“Maravilla de vida. Lustrosa remembranza de lo fútil.”
Así comenzaba el texto de aquel ser anónimo, que descubrí entre los restos del incendio de la casa de mi novia, mientras caían goterones negros, mezcla de herrumbre y de cenizas. Afortunadamente, no hubo que lamentar pérdidas personales. Sandra había pasado la noche conmigo.
Revisando el cuadernito en el que estaban escritas aquellas enigmáticas frases, encontré otras, desdibujados sus trazos por el agua rociada por los bomberos, y decidí llevarme aquel tesoro, que seguro nadie echaría en falta.
No le conté nada a mi pareja y me guardé, para la intimidad de mi trabajo, la lectura de algunos pasajes, a cada cuál más enigmático.
“A mí morir me da la vida.”
Mi lucha interna por guardarme el secreto se anteponía a esclarecerlo.
“Me centro en lo esencial y excluyo todo lo demás.”
Cada noche me esperaba el mismo trabajo intelectual de descifrar los borrones en las páginas amarillentas de renglones desdibujados. Y sufría pensando que más de una se desmoronaría entre los dedos.
Aún así, la obra de arte, cada año, se muestra inalcanzable. Ni los eruditos ni los profanos consiguen que se haga la luz sobre sus orígenes ni, menos aún, sobre su mensaje, ni cuál fue el objetivo del artista, o los artistas, al pensarla y producirla. Cuando te encuentras situado ante ella, te subyuga el brillo natural que proviene de su interior, y la anamorfosis agresiva que apoya su extraño diseño. Sinceramente, creo que pasarán siglos hasta que la evolución de mi cerebro vislumbre respuestas para el enigma, para cuya resolución me llevan llamando no sé desde hace cuántas generaciones.
Conservó sus fuerzas y aminoró sus pasos y, con ello, el ritmo cardiaco. Observó el paisaje en el que estaba inmerso y decidió ralentizar su respiración, dándose cuenta que así aminoraba el sacrificio inútil de las micro criaturas que pululaban alrededor de su cabeza, a veces tantas, que no permitían tener una visión completa del terreno que pisaba. El ardiente sol del mediodía estaba castigando la superficie de su casco protector e imaginó que su cerebro se diluiría sino lo llevara puesto. El sudor reciclado empezó a tener un sabor insoportable y decidió dejar de beber. Creyó que la distancia que le separaba de su destino le permitiría aguantar la sed creciente. Abandonó su mochila de provisiones y con ella el peso extra que torturaba su cuerpo. Hacía tiempo que había dejado de ver el vehículo abandonado y deteriorado. Las botas de compensación impactaban en la grava iridiscente y agradeció no escuchar los impactos de las piedrecillas en su uniforme acorazado. Cuando estuvo a punto de detenerse para descansar, escuchó sonidos en su fonocaptor implantado. La lógica le susurró que aquello era imposible porque estaba solo y que debían de tratarse de interferencias provocadas por alguna anomalía magnética no predicha ni clasificada. El ritmo lento de sus latidos y anulación integral de sus pulmones permitieron crear un silencio continuo en sus registros. Sin las interferencias propias esperó a que se reprodujeran los sonidos externos, y continuó andando con zancadas mínimas, sudando, apartando la niebla de lo que creía que eran insectos, esperanzado en llegar pronto al punto de encuentro. Cuando el calor empezó a crear espejismos, un tono agudo laceró sus oídos y cayó de rodillas, agarrándose la cabeza con ambas manos, en un acto reflejo, como si creyera que así iban a desaparecer las vibraciones que rasgaban su entendimiento. Lágrimas hirvientes resbalaron por su rostro, haciendo imposible la visualización de su entorno, y cayó desmadejado, inerte, de cuerpo entero, sobre el suelo que se había convertido en arena de colores. Le habían enseñado que la muerte era oscura, lúgubre, pero le pareció que aquél era un bonito final, que se merecía ese terminar deslumbrante, después de haber recorrido millones de kilómetros, después de haber vivido en otras miles de insulsas vidas.
Pensó que allí podía liberarse. Librarse de la discordia que existía en sus ideas, cuyo significado y finalidad insultaban su deficiente inteligencia. Persistía en intentar retener las más banales, las que adivinaba que no podrían perjudicar a los que estaban fuera, al otro lado del espejo. Y esperó. No sintió ni sed ni hambre ni le asaltaron las necesidades básicas de su vejiga e intestinos. Y no se extrañó. Quizás se había cumplido su deseo. Y la cuenta atrás no se detenía.
El paraíso de las ideas estaba a punto de abrirle sus puertas. En el que se disgregarían hasta hacerse nulas. En el que las preocupaciones o las alegrías no existirían. El auténtico vacío. La nada más absoluta en la que ni siquiera existiría la nada. El descanso eterno. El no recordar, el no pensar, el no sentir.
Y al otro lado del espejo no existían imágenes reflejadas porque no había luz ni color ni materia ni energía.
Los diez minutos pasarían rápido. Debía prepararse para lo que iba a venir, o a ir, o a ser o no ser.
El último estallido, el último chasquido, la anulación del contacto.
Yacía en el yacimiento, esperando que las paredes laterales no se derrumbaran y le cayeran encima, aplastando todos sus sueños pasados y futuros. Quizás se había roto la pierna derecha pero, en ese momento, el dolor del pecho era tal, que no le preocupaban los demás cardenales, erosiones y rajas que pudiera tener. La cámara de fotos, destrozada a sus pies, había causado uno de los episodios traumáticos más graves de su azarosa vida, pues pudo haber sido el instrumento directo de su muerte si no hubiera actuado con presteza. Nunca hubiera imaginado que aquel aparato, que había estado destinado a inmortalizar sus descubrimientos subterráneos, fuera a ser un obstáculo para alcanzar su meta, cuando se interpuso entre su cuerpo y la pared que tenía enfrente al intentar pasar por una estrecha abertura en la tierra. Hubo un momento en que no pudo moverse en ninguna dirección pues la cámara le oprimió el esternón y lo inmovilizó por completo. Las pilas de la linterna de la cabeza acabaron agotándose y llegó la oscuridad, la más absoluta y silenciosa oscuridad. Escuchando su propia respiración agitada y los latidos desenfrenados de su corazón, llegó a pensar en algunos momentos de su vida, como si de una película se tratara. Tuvo la certeza que acabaría perdiendo el conocimiento por el cansancio, el hambre y la sed y que, al final, moriría entre aquellas dos paredes. Se preguntó si había valido la pena arriesgar la vida de una manera tan estúpida y predecible. Pero el mismo estado de fatalidad le hizo relajarse y respirar concentrándose en cada inhalación, al creer que sería la última. Y cada vez que hinchaba el pecho sentía cómo le pesaban las piernas y, a la vez, cómo se clavaba la cámara en su esternón, haciéndole gritar de dolor. Hasta que se preguntó para qué gritaba si nadie podía oírle. Fue entonces cuando, al aguantar el dolor, y al expulsar el aire, el abdomen y el pecho parecieron relajarse, ablandarse. Los brazos, que fueron colgajos, y cuyas manos no tuvieron sensibilidad, empezaron a ser recorridos por un cosquilleo, y empezó a mover los dedos, luego las muñecas y más tarde los antebrazos. Cerró la mano derecha y, cuando la convirtió en un puño, golpeó la cámara a través del resquicio de aire en la oscuridad de boca de lobo. Y esta saltó hacia el suelo en el lado opuesto. Y dio gracias, sin saber a quién dárselas (siempre fue ateo), porque supo que iba a vivir más tiempo. Pudo deslizarse de lado y, con sumo esfuerzo, tanteó en la negrura hasta agarrar el prominente objetivo, torcido, de la que le había estado torturando minutos antes. Y después, cuando notó que la estrechez desaparecía, se agachó y avanzó a gatas hasta lo que creyó era el yacimiento buscado. Y se acostó en el suelo, que notaba húmedo, boca arriba, tragando aire a bocanadas, con un regusto de humedad que calmaba su sed. Y allí iba a esperar a recuperar fuerzas para enfrentarse a la visión, a la que se estaba acostumbrando, en penumbras. Y cuando sus ojos podían escudriñar en la oscuridad la vio. La momia parecía mirarle con sus cuencas oculares vacías. Quizás se había roto la pierna derecha pero, en ese momento, la emoción de haber llegado al final de su camino era tal, que no le preocupaban el no sentir la pierna ni el pensar en los próximos quebraderos de cabeza que vendrían minutos después, cuando se diera cuenta de que estaba solo, a oscuras, y que no sabía cómo salir de la pequeña cueva ni recordaba si alguien más que él sabía que se había atrevido a hacer espeleología suicida aquella mañana lluviosa de abril.
Esta vez he conducido un centenar de kilómetros para llegar hasta aquí, al culo del mundo, donde nadie me vea, donde no exista gloria ni alarma en lo que voy a hacer. Donde nadie ni nada, salvo el viento, intente detenerme y me haga repensar mi decisión.
Esta vez el borde del acantilado está a mis pies, en la semioscuridad, con las olas allá abajo, adivinadas por el sonido relajante de sus rompientes.
Esta vez he saltado.
Y el pitido del aire acelerado ensordece mis sentidos, cerrando los párpados, notando la presión de la velocidad en mi cuerpo que cae descontrolado.
Esperando el impacto. Esperando el click del apagado.
Y los segundos se hacen eternidad. Y otra vez estoy empezando a impacientarme.
Pienso, demasiado tarde, que voy a aplastar a algún habitante de las rocas, o a varios, con el guiñapo en el que me voy a convertir.
Y creyendo que ya está aquí el silencio, un murmullo gratificante me sorprende.
Lo que hacemos en la oscuridad no debe saberlo nadie. Debe ser un secreto entre nosotros y tú. De lo contrario nuestra existencia estaría en peligro, y si nosotros peligramos, reaccionamos en consecuencia. Y no te gustaría verlo ni oirlo, porque experimentarías la hecatombe en tu mundo.
Señorita Culpa: Ha vuelto usted a distorsionarme, a hacerme ver una parte de mí que no conocía. Ha vuelto a incidir en mi papel en el entramado del ciclo de la muerte. Pero, se lo ruego, no me haga sentir mal.
Es cierto que hoy he vuelto a resucitar pero, la verdad, ya me estoy hartando de volver a la vida cada vez que se me necesita.
Y usted sabe que llegará el momento en que no me sienta culpable ni decepcionado por no poder hacerlo.
Creo que ya me he ganado el derecho a descansar en paz eternamente.
En la oscuridad previa, los pensamientos cabalgan desbocados.
En la penumbra plena, esos pensamientos, que se han transformado en pesadilla sudorosa, le despiertan. Y se ve a sí mismo boca abajo, con la cara mojada por su propia saliva y los ojos ardiendo por las lágrimas.
Y se asusta, porque todo el cabecero de la cama está bañado en luz, porque, temiendo que aún siga soñando, se yergue y, apoyándose sobre los codos, observa sus manos que brillan en fosforescencia amarilla.
Tras un desesperado parpadeo, vuelve a enfrentarse a la realidad extraña y ve como sus uñas pintadas en rojo quieren arrancarle los ojos y las manos en garfio quieren estrangular su cuello.
Y la oscuridad desaparece, pues, por fin, todo él es luz.
Y gime de terror intentando no despertar a su acompañante, para que no le tome por loco.
Y, como un resorte, salta de la cama, descalzo, sintiendo el frío en sus talones, tropezando, ahogando el chillido del meñique golpeado con las malditas patitas del sifonier.
Y la luz envolvente va diluyéndose, convirtiéndose en un torbellino que desaparece por la puerta del dormitorio. Y se atreve a preguntar, musitando. Pero no llega la respuesta.