Mataban para sobrevivir. Sin prisa. Con calma. Meticulosamente. Estudiando, por supuesto, cada detalle de la infamia. Esperando el segundo exacto para asaltar, sin piedad, a sus víctimas. Logrando que nada ni nadie se interpusiera en su camino a la barbarie. Haciendo que el exterminio fuera su obra maestra, su continua e incesante obra maestra. Y mientras actuaran en grupo la hecatombe tendría sentido. Porque el individuo sobraba, siempre sobraba, y era asimilado o aniquilado. O eras ejecutor o eras víctima, sin término medio. Y disfrutaban de la magia de la muerte. Su magia. Hasta que ese hechizo desaparecía con los primeros rayos de sol. Cuando la luz del día los catapultaba a la oscuridad de la inexistencia.
(Supervivientes: Aquellos que mantienen o prolongan su vida.
Supermurientes: Aquellos que mantienen o prolongan su muerte.)