Tan a menudo como podía miraba por la ventana para percatarse de que la policía no se acercaba. Tan a menudo como perdía el miedo para hacerlo. Aguantando la respiración y contando hasta diez para exhalar el aire a la par que notaba cómo se ralentizaba el corazón.
El temblor en la mano izquierda lo compensaba con la fuerza de la mano derecha con la que apretaba la empuñadura de la pistola que su socio le había prestado. Ese socio ruín y cobarde que se había echado atrás cuando se dio cuenta que iba en serio con la idea del golpe en aquella casa de ricos.
Y a los pies de la cama infantil, el cuerpo inanimado del habitante de aquella habitación, por cuya ventana había entrado al edificio. Aquel niño que había soltado tal alarido que lo habían escuchado los vecinos cotillas del barrio. Esos vecinos que habían hecho la llamada de alarma al cuartel del pueblo.
Y antes de los vecinos los gritos de la criada sudamericana que se había atrevido a abrir la puerta y a la que disparó en aquel pecho prominente que ya no respiraba.
Y miraba por la ventana, arrepentido de lo que había hecho. Sudando la gota gorda mientras recordaba como había golpeado con la culata la sien del infante.
Y se le desbocaba el corazón de nuevo cuando todas aquellas personas miraban hacia la casa.
Y se calmaba haciéndose a la idea de que aquellos eran hombres disfrazados, como los que había visto en las malditas clases de ciudadanía, en el reformatorio. Consideraba que ahora, siendo ya mayor de edad, era aún demasiado joven para ir a la cárcel. A una de esas prisiones de verdad de las que nunca se salía.
Y pensaba, con miles de imágenes corriendo en su cabeza desbocada, que lo que más deseaba ahora era no haber golpeado demasiado fuerte a Andrés, como la chacha le había llamado. Quizás así tendrían indulgencia. Quizás así, cuando los hombres uniformados le aturdieran y le esposaran, podría decirles que aquello había sido parte de un juego al que ya no quería jugar. Quizás así podría despertar.
Ya no le gustaba aquella pesadilla.
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Despreciable
Ni cuando le echaban a patadas de los bares.
Ni cuando le insultaban cuando pedía limosna en el mercado.
Ni cuando se cubría con los cartones mugrientos para dormir en la entrada de la sucursal del banco.
Ni cuando tenía que pegar a otro mendigo por un trozo de comida requemada tirada en un contenedor de basura.
Ni cuando aceptaba los magreos insanos del grupo de maricas de la calle norte para que le dejaran acercar los pies y las manos al calor del fuego del bidón gigante de lata.
Ni cuando recibía los porrazos de los maderos en los desalojos periódicos de la casona derruida del barrio.
Ni cuando se limpiaba los escupitajos de los yonquis sidosos del parque junto al lago.
Ni cuando las putas más insanas despreciaban sus intentos de ternura.
Nunca se había sentido más miserable que ahora, cuando la señora a la que ha ayudado a bajar el cochecito de bebé por las escaleras del Metro ha castigado su acto con la indiferencia, con la negación de su existencia, para proteger a su hijito de su despreciable abuelo.