olor, que se extendía por kilómetros, encontrándose con otros olores que venían desde kilómetros. Y dejando que se mataran, porque nadie castigaba.
Ya nadie lloraba. Lo podían ver allí o en las pantallas. No había casi diferencia, solo en el olor. Habían perdido sus almas. Y la Madre ya no se quejaba. Ya había perdido a todos sus hijos, y la Tierra era la Madre, cuando había sido padre y madre a la vez.
Comer, beber, dormir, matar. No había nada más. Ni siquiera supervivencia, ni siquiera defensa propia. La vida no engendraba valor para dar valor a la vida.
Y un día, como en un juego de palabras, como en un juego de estrategia, como en un juego sin niños, porque la inocencia no era más que una palabra vacía, llegaron ellos. Decían que desde las montañas. Lo decían incluso donde no había montañas. Y ellos empezaron a retirar las cenizas, el polvo que nadie tapaba ni enterraba. Y limpiaron de carne las calles, las sendas, los valles, los bosques, los océanos, los ríos, las grutas, las selvas.
Y después de la limpieza, que llevó siglos de constancia, de paciencia y de mesurada reeducación, se dirigieron, los que quedaron, al hogar del último recién nacido sobre la faz de la Madre. Sin importarles la especie ni la raza del neonato. Y cuando le dieron su bendición tras estudiar su espíritu limpio y libre, se reunieron en consejo, los pocos que eran, para mirarse a los ojos.
Y el más joven, que era extremadamente anciano, dijo, sin palabras, al más anciano, que era extremadamente joven.
¿Y si les decimos que no existe Dios y que son ellos los que deciden sus destinos?
Aún no tenía claro qué carrera universitaria empezar. Su padre la amenazó con ponerla a trabajar. No importaba. Tenía tiempo para pensárselo. Su madre acababa de dejarla, por primera vez, en la guardería.
Su hijo la miró a los ojos. Madre, te amaré siempre. La comadrona lo depositó sobre su vientre. Hijo, te amaré siempre. El bebé sonrió.
Me gustas por bella,
me gustas por suave,
me gustas por buena,
me gustas por madre.
Me gustas en cien y mil formas,
me gustas y nunca de ti tengo bastante,
me gustas porque me asombras,
y siempre de ti tengo hambre.
Creo que si te disparo, te liberaré del sufrimiento.
Creo que si te disparo, terminaré con mis remordimientos.
No lo haré. Sufrirás y sufriré.
Ya acabará con mis remordimientos tu madre, cuando me reviente la barriga con sus colmillos.
¿Por qué debo empezar nombrando a la persona que me trajo al mísero establo que es este mundo?
Por la muy sencilla y contundente razón de que ella ha sido la única mujer que me ha mostrado auténtico amor, sin interés alguno.
Ella escuchó desde el principio mis anhelos, mis inquietudes, mis dudas, y supo manifestar, en todos los casos, la solución más efectiva para mis estados anímicos. Ella supo ser el centro de mi vida durante los primeros años de la misma hasta que, por avatares del destino, la muerte la quiso arrancar de mi lado y se la llevó para siempre.
Ella era una mujer impresionante desde todos los puntos de vista. Altruista al cien por cien en sus relaciones sociales. Creo que no he conocido a nadie que antepusiera, como ella hizo, los intereses ajenos a los suyos propios. Y lo hizo con humildad, sin querer cobrarse jamás los intereses morales de sus acciones.
Inteligente en todos sus pensamientos y hechos. No sé de nadie que le echara en cara un mal funcionamiento de sus neuronas. Sin estudios básicos, ella predisponíase a la convicción de que de todo se aprendía. Aportaba a ésta el factor de su amor por la lectura. Leía todo lo que caía en sus manos, fuese del género que fuera, sin prejuicios sobre sus contenidos ni sobre sus autores, y estaba siempre al tanto de los acontecimientos mundiales y locales gracias a su amor por ese invento llamado radio.
Bella en demasía. Tanto, que éste era motivo de celos continuos por parte de mi progenitor, pues la admirable planta de mi madre, que sobresalía por encima de la media femenina del barrio en que estábamos asentados, se veía adornada por un llamativo y reluciente cabello rojo, que encendía, como fuego intenso con los rayos solares, o como brasas inextinguibles en los días apagados por las nubes, las pasiones de los hombres que se ponían en su camino. Su cintura de avispa y sus pechos prominentes le hacían feliz a mi padre en su contemplación, y le asignaban el papel de macho más envidiado.
Y sus ojos celestes. ¡Dios mío! ¡Qué ojos! A veces he sospechado que aquellas dos gotas de cielo eran las causantes de un hipnotismo que lograba de mí todo lo que se proponían. Decían siempre que yo era un niño muy obediente. Ahora dudo que fuera por mi propia voluntad.
Esos dos retazos de gloria me entregaron, en sus últimos momentos de vida, todo un legado de responsabilidades y de compromiso del que aún hoy, queriéndolo, no he podido desembarazarme: Con aquella última mirada me dijo que me amaría siempre, pero que yo debía hacerme merecedor de ese amor de una forma continua, pues ella, en su no presencia, me estaría verificando y apoyando.
(Nota: Éste es un relato de ficción. No es autobiográfico.)