La mayoría de los artistas musicales, cantantes o instrumentistas, no son nada originales. Puedes escuchar, durante horas, listas de reproducción en Spotify o Tidal, o las recomendaciones de la radio, y solo unos pocos te llaman la atención. Voces monótonas, instrumentaciones planas, deformaciones digitales de las voces, letras insulsas. Miles y miles de músicos pasarán por la historia musical siendo nadie. A veces creo que hay otros que tienen reconocimiento de las masas que no se merecen pero que triunfan por el lavado de coco que supone el machaqueo continuo de los difusores de cultura. Y claro está, porque tienen dinero, o padrinos poderosos o mucha, pero que mucha suerte por estar en el lugar adecuado en el momento adecuado. Y luego están los genios que nunca serán escuchados globalmente, con pocos oyentes mensuales en las plataformas musicales, con nula difusión de su arte en los medios de comunicación, pero que se merecen mi respeto, mi cariño y mi apoyo, y mi esperanza en que triunfarán como se merecen.
En el Principio había Luz. Y la Luz no emanaba de ningún sujeto físico, químico, espiritual o mental. La Luz estaba allí y estuvo allí desde siempre. Nadie ha logrado jamás explicar su existencia desde antes de la Oscuridad y, por ello, el Ser Humano inventó que su Principio de los Tiempos fue la Oscuridad y la explosión de Luz desde la Nada. Pero esto no es correcto. Quizás el Ser Humano haya preferido creer que su esencia proviene de la Oscuridad y que La Luz lo rescató de la nada y de la inmovilidad de la Avolución. Porque así encontró un sentido irreal a su anódina existencia.
Puede que tu vida sea un drama continuo. O puede que tu vida sea una comedia en la que todo tiene su lado divertido y, por ende, positivo. En ambas «tipologías» de vidas es necesaria la reflexión continua, para no caer en la rutina que nos lleve a vivir mecánicamente, con inercia pasiva hacia el final de nuestros días. Del drama se puede aprender: a superar los errores, a evitar caer en ellos, a desesperar de tal manera que caigas en un abismo sin fondo, pero con la esperanza de que aparezca en nuestra vida alguien que viva en la comedia y que nos rescate llevándonos a un espacio abierto en que podamos volver a respirar libres y felices. De la comedia se aprende: a observar los detalles ocultos de la vida que intentan socavar nuestra felicidad, para poder sortearlos, a relajar nuestro positivismo para tocar la realidad circundante e intentar cambiarla hacia algo mejor para los demás, o hacia algo aún mejor para nosotros mismos y salir, de nuevo, impulsados hacia un mañana de esperanza. Sea como sea, mirémonos en el espejo, cuando lo haya, o mirémonos en los ojos de los demás, para intentar comenzar cada nuevo día, con una sonrisa o, por lo menos, un esbozo de ella.
Lo peor de estar sentado en un lugar en el que te conocen y que nadie se acerque a hablar contigo es que pareciera que no existieras. Lo mejor, es que no existes.
Pertenezco a esos desusos que liberan la discordia, que rebelan las chanzas, que formulan la estupidez, y me atañen raras circunstancias de hechos falseados en la superficie pero criminales en sus abismos. Tan serias las caras, tan tirantes los cuellos y rígidos los miembros pero locos los movimientos de ojos ante las lenguas humeantes de saliva extraña. Así era el sitio mal situado para las perplejas y los pendejos. Así era el ambiente asfixiante pero respirable para los lunáticos y las fanáticas. Así era yo. Así eran ellos y las que no querían serlo. Las hipocresías para los otros, para mí los hechos.
Hacía pocos meses que había cumplido los doce años y estaba comenzando mi vehemente búsqueda de conocimientos y se estaba fraguando mi personal visión del mundo. La educación recibida se complementaba con mi absorción cultural a través de la Literatura, el Cine y la Música. Y en la radio sonó Blame It On The Boogie y quedé impactado por las voces de aquellos jóvenes, a los que vería, meses después, en la televisión, cuando se emitió, en la única cadena que existía, el vídeo de la canción. Y me quedé con ganas de saber más de ellos. Fue entonces, en el año 1978, cuando el brillo de Michael Jackson llegó hasta mí y nunca dejaría de deslumbrarme hasta el día de hoy. Cuando murió, se quebró algo dentro de mí. Lo echo muchísimo de menos. Hoy, 29 de Agosto de 2022, Michael cumpliría 64 años de edad. Y quiero rendirle homenaje con mi voz.
A veces me causa una sensación de irrealidad el estar viviendo en un año y en un siglo que no se corresponde con las expectativas que tenía cuando era más joven. Creía que en esta época todos los miembros de la especie humana serían totalmente libres de actos y de pensamientos y que viviríamos en total armonía con el resto de los habitantes del planeta. ¡Cuán equivocado estaba! Que tengamos que sufrir las consecuencias extremas del patriarcado y del machismo. Que sigamos conviviendo con todas las fobias que cortan nuestras libertades de expresión, de pensamiento y de sentimiento. Que sigamos sufriendo las consecuencias de la existencia de los ejércitos y de los líderes mundiales megalómanos y descerebrados. Que sigamos creyéndonos superiores a las demás especies. Que sigamos siendo profundamente egoístas y que ese egoísmo esté llevándonos a la autodestrucción.
Me queda esa sensación perenne de estar viviendo cada día el mismo día porque pocas cosas avanzan en mejorar el Sistema creado por nosotros mismos, que nos engulle tan descaradamente, y que lo aceptemos porque a cambio nos ofrezca momentos de felicidad artificial.
Aún así, tengo confianza en que un día despertaré de este mal sueño transitorio porque, irónicamente, sigo teniendo esperanza en la Humanidad
Ahora soy yo el que tiene que explicar por qué llevo mascarilla.
Es curioso que la gente no está acostumbrada a alguien que se salga de la norma. Yo lo hago en el pensar, en el hablar, en el vestir, en el votar. No sigo las modas, no me fío de las normas, sigo las leyes respetuosamente pero me pregunto por qué lo hago, miro a la gente y me resulta chocante que sigan suicidándose involuntariamente y cuando alguien les avisa de su error te miran como si estuvieran viendo un espectro o un ser venido de otro mundo, y se burlan creyendo que tienen la razón. Soy yo el que tiene que explicar por qué soy vegano cuando yo no pregunto por qué los demás comen cadáveres o explotan otras especies. Soy yo al que tratan extraño por trabajar como un poseso para llegar a fin de mes. Soy yo el que pierdo amistades cuando no alabo su mediocridad. Soy el que tiene que actuar ante la indiferencia o parsimonia de los demás cuando maltratan a una mujer, o a un anciano o a un niño o a un animal. Soy yo el que se queda observando a los demás cuando ellos no levantan sus ojos del móvil. Soy el que no ríe por peloteo ni diplomacia. Soy yo el que se sorprende cuando los demás no se creen que hagas las cosas con un interés oculto o manifiesto. Soy yo el que mira a una mujer o a un hombre sin trasfondo sexual.
Soy yo el que no regala flores cortadas que morirán.
Soy el que se queda callado y meditabundo si no tengo nada que decir.
Por eso, callo mi lápiz ahora, para que no crean, las y los que me leen, que intento convencerlas y convencerlos de que me creo en posesión de la verdad o que todo es fruto de mi egocentrismo.
Se detuvo ante el temor de que la reconociera cualquiera de los insomnes que debatían, entre alcoholes varios, sobre el sentido de la Literatura en sus vidas. Los vituperios lanzados contra el interlocutor presente, en pie, en medio del salón, adquirían niveles decibélicos tan altos que, echando un vistazo a las posibles ventanas escrutadoras, se extrañó de que no hubiera aparcada ninguna patrulla policial que detuviera aquel desenfreno trasnochador. Los camareros colocaban sillas, volteadas, sobre las mesas vacías, y miraban, con ojos enrojecidos de recelo, el reloj de pared que colgaba tras la barra. Pensó que ya había esperado bastante y que era momento de envalentonarse para empujar las hojas acristaladas. Y cruzó el umbral, echándose las manos a la nariz para impedir que llegara el olor nauseabundo de sudores de macho y de orines de váter mezclados con un prominente aroma a café rancio. Pensó en dar media vuelta y volver al frío de la noche, pero se dijo que no tendría, nunca más, otra oportunidad como aquella. Y ellos se percataron de su presencia y reinó, por primera vez en muchos años, el silencio. Las incisivas miradas no la reprimieron y se acercó al núcleo del corrillo masculino. Y habló. Vaya si habló. Y se dio cuenta que, mientras hablaba, algunos acercaban su boca a la oreja del que tenía a su lado, pues llegaba hasta ella el nombre de su difunto esposo. Confirmó, ante aquellos cuchicheos, que era viuda de Abel Martín Biosca, el malogrado autor de una de las obras literarias más impactantes de los últimos tiempos, pilar de un nuevo movimiento, no muy bien entendido debido a sus revolucionarias bases ideológicas. Pero dijo que estaba allí no para hablar de su marido sino de la realidad que estaba dispuesta a desvelar ante los dormidos ojos y los sordos oídos de los allí presentes.
Los murmullos se convirtieron en burlas, pues muchos no habían respetado, en vida, a su esposo, y tuvo que detener su introducción biográfica, hasta que el espectador más callado y observador se levantó, apoyado en unas muletas, conservando la dignidad y el respeto que infundían sus encanecidas barbas, y pidió, con su voz ronca y pausada, respeto, y una silla y un café para la dama. Algunos, que no estaban dispuestos, a aquellas alturas de la noche, a aceptar ningún tipo de autoridad, viniera de quien viniese, abandonaron el local, tropezando en el camino, soltando obscenidades por sus gangosas gargantas borrachas, sin echar la vista atrás. Y los demás callaron, viendo como un enfurruñado camarero acercaba el asiento y la bebida a la viuda, mientras el anciano se sentaba y clavaba su mirada escrutadora en la recién llegada.
Tras el último trago reconfortante, se levantó, ya sin temor, recomponiendo su bufanda y su falda y, tras frotarse los párpados, volvió a hablar. Vaya si volvió a hablar.
A cada palabra, la asaltaban los momentos vividos hasta aquel instante. Las veces que había sufrido los malos tratos del que muchos creyeron persona intachable, las veces que había pasado hambre y frío acompañando al prolífico genio escribidor, las veces que había sido ninguneada ante las interesadas amistades del cada vez más afamado autor, las veces que había sufrido el desprecio marital ante su imposibilidad para tener hijos, las veces que había cargado con el aplastante cargo de conciencia por no decir nunca la verdad a nadie, dejando que una mentira infinita se transformara en una aseveración aceptada e inamovible. Supo, semanas antes, que allí estaría el editor de su marido, que allí estaría el crítico encumbrador de su obra, que allí estaría el creador del boom literario encendido con la chispa que había supuesto la amada y odiada, a partes iguales, Trilogía del Desánimo. Y era bueno que los tres estuvieran allí, dando igual sus estados etílicos, sus capacidades de concentración, sus consciencias, porque el momento y el lugar eran únicos e irrepetibles, para remover sus conciencias.
-Me llamo Juana Isabel Fernández Caballera y soy la autora de todos los textos firmados por mi difunto marido. No pretendo recuperar una fama mal atribuida y poco merecida. No pretendo más que decir una verdad ocultada porque ustedes, cómplices del sistema patriarcal y machista, así lo obligaban. Pretendo, y exijo, que se haga justicia para nosotras, las mujeres olvidadas por la Literatura y el Arte. Soy la creadora de los argumentos, de los personajes, de las vidas y de los mundos reflejados en las muchas novelas atribuidas a Abel. Tuvimos que salir del estado de pobreza en el que nos introdujimos con nuestro matrimonio, pues éste no fue aceptado por nuestras familias y no recibimos ayuda para empezar la nueva vida, sino que fueron nuestros brazos y nuestras mentes las que nos permitieron sobrevivir en esta sociedad repleta de mediocridad y de desidia. Mi amado esposo tenía pasión pero no talento, tenía sueños pero no era creativo, y me pidió ayuda y se la di, y, por comodidad y un vicio mal adquirido, seguimos engordando el engaño, hasta que se convirtió en algo avasallador e irreparable. Les pido perdón. Pero quiero que sepan que esta es la verdad y que es necesario que la acepten, por la memoria de mi marido y por la memoria del movimiento feminista que se ha creado a partir de mis ideas. La revolución ha llegado y será efectiva en cuanto alguno de ustedes, aquí, en el Café, que tanto amó mi Abel, la asuma y cambie las reglas que tanto aplauden.
Tras sus palabras, que fueron dichas sin interrupciones, salvo algún imperceptible carraspeo, se hizo el más profundo silencio. Pareciera que todos se hubieran trasladado, por arte de magia, a otro lugar, donde solo reinaba el tictac del gran reloj de pared, donde todos, y cada uno de los presentes, escuchaban sus propios latidos.
El arrastrar de una silla y el paso vacilante de unos tacones que impactaban en el suelo viejo, mientras que ella se sentaba para recuperar el aliento, hicieron que todas las miradas se focalizaran, de nuevo, en el anciano.