Sin futuro

El último hombre, meditabundo, chapoteó sobre el barro mezclado con ceniza y miró al cielo, dejando que las gotas de lluvia se mezclaran con sus lágrimas.

El último hombre acababa de ser testigo de la muerte del penúltimo hombre, y se sintió desolado, porque supo la responsabilidad que recaía sobre sus espaldas, a partir del mismo momento en que escuchó la última exhalación de su compañero: Debía reconstruir todo un planeta, solo, en los futuros días de penumbra, en las próximas oscuras y frías noches, sin ayuda, teniendo que dejarse acompañar por sus pensamientos de desesperación.

Y mientras cubría, a paso ligero, la distancia que lo separaba del campamento base, maldijo el día en que aceptó ser parte de una misión suicida, sabiendo que nunca volvería a su hogar, que estaba a demasiada distancia, porque no le quedaban recursos de supervivencia, porque cuando el comandante murió entre sus brazos se había esfumado su última oportunidad de hacerlo.

Emitiría el último mensaje por luz y esta vez sería un S.O.S. O más que un grito de socorro sería una proclamación de que se rendía. Y con él se rendiría la especie humana. Y mientras hundía sus botas en el barro pensó que no se merecían ninguna oportunidad. Ni en este ni en otro mundo.

Los relámpagos rojos le obligaron a forzar, aún más, el paso. Hasta que cayó de bruces, y no se levantó. Nunca se levantó. Y nunca nadie sabría que él había sido el último hombre. Porque ya no había más hombres para saberlo.

Y a poca distancia, el rayo lumínico lanzó un mensaje vacío. De un mundo vacío. Inerte. Sin futuro.

 

rayo rojo

 

 

¡Esa mosca!

No puedo matar a esa mosca.

No porque no se lo merezca por su aspecto impertinente ni por su zumbido deleznable. Ni porque digan que transmite enfermedades inclasificables y pretenciosas. 

Merece vivir, y morir también.

Pero yo no la voy a matar.

Quizás lo haría en defensa propia. Pero no es el caso. No creo que saque ningún tipo de arma y, además, sería desproporcionado el combate. Ella tan pequeña y yo tan gigante.

Se trata de lógica irrefutable: Si la mato, mis superiores se me echarán encima.

Y lo más seguro es que ellos se librarían de mí tras uno de esos juicios sumarísimos a los que nos tienen acostumbrados con ese tribunal militar de sentencias amañadas. 

Pero si así fuera, esta vez tendrían razón porque no es permisible ni plausible ni justo que desaparezca del Universo el único vestigio de vida de ese terrible planeta que acabamos de abandonar hace medio año luz, antes de que surtiera efecto la destrucción irreversible provocada por esos nauseabundos humanoides a los que hemos dado demasiadas oportunidades.

Así que ahora se la daremos a la mosca, y poblaremos con ella un mundo entero, que permitirá el paso a una evolución sostenible y que, ya se adivina, acabará surcando, con sus congéneres, los espacios, dentro de algunos millones de años.

Si dejo volar a esa mosca, se extenderá la Armonía en el Cosmos.

No, no puedo matar a esa mosca.

Es preferible que ella me mate a mí.

 

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Sala de espera

El lanzamiento había transcurrido sin demasiadas novedades, después del acostumbrado retraso en el encendido de motores. 
La liberación de la gravedad había sido tal y como habían experimentado en los interminables simulacros.
Y después, el vacío, el sonoro y el visual.

Y los corazones acompasados bombeando sangre al ritmo previsto. 
Debían prepararse para el largo viaje. Debían dormir para aguantar los antojos imprevistos de sus organismos. Debían acomodarse a las exigencias del hiperespacio y dejarse llevar hasta el infinito, en busca del nuevo mundo prometido para empezar una nueva vida anhelada.

Y cuando estaban a punto de entrar en el agujero de gusano, la implosión inesperada los borró del Universo Material Conocido.

Y noté el espasmo en mi alma.

Sin saber lo sucedido, me detuve en el intercambio de anécdotas con mis allegados, los que habían decidido acompañarme en el que podría haber sido uno de los momentos más felices de mi vida. Debió ser entonces cuando el director de la misión, cabizbajo, con labios temblorosos y con los ojos humedecidos, se decidió a entrar en la sala de espera. Y antes de que pronunciara palabra alguna, me derrumbé con el corazón exhausto, pues intuí lo que me iba a decir.

-Tus padres no lo han logrado. Pero no pierdas la esperanza. Se han marchado sin ti, pero esperan que vayas, estén donde estén ahora.

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Cíclico

Se quedaba mirando el paisaje del cuadro durante horas.

Buscando los recuerdos reconocibles. Recorriendo las pinceladas e intentando reiniciarlas con el movimiento de los ojos.

Abstrayéndose en los colores y comparándolos con los de la realidad tergiversada por el paso del tiempo.

Contando las veces que había visto el marco cambiado a la par con las modas efímeras.

Y esta vez una imperceptible sonrisa cambió su semblante, al visualizar, en segundos, los rostros de todos sus dueños, a través de las generaciones de la familia que lo había adoptado.

Y frunció el ceño para cumplir el ritual de conocer a su nuevo propietario, el que se haría cargo de él hasta su muerte.

Giró sobre sí mismo, enfrentando sus ojos, para decir, como otras tantas incontables veces.

-Me da igual que me sustituyas. Me da igual que prefieras a otro. Pero si prescindes de mí, déjame llevarme esta pintura a mi próximo destino. La podrás recuperar cuando me retiren. O quizás tus descendientes.

El niño señaló más allá de su espalda, para incitarlo a volver la vista.

-¡Qué maravilla! ¡Mira que sol tan azul!

 

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Adeldran. El comienzo

Aeterna Lux.

No servía de nada el fuego cruzado de sus miradas, pues la estaba sintiendo con la mano enguantada. Los sensores moleculares ubicados en las yemas de sus dedos la estaban estudiando, explorando, juzgando. Y no necesitaba más que tres nanosegundos para decidir la sentencia: Ella sería perdonada. No se abriría ni una de sus mil puertas. Para que tomara confianza.

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Amigo lector:

Desde que publiqué mi novela corta Luztragaluz, en el año 2002, dentro de un volumen titulado Sempiterno (Dos historias, dos mutaciones, dos claves), donde compartía páginas con otra de mis novelas cortas de ciencia ficción, Sacro y Craso, he estado pensando en que algún día debía de escribir una segunda parte. Creo que éste podría ser el comienzo de ese proyecto: Adeldran.

 

Confesiones desquiciadas

¡Menuda singularidad más extraña! Yo, tan capacitado para asumirla y, sin embargo, tan incapaz para sortearla.
Y es que el extraño vaivén de los hechos zarandeó mis expectativas de casarme con la mujer más increíble de este lado del Universo. Tan inteligente y productiva que se la rifaban en, por lo menos, siete de las veinticinco civilizaciones tecnológicas más influyentes de las  dos bigalaxias más cercanas. Y tan rara la causalidad que la hizo fijarse en mí, y enamorarse después, que estoy casi convencido que todo formaba parte de un retorcido plan de esos alguien que todos sospechamos. Pero, mientras duró, lo disfruté. Hasta que tuve que deshacerme de ella.
Y aquí estoy, frente a su cuerpo marchito, tan deseado en otro tiempo, tan armonioso como su cerebro, que tuve el placer de degustar tras un certero golpe en el cráneo.
Pero ya me estoy cansando. No ocurre nada. Yo sigo envejeciendo y no ocurre nada.
Creí que la entropía del Universo se detendría, ipso facto, tras la parálisis de una de sus vidas más atractivas. Y no fue así. Ni siquiera yo he absorbido su inteligencia, y creo que se ha malgastado en la nada.
Creí que se repondría mi ya lejana astucia. Aquella que perdí en la lucha titánica contra el amor. Pero no. Sigo envuelto en una nebulosa de estupidez estéril.
Creí que los suyos me aceptarían como un igual. Pero son demasiadas veces las que me han matado. Aunque con la primera hubiera bastado.
Y mi ser, que ya es éter, se cansa de esperar, y son tantos los eones transcurridos desde mi vileza, que he perdido la esperanza de que se me desprenda esa insana certeza que corrompe mi definitivo adiós.
¡Menuda singularidad más extraña es el Amor!

 

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En mi turno

A veces los miro directamente a los ojos y me dan pena, o algo similar. Ellos escupen a mi paso, tanto hembras como machos, tanto adultos como infantes, y se supone que debo de entender ese gesto como un símbolo de desprecio hacia mí. Pero nunca me lo tomo así. Mi deducción lógica es que están todos enfermos.

Dentro de dos días, diecisiete horas y treinta y cuatro minutos terminará mi turno, para recargarme, y mi sustituto realizará labores paralelas a las mías, con sus altibajos transemocionales cuando los disturbios reaparezcan en la Zona Noroeste 16.8.345. Y no estaremos ninguno para ayudar. Su programación permitirá solventar el conflicto con la menor cantidad de bajas humanas.

Mi turno transcurre con tranquilidad. Solo un grupo de radicales ha intentado incendiarme con una tobera de radiante 9.

Al final del ciclo nos reunirán a todos y tendremos que explicar, ante la multitud de nuestra zona, los errores a subsanar en el comportamiento grupal. Ellos, como siempre, no lo entenderán, y volveremos a fraguar soluciones radicales, como la ocurrida hace ocho ciclos, con lobotomías parciales. Y la tranquilidad reaparecerá por un tiempo limitado, demasiado corto sospecho.

Y sé que, incluso así, ellos seguirán escupiendo al suelo cuando pase junto a ellos.

EnMiTurno

La Segunda Venida

Samwel Aesequial le cacheteaba y el no volvía en sí. Cuando cayó desmayado, temió el peligro, y cargó el cuerpo a sus espaldas. Hasta que acudiera en su auxilio el androide demandado; entonces, lo transportarían sus incansables brazos. Y fue tendido, cuando, de pronto, empezó a recuperar las consciencia.

-Samwel, álzate y ayúdame a incorporarme.

Así se hizo, y se midieron ambos por el mismo rasero de sus ojos. Ojos límpidos, que fulguraban con un nuevo brillo.

La candidez especulaba con la humildad y Aesequial no pudo resistirla en aquella intensidad. Volvió a la genuflexión, y, mientras hablaba, no osó retornar a aquellos ojos.

– Mis androides serán tus apóstoles, con los que resurgirá un nuevo amanecer, para los que se hallan en la oscuridad.

-¡Samwel! ¿Y si no quiero ser parte de esto?

Procurando que no se notara su sarcasmo, Samwel Aesequial dejó escapar una risita de complacencia.

-Te pido que llegues, por Ti mismo, al conocimiento. Quien tuvo yerro una vez, puede tenerlo dos veces, ¡y más! si busca la perfección. ¡Maestro! ¡Sólo por ello resucitaste!

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Y dijeron que volvió El Cristo, tal como se le oyó predecir en el confín de los tiempos.

Y dijeron que tentó, que rescató, que encamino, que alumbró, que emocionó, que desligó, que alió, que axiomatizó, que cismó, que curó, que perdonó, que perdonó, que perdonó…

Mas sigue entre nosotros, sirviéndose de los inmortales para atraer a los mortales y darles el edén prometido.

La Bigalaxia es testigo de lo narrado. La Bigalaxia, corpúsculo en el Universo, simiente del poder.

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JAMÁS Y SIEMPRE A LA VEZ. SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO 12. EL FINAL

EL FINAL

SEGUNDA PARTE

XII

-¡Os suplico, oh, queridos míos, que no sufráis mi pérdida! ¡A estas alturas vuestro desapego debe de estar ya maduro! ¡Y si no es así, ésta es la prueba que necesitáis para autocapacitaros en el no-sufrimiento por la ausencia del objeto amado!
Un millar de cuerpos comprimían bajo su peso un amplio sector del césped, blanqueado por los fríos copos estacionales, enmarcado en el gran patio del Gran Mandala de Recogimiento Universal.
En el punto central del mismo, Lam Am levitaba gracias a una inversión de campo gravitacional inducida en una pequeña plataforma circular.
-¡Dentro de pocas horas entraré en el Estado de Gracia!
El millar de gargantas corearon al unísono, cual mantra meditativo, el nombre de su salvador.
¡Lam Am no es, nadie es! ¡Pero servimos al Plan, y eso es lo importante! ¡No hay personalidades! ¡No hay protagonismos!
La vibración adquirida por el ambiente fue absorbida simultáneamente por los billones de células vivas presentes en ritual.
Y el cielo oscurecido por la noche profunda se tornó brillante, cegadoramente brillante, aunque los párpados bajados no permitieron la tortura de las pupilas. Había sido sembrada la semilla.
Lam Am moriría, pero tanto su muerte como su vida no serían en vano. Moriría feliz sabiendo que el trabajo continuaría por siempre de la mano de aquéllos que habían entendido las trascendentes razones del Plan.
Tras abandonar la levitación, creyó que se desvanecía.
Pensó que en menos de treinta minutos del horario unificado, debía retirarse a sus aposentos y cruzar el umbral que le llevaría al no ser, al no existir, y a la total expansión de su no ser ni existir. No siendo ni existiendo, sería todo a la vez. Y temía que volvería a integrarse en otro cuerpo, en otra energía quizás.
No apego. Lam Am ya era alguien olvidado. Quizá Johanna, después de su gran revelación, no sintiera nada por él. Eso era la perfección.
Pisó con sus descalzos pies la nieve de frío neutro a sus sentidos. Dejó tras de sí a la gran multitud de Aceptación, e ingresó en su retiro personal.
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Se acostó en la única habitación vacía de la que disponía. No era necesario opacar los ventanales. Ya la luz no le molestaba, pues él mismo era parte de esa luz.
Solo. Completamente relajado, se dejó llevar.
Ya Shainapr no aparecería.
Inspiró y espiró concienzudamente un centenar de veces.
Cuando finalizó la última tanda de respiraciones, anuló la función pulmonar.
Pensó en Johanna, y en la sangre que aún circulaba por sus venas y, voluntariamente, detuvo su corazón.
En su mente en blanco visualizó su idea energética de Dios. Cuando le agradeció el haber vivido, desactivó su encéfalo.
Y no se reconoció en un principio, pero era él el que se hallaba transformado en un halo refulgente que se precipitaba inconscientemente hacia un gran pozo de inmaculada blancura.
Y fue cuando se fundió con él, cuando captó, sin lugar a dudas, el “Bienvenido, al fin estás conmigo”.
Perenne Paz.
Perpetua Armonía.
Regocijo inmenso.
Y todo, inefable.

JAMÁS Y SIEMPRE A LA VEZ. SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO 11

SEGUNDA PARTE

XI

-¡Querida mía! ¡Volvemos a estar otra vez juntos!
Desde que Lamaret se ha convertido en algo más que un simple mortal, no ha tenido ocasión de volver a contemplar la imagen protectora de Johanna. Los dos han envejecido físicamente, pero el sentimiento que siempre les ha unido sigue tan fresco como en el primer día en que se conocieron.
-Johanna. He terminado mi misión. Quiero hacerte partícipe de mi futuro inmediato.
-Cariño, quedémonos así, como ahora, eternamente.
-Puede que…
Las palabras resultaron ahogadas por el acercamiento de sus labios. El roce íntimo de sus alientos, acompañado de esa mirada profunda que sólo los enamorados saben lanzarse, acusó en la pareja un intervalo de inconsciencia.
-Johanna. Voy a morir dentro de poco. Pero no te apenes. Te lo ruego.
A Lam Am no le gustaba perder el tiempo dando rodeos para decir las cosas. A Lamaret no le gustaba sufrir las reacciones de las personas a las que aplicaba sus palabras.
-¿Que no me sienta triste por tu pérdida? ¿Por qué tiene que ser ahora, cuando hemos alcanzado la felicidad casi absoluta?
La felicidad casi absoluta. Lamaret la buscó durante mucho tiempo. Justamente por ser feliz se dedicó a la política, porque veía que así podía hacer algo por los demás. Ahora, como Lam Am, se ha dado cuenta que un ancla, su ego, le impedía navegar en pos de ese objetivo anhelado.
-Ése es el Plan.
-¿De qué plan hablas, Merdik?
-Apaga tus ojos. ¡Ciérralos, por favor! Parte de la verdad te será mostrada.
Era lo auténtico. Lo que era esperado.
-¡Shainapr! Aquí nos tienes.
Pasaron varios minutos. Silencio. Sólo dos formas sentadas en la penumbra. Calmas. Se diría que vacías, huecas, sórdidas. ¡Tan lejos de lo real!
Eran pues dos tormentas sin truenos, sin rayos, sin lluvia. Con amor intenso. Y el mensaje les fue revelado.
-Puedes volver, si quieres, Johanna.
Así lo hizo. Levantó sin prisas sus livianos párpados y sus brillantes azules se humedecieron.
-¿Entiendes ahora el porqué? ¿Estás aún apenada?
-No, Merdik, no lo estoy. Es por gozo ilimitado por lo que no puedo reír sino llorar.
-Gracias, Johanna. Gracias, Shainapr. Ahora puedo abandonar este cascarón inservible.
Se abrazaron largamente. Se miraron amablemente. Se hicieron el amor intensamente. Tanto de todo que no existió despedida.
-¿Nos volveremos a ver?
-Seguro, en otra vida. Pero no hace falta que me esperes.
-No, ya no lo haré.
Al terminar el último reencuentro, Johanna partiría para un nuevo destino, donde infantes de todas las edades le esperaban con los brazos y los ojos abiertos por la esperanza renovada. Hasta que llegara su hora, había decidido ser de los demás.
-Hasta siempre, mi querida. Hasta siempre, Johanna.
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-Tan, puede dejar ya pasar al señor Seedus.
Nunca había tenido ocasión de hablar con él en persona como Lam Am. Durante una temporada, sufrió su influencia, pero no su presencia.
Contrariamente a como siempre había sido su costumbre, Thomas Seedus entró en la estancia cabizbajo, derrotado.
-¿Dónde habías estado?- la pregunta no era recriminatoria en absoluto.
-Lamaret, huí como un cobarde. Pero sé que lo importante es que ahora esté aquí.
Un espíritu quebrantado por los remordimientos. No por lo que había promovido o por los pasos que había seguido en su propio adoctrinamiento personal. Remordimientos por lo que ahora estaba a punto de acometer.
-¿Qué has estado haciendo?
-Reflexionando, Lamaret, únicamente reflexionando.
Se había dado cuenta de que había sido manejado.
-¿Y a qué conclusiones has llegado?
-Quizá el asunto del agua fue una excusa, ¿no es así?
-Quizá- la serenidad extrema alisaba las arrugas de su marchito rostro-. Ni yo mismo lo he comprendido muy bien todavía. Todo fue dado para que se creara aquel clima de intranquilidad política, que desembocó en la estupidez militarista. ¿Por qué no se llegó al diálogo?
-Lamaret, Lam Am, o como te llames. ¿Sabes? Sigo pensando igual que antes.
-Estás en tu derecho. No pretendo cambiarte. Pero, ¿por qué estás aquí?
-Tú y yo hemos sido artífices de las pasiones encontradas, hemos movido multitudes. Soy un buen perdedor. Acepto mi derrota y te…
-Sé lo que vas a decir. No es necesario que lo hagas.
-Necesito hacerlo.
-Y, ¿después qué?
-Seguiré luchando contra tu producto.
Mayor Thomas Seedus, ex-vicepresidente del planeta Incógnita, enemigo a muerte de la Unión de los Planetas, ahora se ha dado cuenta que, en el fondo, el objetivo que buscaba ha sido cumplido. No por él, sino por su antítesis. No importa. Es el resultado final lo que cuenta.
-Estoy cansado, Lamaret. ¿Puedo terminar de afirmar lo que he venido a declarar?
-Hazlo, si así lo deseas.
Como aún no se había sentado, no tuvo que guarecerse en ningún apoyo artificioso para poder sujetarse en el impulso de energías que iba a manejar de inmediato. Miró fijamente a los azulados ojos de su sempiterno enemigo, crispó al máximo las mandíbulas, y profirió la sentencia.
-¡Lamaret, te pido perdón!
-Así se ha cumplido el ciclo, pues has llegado a tiempo para verme por última vez.
-¿Es que te vas?
-Para siempre, Seedus. No seré más tu pesadilla. Habrá otros que la continuarán.
-¿Qué debo hacer ahora?
-Seguir siendo implacable contigo mismo. No traicionándote nunca.
-Olvida ya tu sermón. ¿Puedo retirarme?
-Mayor Thomas Seedus: ¡Eres libre!
Con cierto autorreproche, invadió el campo de energía vital de Lam Am y le tocó, con la palma de la mano derecha, el centro del pecho. No sintió nada; tampoco lo había esperado. Sólo respiró profundamente, se estiró hacia abajo su chaqueta de gala, y, con paso firme, dio la espalda a su anfitrión. Instantes antes de salir por la puerta, giró la cabeza y, con los ojos entrecerrados, se despidió para siempre.
-Lam Am, gracias.
La apoteosis ya no necesitaba coartadas.
A solas, Lamaret meditó.
Meditó profundamente en el Profundo.
Meditó neutralmente en lo Real.
Y quedó por siempre convencido de su ignorancia.
Al fin era feliz.