Había olvidado la muerte, tan habitual en la barbarie provocada por otros, cuando le pagaban para ensalzarla, disminuyendo la demografía de una población con sus artes mortuorias, cuando su imaginación desenfrenada se volcaba en la construcción del arma definitiva, había olvidado la muerte.
Porque cuando volvía al lugar destruido, arrasado por la onda expansiva, para rematar cortando el gaznate a los que siguieran vivos aún, mirando a los ojos de los difuntos que dificultaban sus pasos y a los que había sorprendido la hecatombe en plena calle, y en las casas, donde los niños seguían mordiendo las tetas quemadas de sus madres, donde los amantes yacían con sus pieles fundidas por el calor infinito, no reconocía a la muerte.
Y cuando volvía al mundo de los vivos, para cobrar el pago de su virtuosismo, no reconocía la vida.
No importaba, le pagaban bien, aunque no le importara la riqueza ni la fama ni el poder que fluía desde sus manos, desde su mente negra.
Solo quería sentirse solo, quería sentirse dueño de sí mismo y de todos los habitantes del planeta, antes de que el planeta, su planeta, no existiera.
Foto por Jesse Koska desde FreeImages