Extraña bienvenida

Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no se cercioró de que en su trayectoria se encontraba una espigada forma bípeda que le daba el alto.

Hizo caso omiso de la advertencia y continuó avanzando, y la silueta difusa se fue aclarando y se dio cuenta que era, claramente, un masculino, que había cambiado la mano en alto por una postura de defensa. Defensa, ¿contra quién?, pensó. Él no llevaba ningún bulto consigo y, por lo tanto, se veía que estaba desarmado.

Asemejaba un escudo lo que aquel tipo se había colocado protegiéndose el abdomen, y una lanza portabat lo que asía con fines hostiles. Y le llegó la voz, obligándole a frenar.

-¡No siga dando un paso más! ¡Quédese donde está! Yo iré hacia usted y me dará datos de identidad. Si desoye estas recomendaciones, me dará motivos para tocar sus piernas e inutilizarlas. ¡Quédese donde está! Voy hacia usted.

Cuando pudo distinguir sus facciones, se apresuró a dictaminar que era imposible no distinguirlo de un ser de carne y hueso, problema ético cuyo conocimiento le había llegado de otros mundos de tecnología más vanguardista. Una máquina perfecta, quizás, pero una máquina al fin y al cabo.

«Seguimos siendo superiores», pensó.

Aparte de la cabeza metálica, ninguna otra parte dejaba escapar el brillo delatador. Las manos enguantadas y el tronco y extremidades convenientemente vestidos.

-Identifíquese- la voz debía de ser sintetizada electrónicamente, pero no se diferenciaba en nada de la voz natural -. Hable alto y despacio, vocalizando bien sus palabras.

-Me llamo Antisthénês de Eichcaler.

El artificial soltó burdamente los pertrechos. Se quedó como desactivado, pero estaba registrando las inflexiones de entonación, timbre, y demás características sonoras, además del contenido, entregados en la aseveración del, para él, todavía intruso.

-Está bien, Antisthénês de Eichcaler. ¡Sea usted bienvenido!

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Mi tío me odia

Creo que mi tío me odia porque me salgo de sus esquemas.

La inquebrantable mecanicidad de los actos humanos le permitió, en su más remota juventud, hacerle creador y partícipe de una curiosa hipótesis que él pretendía transformar en teoría a costa de acumular casos que respaldaran su poco original filosofía. En todo veía la huella de la matemática más pura y aseguraba que todo ser humano tenía guardado, en su cavidad craneal, el ordenador más potente, cuya perfección jamás sería superada por ningún engendro artificial, porque era imposible que la creación superara a su creador, y que, como tal, tenía programados, desde hace eones, una infinita cadena de correspondencias de acciones-reacciones que le llevaba a comportarse estrictamente de una manera y no de otra y, como en el juego del ajedrez, cada destello neuronal se asociaba con una acción concreta en un infinito campo de multiniveles. Y siempre ha sido tarea de mi tío localizar y estudiar dichas correspondencias regladas por la inquebrantable ley de la causalidad.

Es por todo ello, y más, que mi tío me odia, porque ve imposible que, justamente en su familia, aparezca la excepción que desbarata su infalible visión de la vida.

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Aquello

  Me negaba a creer lo que mis ojos me mostraban, pero estaba allí, delante de mí, con sus nosecuantas patas bien asentadas en el asfalto de la carretera, como aprovechando el poco tráfico de la misma, para asombrarme con su visión y con mi decisión de acortar el camino hasta mi próximo cliente, tomando el ramal izquierdo de la bifurcación de veinte kilómetros atrás.

   No hacía ruido, no emitía, en verdad, ningún sonido. Sólo vibraciones periódicas al suelo, que se transmitían hasta mis plantas de los pies, tras decidir bajarme del automóvil para verlo más de cerca.

   Así, en la penumbra del atardecer, se mostraba como una enorme silueta oscura, pues ningún reflejo del sol me llegaba y ninguna otra luz era emitida desde el aparato.

   De pronto, las vibraciones cesaron y fue cuando me atreví a dar los primeros pasos hacia aquello.

   No tenía ningún miedo.

   ¿Por qué tenerlo si aquella podía ser la mejor aventura de mi vida, de la, hasta ese momento, insulsa vida?

   Antes de abandonar mi vehículo a su suerte, miré si tenía alguna linterna olvidada en el maletero  y, mientras lo hacía, pensé, por un momento, que ya no llegaría a tiempo a mi cita.

(Dedicado a Juan José Benítez)

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Fallida

   Craso error. Aspiraba polvos para estar inspirada pero expiraban sus neuronas, acercándose a la nulidad de su ser, en un cuerpo que supuraba maldad, pues la genialidad, si alguna vez había existido, se negaba a manifestarse, y el carácter se agriaba, y el espíritu se marchitaba con los altibajos artificiales de esa adrenalina fallida.

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