Parecer ser que, según avanza el día de actividad de una persona, la energía va menguando hasta acabar en mínimos. No sé si en esto también soy rarito pero a mí me ocurre lo contrario. Suelo despertar en un nuevo día con el ánimo renovado y, según haya tenido un sueño agradable y reparador o una pesadilla (generalmente relacionadas con mi trabajo, me imagino porque mi subconsciente sigue alterado con el estrés del día anterior), puede que mis amaneceres sean radiantes de alegría o, por el contrario, apagados como mis ganas de levantarme de la cama. Pero, sea como sea, me obligo a empezar mi actividad «con lo puesto». Y, según avanza el día, me voy positivizando hasta ver las cosas de otra forma, con pensamientos más constructivos. Haya empezado mi jornada superanimado o, por el contrario, superdepresivo, las experiencias profesionales y personales que vaya teniendo a lo largo del día me van recargando las baterías de la mente y el corazón. Realizar mi trabajo con una buena actitud y una mejor aptitud. Relacionarme con nuevas personas cada día. Relajarme y expandirme escribiendo o actuando. Todo esto, y mucho más, hace que esté con el ánimo y la mente en un estado exponecialmente ascendente en positivismo que me hace desear, a veces, que el día tenga treintaiseis horas o más. Pero sigo estando en el Planeta Tierra y aquí los días tienen veinticuatro horas y siempre hay que desconectar un poco para recargarnos en el sueño, ese apagado momentáneo.
Cuando estuve estudiando Ciencias Geológicas en La Rábida (Huelva), en la Universidad de Sevilla (18 a 20 tiernos años), no estuve viviendo en la casa de mis padres, pues compartía una casa con otros estudiantes. En esa época empecé a vestirme con complementos y colores llamativos. En los intervalos vacacionales, en la que volvía a vivir bajo techo paterno, la censura era tal que tenía que volver a vestir de una forma seria y estándar. Mi padre me llegó a decir que si seguía con mis «mariconadas» me tendría que ir de su casa. Acaté los deseos de mi padre por amor y por respeto. Yo le decía que no era gay (maricón en aquella época) y él me decía que no importaba lo que fuera sino lo que aparentaba. Cuando me casé tuve un poco más de libertad en el vestir, pero no demasiada porque mi pareja es una persona muy clásica y reservada. Podía poner algún toque de color o de brillo, pero no demasiado. Yo era «don camisetas» porque siempre me han gustado por su versatilidad y comodidad. Y en el año 2016 vino la explosión. Mi padre murió en julio y la depresión y la tristeza me hundieron. Mi hijo, músico, compositor y cantante, me animó a acompañarle en sus primeras actuaciones en jam sessions y performances (en La Juan Gallery) y se me abrió un nuevo mundo para alguien tan melómano como yo. Y empecé a retomar mi libertad en el vestir. Al principio, mezclando mi vida familiar con la artística, hasta que mi esposa me hizo ver que debería dejar aparcado el personaje Archimaldito cuando estuviera con ella y sus amistades. Lo comprendí y solo me visto así o cuando estoy solo, o cuando voy a actuar (si ella me acompaña me apoyo en su buen gusto para combinación de prendas o colores). Muchos creen que visto así por destacar o llamar la atención. Pero como le expliqué a mi hijo, en un WhatsApp, recientemente, después de haber ido a una muestra de arte performativa, en la que conocí a su novio: «Espero no haber sido un pelmazo. Y siento haber ido con mi outfit. Solo me lo quito cuando voy con Mamá o trabajando. Lo digo porque hay sitios en los que parece que quisiera llamar la atención. Paso de eso. Me siento libre vistiendo a mi manera.»
Esa es la razón principal: Me siento libre. Y mientras pueda conservar ese retazo de libertad personal seré un poquito más feliz.
Estoy acostumbrado a que me pregunten por qué me llamo Archimaldito en mi ámbito artístico. Y yo, con una sonrisa, suelo mezclar muchas historias, auténticas todas, que me hicieron adoptar ese nombre o apodo por el que soy conocido en algunos círculos literarios y artísticos. Pues bien, he de decir, y escribir, que la aventura vital que me llevó a buscar un sobrenombre que me identificara se remonta a más de veinte años. Haciendo un ejercicio mental me vienen recuerdos de las decenas de veces que me presenté a certámenes literarios relacionados con el género de la ciencia ficción, en una época en que no existía Internet ni nadie imaginaba lo que se avecinaba a la vuelta de la esquina espacio-temporal, en un rito continuo de fotocopias y envíos postales a editoriales, de las que recibía cartas de reconocimiento positivo sobre mi calidad literaria y el nulo interés comercial que lanzaban mis novelas cortas y largas. Y con ellas, el subsiguiente impulso de tirar la toalla para siempre. Pero mi positivismo innato me hacía imaginar que, en definitiva, era un escritor maldito y que, algún buen día, sería comprendido. Luego, y entre medias, vino mi tercer viaje a Perú, en el cual conocí a mi familia política, y en el que escuché, en cierta zona de Lima, por primera vez, el adjetivo «archimaldito» para describir una situación o a una persona positiva, lo que en España describiríamos con la palabra «guay» o en algunas partes de Sudamérica como «chévere». Y me quedé con la copla. Después, cuando apareció, poco a poco, Internet en mi vida, se me ocurrió la feliz idea de intentar salir del bloqueo en el que me encontraba, aprovechándome del posible interés que pudiera tener mi «obra» entre los internautas, subiéndome al carro de los blogs, que tantos adeptos tenían ya en el mundo. Y claro, tenía que buscar un nombre que me distinguiera entre tantos y tantos autores, porque Jesuses Fernández había ya muchos, y se me encendió la idea de aquel nombre que echaría para atrás a cualquiera, por lo poco atrayente. Y lo tecleé en el ordenador y ¡albricias!, no había nadie en el mundo al que se le hubiera ocurrido llamarse así. Y me dije «este es pa’ mí». Así que desde ese momento, el blog sería Archimaldito, y todo lo demás que tuviera que ver con mi faceta artística, por poco exitosa que fuera. De ahí viene el doble sentido que quise imprimir a mi apodo. ¿Maldito?, no, mucho peor: Archimaldito, el más maldito. Pero, a la vez, para contradecir lo que mi nombre pudiera denotar, quise llenar el contenido de positivismo, de luz, y el continente, o sea, mi vestimenta y mi aspecto, de colores y de brillos, algunas veces contradictorios con el buen gusto estético, según la ortodoxia que alguien debió de imponer en no sé qué momento histórico de la humanidad. Pues bien, han pasado casi 6 años desde que me subí, por primera vez a un escenario, y se vuelve a repetir la historia del Archimaldito escritor. Continuas alabanzas sobre mis actuaciones, que si soy un genio, que si no se ha visto nada igual, que si tanta originalidad, que si soy una figura culminante de la cultura underground, que si tal o que si cual, pero sigo como siempre: Nadie me publica, nadie me contrata, nadie me solicita para alguna colaboración o algún certamen artístico o literario. El maldito escritor se ha convertido en un maldito artista por el que pasa el tiempo sin pena ni gloria, al que le ha llegado demasiado tarde el tiempo de demostrar lo que vale y lo que puede ofrecer.
Hace una semana, alguien, que me había visto actuar, por primera vez en su vida, me dijo: «Eres un genio, qué pena que te esté llegando el éxito demasiado tarde.»
Pues eso. El tiempo pasa y mi vida también. Debo de aprovecharla de otra forma.
Los que quieran, sabrán encontrarme.
Jesús Fernández de Zayas “Archimaldito”, en Aranjuez, a 1 de mayo de 2022.
La crítica gratuita, destructiva e infructuosa está al orden del día. Si hubiera hecho caso a todas las personas que han intentado hundirme con comentarios despectivos o, lo que casi es aún peor, con la indiferencia o con la mirada por encima del hombro, no hubiera llegado a lo que soy hoy: una persona feliz. Al principio eran mis pintas, después mi forma poco ortodoxa de cantar, luego que si la gracia la tenía en el culo o si no era un cantautor pues solo versionaba, y mal, canciones que nadie conocía o, por el contrario, manidas, pero, fuera como fuera, nunca al gusto de todos.
Hasta que llegó el día de hacer oídos sordos a los comentarios y ojos ciegos a los malos gestos y decidí hacer, literalmente, LO QUE ME DABA LA GANA.
Y así empecé a ser considerado como una figura underground, original, dentro de mi poca originalidad, y sorpresiva. Y Archimaldito empezó a ser echado en cuenta y a ser, como he escrito al principio, feliz.
Pero feliz, no por ver alimentado mi supuesto egocentrismo, sino porque me di cuenta que daba felicidad, aunque fuera a unos pocos.
El sistema en el que estamos inmersos, donde prima la productividad sobre la persona que produce, que está inmerso en un estado materialista agudizado por los nuevos paradigmas personales en los que triunfan el egoísmo y el «sálvese quien pueda». El estado de las cosas en que se trata al ser humano como una máquina de hacer dinero, en el que el engranaje del beneficio inmediato hace olvidar que el prójimo no es un robot sin sentimientos, ni pasiones, ni vida propia. Los nuevos medios de comunicación, que han reducido drásticamente la duración de los contenidos para que todos sean de consumo inmediato, porque las audiencias no tienen tiempo que perder y así el tiempo que les sobra sigan consumiendo otros contenidos audiovisuales o para que sigan invirtiendo dinero en el sistema que los envuelve, gastando en comida y artículos de consumo. Todo es intentar llenar una vida en el que el tiempo pasa rápido, en la que, algunas veces, la vaciedad la llena toda. Por eso, y mucho más, se están despersonalizando las relaciones. Eres un robot con disponibilidad 24 horas 7 días a la semana, no tienes familia, ni altibajos emocionales ni físicos. Tienes que estar disponible, dispuesto y sonriente. Las desdichas del prójimo te la «refanfinflan» porque es el prójimo el que tiene que escuchar tus miserias. Ese egoísmo se traslada al nivel profesional donde solo vale hacer caja, o conseguir poder, para sentirte importante y para sobrevivir pisando a los demás. Con lo fácil que es tratar a los demás como quieres que te traten a ti. Pero es una fórmula, para la felicidad, tan sencilla, que no parece real y, por eso, muchos la desestiman. Si has llegado hasta aquí leyendo es que te importa lo que opinan los demás y no eres de los que se miran su propio ombligo pensando en que has perdido el tiempo absorbiendo la sabiduría de los demás en vez de hacerte un «selfie» que te lleve a tener más seguidores en cualquiera de esas redes sociales que engrandecen el individualismo.
Kitai es, sin duda, una de las mejores bandas de este país. Tengo, a mis espaldas, muchos años de escuchar música en la radio, en discos de vinilo, en cintas abiertas y en cintas de cassette, en CD y en formatos digitales, y de ver y escuchar, en directo, a much@s artistas, algun@s de ellos grandes iconos de la cultura universal. Mis gustos, subjetivos, mandan en mis consideraciones estéticas, pero no siempre juegan un papel importante en mis elecciones, sino los contenidos, los objetivos subliminales de las obras, y esos nanosegundos de felicidad absoluta que, a veces, acaban estallando en un clímax emocional profundo que pueden llegar a prolongarse horas, días, incluso una vida entera. Puedo contar, con los dedos de mi cuerpo, los artistas que logran llevarme a ese estado. No los voy a nombrar aquí, para no herir susceptibilidades de los que no estén en ese grupo de nominados. Solo puedo decir que Kitai son unos de ellos. Está cercana la fecha del lanzamiento de su nuevo proyecto y creo que, cuando lo asimile en mi conciencia, me daré cuenta de que no me desdiré de nada de lo que he escrito anteriormente.
Sin palabras. Solo colores. Solo calores, los de las sonrisas. Sin miedos. Sin medios, los de las risas. Sin desánimo. Eso da ánimo. Sin sentido del ridi ni del culo. Sin Sin Nati. No conozco a ninguna Nati (curioso, ¿no? No). Sin tiempo para pensar en el tiempo, que se me va Sin pensar. ¿No era «sin» pecado en inglés? Bueno. No sé pecar, así que no importa. Lo importante es lo portante, y yo solo sé portar una cosa: mi son risa. Misión Risa. Mi son: la risa.
(Nota: A veces entristezco, por falta de energía interna para sonreír, o para reír, pero intento que se me pase pronto, aunque me pongo muy serio para lograrlo.)
Lo de Archimaldito venía al lado de la fechadecaducidad. Pero esa es otra historia.
No soy mucho de hablar de mi vida privada en público o en las redes sociales. Bueno, ni mucho ni poco: nada.
Pero hoy me ha dado por dedicar esta publicación a la persona que lleva conmigo 28 años.
No es su cumpleaños ni es nuestro aniversario de boda. Simplemente quiero manifestar que la amo.
Ella es, sin duda, mi mejor amiga, porque quién sino aguantaría mis altibajos emocionales, mis dudas existenciales, mis eternas niñerías. Quizás, sino hubiera estado con ella en este camino de vida, no habría aflorado Archimaldito porque…
… ella aguanta mis excentricidades.
… ella me apoya en mis locuras.
… ella participa en mis pasiones.
… , aunque no coincidida conmigo en muchos ideales, creencias y acciones, con ella me siento libre.
Te amo, Sofía Isabel Claudet.
Nota: Sofía es la camerawoman de este vídeo. Ella no sabía para qué lo estaba grabando.