Ocho soles

El primero, demasiado cerca. Tanto que pudo achicharrarnos. La nave casi no resistió.

Después, la hibernación, para llegar al siguiente.

El segundo pasó de largo, pues aún no habíamos despertado. Dio igual. No era nuestro objetivo.

En el tercero, ¡ya el tercero!, tuvimos tiempo de pasearnos por cubierta mientras el equipo científico descubría un par de planetas que podrían albergar vida. Fantástico. Volveríamos. No sabíamos cuándo, pero volveríamos.

Y vuelta a dormir.

Cuando las máquinas nos despertaron del segundo sueño, no todos pudimos volver a nuestros camarotes, pues muchos no sobrevivieron, y estando en órbita alrededor del cuarto decidí estar despierto un par de años durante nuestro trayecto al quinto. Me alegró la vida poder observarte durmiendo, imaginando que te acariciaba el pelo, mientras me iba cansando y perdiendo la esperanza de encontrar otras especies fuera de la Tierra. Demasiado tiempo desde que nos embarcamos para recorrer el Universo.

Decidí dormir los casi doscientos años que nos llevará llegar al sexto. Demasiado tiempo para que me esperes si decides despertar antes. Ahora no sé en qué fase me encuentro, ni sé si los demás han aguantado tanto trasiego corporal, ni sé si sigues tan bella como cuando reíste a carcajadas mi ocurrencia de pedirte mano en el Gran Hall de la Academia diciéndote algo que me repito, en mi subconsciencia, con cada latido ralentizado:

-¡Me gustas siete soles y te daré ocho si lo deseas!

En verdad has perdido tu propia memoria histórica

Erase una vez un planeta maravilloso que guardaba para sí el orgullo de que uno de sus habitantes trabajara por su bienestar, que se ocupara de él como un hijo que se desvive por su madre ya demasiado madura. Y el hijo pródigo prodigó la traición total. Siempre había escondido detrás de aquel cariño ficticio un interés egoísta. Pretendió que la Naturaleza le enseñara todos sus secretos, que el colectivo que lo mantenía en forma le entregara toda la sabiduría existente en sus mentes, para después robarles la confianza, pues como no había más que hurtar, las víctimas eran una carga pesada e inservible, demasiado para que él pudiera remontar el vuelo y alcanzar las estrellas, su ansiado firmamento que le aguardaba con nuevos enigmas que descifrar, con nueva sabiduría que absorber.

Lo malo para el ingenuo criminal era que la memoria colectiva de aquel mundo no moriría nunca y recordaría su fechoría por los milenios de los milenios hasta que tuviera el momento y la oportunidad de pedir cuentas a cualquiera de las múltiples reencarnaciones del infame…

 

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