Esta vez mi paciencia ha sobrepasado su límite.
Esta vez he conducido un centenar de kilómetros para llegar hasta aquí, al culo del mundo, donde nadie me vea, donde no exista gloria ni alarma en lo que voy a hacer. Donde nadie ni nada, salvo el viento, intente detenerme y me haga repensar mi decisión.
Esta vez el borde del acantilado está a mis pies, en la semioscuridad, con las olas allá abajo, adivinadas por el sonido relajante de sus rompientes.
Esta vez he saltado.
Y el pitido del aire acelerado ensordece mis sentidos, cerrando los párpados, notando la presión de la velocidad en mi cuerpo que cae descontrolado.
Esperando el impacto. Esperando el click del apagado.
Y los segundos se hacen eternidad. Y otra vez estoy empezando a impacientarme.
Pienso, demasiado tarde, que voy a aplastar a algún habitante de las rocas, o a varios, con el guiñapo en el que me voy a convertir.
Y creyendo que ya está aquí el silencio, un murmullo gratificante me sorprende.
Pero, ¿qué hace aquí tanta gente?