Se quedaba mirando el paisaje del cuadro durante horas.
Buscando los recuerdos reconocibles. Recorriendo las pinceladas e intentando reiniciarlas con el movimiento de los ojos.
Abstrayéndose en los colores y comparándolos con los de la realidad tergiversada por el paso del tiempo.
Contando las veces que había visto el marco cambiado a la par con las modas efímeras.
Y esta vez una imperceptible sonrisa cambió su semblante, al visualizar, en segundos, los rostros de todos sus dueños, a través de las generaciones de la familia que lo había adoptado.
Y frunció el ceño para cumplir el ritual de conocer a su nuevo propietario, el que se haría cargo de él hasta su muerte.
Giró sobre sí mismo, enfrentando sus ojos, para decir, como otras tantas incontables veces.
-Me da igual que me sustituyas. Me da igual que prefieras a otro. Pero si prescindes de mí, déjame llevarme esta pintura a mi próximo destino. La podrás recuperar cuando me retiren. O quizás tus descendientes.
El niño señaló más allá de su espalda, para incitarlo a volver la vista.
-¡Qué maravilla! ¡Mira que sol tan azul!