Tengo una vida.
Una vida de vidas.
Vidas debidas
a las vidas vivas
de otras vidas
que me mantienen con vida
en esta muerte eterna que vivo.
(Fotografía: © Luis Leo Photos)
Tengo una vida.
Una vida de vidas.
Vidas debidas
a las vidas vivas
de otras vidas
que me mantienen con vida
en esta muerte eterna que vivo.
(Fotografía: © Luis Leo Photos)
Mataban para sobrevivir. Sin prisa. Con calma. Meticulosamente. Estudiando, por supuesto, cada detalle de la infamia. Esperando el segundo exacto para asaltar, sin piedad, a sus víctimas. Logrando que nada ni nadie se interpusiera en su camino a la barbarie. Haciendo que el exterminio fuera su obra maestra, su continua e incesante obra maestra. Y mientras actuaran en grupo la hecatombe tendría sentido. Porque el individuo sobraba, siempre sobraba, y era asimilado o aniquilado. O eras ejecutor o eras víctima, sin término medio. Y disfrutaban de la magia de la muerte. Su magia. Hasta que ese hechizo desaparecía con los primeros rayos de sol. Cuando la luz del día los catapultaba a la oscuridad de la inexistencia.
(Supervivientes: Aquellos que mantienen o prolongan su vida.
Supermurientes: Aquellos que mantienen o prolongan su muerte.)
Esta vez creyó que estaba en lo cierto. Estaba allí, solo, muerto y enterrado. A cubierto de la mirada de sus amigos y familiares, que le lloraban en el exterior. Y con la certeza de que le quedaban pocos minutos de aire. Sin claustrofobia. Sin ganas de gritar. Dejando que el final, su auténtico final, llegara.
Esta vez creyó que estaba en lo cierto: Después de tantos años de vida, de sabiduría errónea, del dejarse llevar por la corriente de los demás, la conclusión era que, después del después, no había nada. Absolutamente nada.
«Nada sobre negro» es la primera colaboración literaria entre Hadogemina y archimaldito.