Mamá

 ¿Por qué debo empezar nombrando a la persona que me trajo al mísero establo que es este mundo?

   Por la muy sencilla y contundente razón de que ella ha sido la única mujer que me ha mostrado auténtico amor, sin interés alguno.

   Ella escuchó desde el principio mis anhelos, mis inquietudes, mis dudas, y supo manifestar, en todos los casos, la solución más efectiva para mis estados anímicos. Ella supo ser el centro de mi vida durante los primeros años de la misma hasta que, por avatares del destino, la muerte la quiso arrancar de mi lado y se la llevó para siempre.

   Ella era una mujer impresionante desde todos los puntos de vista. Altruista al cien por cien en sus relaciones sociales. Creo que no he conocido a nadie que antepusiera, como ella hizo, los intereses ajenos a los suyos propios. Y lo hizo con humildad, sin querer cobrarse jamás los intereses morales de sus acciones.

   Inteligente en todos sus pensamientos y hechos. No sé de nadie que le echara en cara un mal funcionamiento de sus neuronas. Sin estudios básicos, ella predisponíase a la convicción de que de todo se aprendía. Aportaba a ésta el factor de su amor por la lectura. Leía todo lo que caía en sus manos, fuese del género que fuera, sin prejuicios sobre sus contenidos ni sobre sus autores, y estaba siempre al tanto de los acontecimientos mundiales y locales gracias a su amor por ese invento llamado radio.

   Bella en demasía. Tanto, que éste era motivo de celos continuos por parte de mi progenitor, pues la admirable planta de mi madre, que sobresalía por encima de la media femenina del barrio en que estábamos asentados, se veía adornada por un llamativo y reluciente cabello rojo, que encendía, como fuego intenso con los rayos solares, o como brasas inextinguibles en los días apagados por las nubes, las pasiones de los hombres que se ponían en su camino. Su cintura de avispa y sus pechos prominentes le hacían feliz a mi padre en su contemplación, y le asignaban el papel de macho más envidiado.

   Y sus ojos celestes. ¡Dios mío! ¡Qué ojos! A veces he sospechado que aquellas dos gotas de cielo eran las causantes de un hipnotismo que lograba de mí todo lo que se proponían. Decían siempre que yo era un niño muy obediente. Ahora dudo que fuera por mi propia voluntad.

   Esos dos retazos de gloria me entregaron, en sus últimos momentos de vida, todo un legado de responsabilidades y de compromiso del que aún hoy, queriéndolo, no he podido desembarazarme: Con aquella última mirada me dijo que me amaría siempre, pero que yo debía hacerme merecedor de ese amor de una forma continua, pues ella, en su no presencia, me estaría verificando y apoyando.

 

(Nota: Éste es un relato de ficción. No es autobiográfico.)

Mama

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