Acabo de despertar. He dormido, otra vez, boca abajo y he vuelto a encharcar la sábana, a la altura de mi cara, en dos zonas. Uno de los rastros corresponde a mi saliva, que dejo escapar con la relajación de los músculos de la boca. El otro, por ahora, lo desconozco, aunque, si me esfuerzo, puedo recordar algún fragmento de lo que he estado soñando.
Unos zapatos brillantes de charol en unos pies de niño que avanzan, apresuradamente, por una calle gris y mojada y el sentimiento de preocupación porque se lleguen a manchar con barro. Y los dedos, también de niño, que acomodan los calcetines de punto blanco, para que no bajen a los tobillos. El ruido de los tacones sobre el suelo, allá abajo, porque el campo de visión es otro, hacia adelante, hacia un portón de madera pintada de marrón chocolate.
El rechinar de los goznes cuando se abre la puerta empujada por las manos infantiles, y la pituitaria que asume el gozo del pan recién hecho, con la masa esponjosa de su miga aún caliente.
Y desde la perspectiva visual de alguien demasiado bajito, la impresión de los traseros alineados, pertenecientes a cuerpos apoyados en el mostrador, que esperan su turno para ser atendidos.
Y, de pronto, el cambio radical de imagen.
La cara sonriente, muy cerca, tanto que se puede adivinar el sentimiento de franqueza, inherente a la confianza extrema en las palabras del señor que las emite, con su voz grave y melodiosa.
– ¡Susito! ¡Hijo! Ya creía que te habías perdido. Menos mal que llegaste a tiempo para ayudarme con el recado de tu abuela.
Ya sé. El agua se ha escapado de mis ojos. La añoranza ha provocado el estallido del dolor por la pérdida del ser amado.
Le he vuelto a echar de menos y el asalto de los recuerdos ha dejado testimonio en mis devaneos oníricos. Demasiado reales a veces.
¿Cuántas veces más mojaré la cama? Con mis lágrimas.
¿Padre?
¿Papá?