Todo en silencio, padre,
tanto en el cielo como en la tierra.
Todo en silencio,
aunque éste no es tu cielo
ni ésa es mi tierra.
Todo en silencio, padre,
tanto en el cielo como en la tierra.
Todo en silencio,
aunque éste no es tu cielo
ni ésa es mi tierra.
Tengo una vida.
Una vida de vidas.
Vidas debidas
a las vidas vivas
de otras vidas
que me mantienen con vida
en esta muerte eterna que vivo.
(Fotografía: © Luis Leo Photos)
A la vuelta, él.
Él y su yo eterno.
Él y su signo impronunciable.
Él y su rostro inacabado.
Él y sus manos gigantescas.
Él y su ritmo pausado.
Él y su sangre transparente.
Él y su cuerpo intangible.
Él y su verbo.
Él y su mirada apacible.
Él, siempre él, y yo.
Perdido. Buscado. Encontrado. Deseado y adquirido. Acumulado y guardado. Pero con la mente reblandecida por la inconsciencia y por el absurdo del egoísmo. Por el mal hacer de tus circunstancias. Esas que se convierten en tus excusas para volver a perder más oportunidades. Que volverás a buscar. En un ciclo incontrolable y eterno. Tan eterno como tú.
He vuelto a cruzarme con ella. La he mirado de refilón y he notado un cosquilleo en la nuca. Y después, tras tener lejos su perfume, me he preguntado por qué causa en mí ese efecto.
Aún no sé si la deseo y ni siquiera me he planteado el averiguar si algún día la querré.
Lo que sí sé es que quiero cambiar de vida. De cuerpo. De alma. Y mezclar mi plano existencial con el suyo.
No puedo esperar a que ella muera para fundirme con ella.
Si espero demasiado, quizás renazca. Ella. Yo.
Durmiendo abrazadito a ella me imaginé a mí mismo muriendo, dentro de cien años, abrazadito a ella.