Puedes o no puedes.
Reaccionas o no reaccionas.
Te importa o no te importa.
Lo dejas pasar o te inmiscuyes.
Actúas y no solo hablas.
A veces, puedes ser humano.
Puedes o no puedes.
Reaccionas o no reaccionas.
Te importa o no te importa.
Lo dejas pasar o te inmiscuyes.
Actúas y no solo hablas.
A veces, puedes ser humano.
No tenía solución inmediata. El Matemático lo había intentado y había desistido. Aquella incógnita enigmática. Aquella transferencia de incomodidades fractales. En aquel Universo modélico, donde la excepción inimaginable lo corrompía.
Donde la irreversibilidad se hermanaba con la fuga del raciocinio.
Y ante tanta desdicha intelectual, el Matemático, rindiéndose, aún adivinando que recibiría el peor de los castigos, dirigió sus últimas palabras a los Creadores:
– El Humano, como criatura impredecible, acabará consigo mismo por sí mismo. Y nada puede cambiarlo. Siento mucho que vuestra criatura haya traicionado vuestras expectativas y mis tentativas de encontrar el modo de retrasar el nuevo final cíclico. Me pongo en vuestras manos pues.
Vuelvo a estar solo otra vez.
Casado y con hijos, pero solo otra vez.
Con amigos, pocos y escogidos, y cientos de conocidos, pero solo otra vez.
Echando de menos el contacto humano.
Queriendo salir y abrazar. Queriendo conversar y, sobre todo, escuchar.
Solo, siempre solo.
Y cuando me entra el bajón, me pregunto, después de secarme las lágrimas, que a veces no puedo controlar:
¿De qué vale la fama?
¿De qué vale ser un pionero?
¿De qué vale vivir algo extraordinario?
Si, al final, estoy solo.
(Diario Personal, clave a69X8THRE3, Mars Mission Dome/ Cúpula Misión Marte)
El ser humano nace bueno y, poco a poco, su bondad se va degradando con su inmersión en la sociedad, con las mentiras globales de unos pocos, con la aceptación y resignación de vivir en un mundo que no tiene solución.
Tenemos la posibilidad de revertir ese efecto dañino y lograr que nuestra bondad se comparta mundialmente y que el Planeta llegue a la Armonía absoluta.
No me avergüenzo de ser humano. Me avergüenzo de que algunos lo sean.
El instinto cazador dominaba.
Intentaba controlarse pero le era imposible disimular su canibalismo, pues era la humana la única especie con la que se atrevía a desarrollar su espíritu de supervivencia.
Cuando ejecutaba, los posibles remordimientos se diluían con el convencimiento de que sus víctimas merecían su destino al considerar que los humanos eran los seres más cobardes y ruines de la Madre Naturaleza.
Se sabía antipático
y no hacía nada para remediarlo.
Así se gustaba, aunque disgustara.
Creo que mi tío me odia porque me salgo de sus esquemas.
La inquebrantable mecanicidad de los actos humanos le permitió, en su más remota juventud, hacerle creador y partícipe de una curiosa hipótesis que él pretendía transformar en teoría a costa de acumular casos que respaldaran su poco original filosofía. En todo veía la huella de la matemática más pura y aseguraba que todo ser humano tenía guardado, en su cavidad craneal, el ordenador más potente, cuya perfección jamás sería superada por ningún engendro artificial, porque era imposible que la creación superara a su creador, y que, como tal, tenía programados, desde hace eones, una infinita cadena de correspondencias de acciones-reacciones que le llevaba a comportarse estrictamente de una manera y no de otra y, como en el juego del ajedrez, cada destello neuronal se asociaba con una acción concreta en un infinito campo de multiniveles. Y siempre ha sido tarea de mi tío localizar y estudiar dichas correspondencias regladas por la inquebrantable ley de la causalidad.
Es por todo ello, y más, que mi tío me odia, porque ve imposible que, justamente en su familia, aparezca la excepción que desbarata su infalible visión de la vida.