
Perfecto.
Lamento perfecto.
Sinrazón perfecta.
Denigración perfecta.
Intransigencia perfecta.
Persecución perfecta.
Exterminio perfecto.
Control perfecto.
Opresión perfecta.
Vileza perfecta.
Desesperación perfecta.
Desesperanza perfecta.


Perfecto.
Lamento perfecto.
Sinrazón perfecta.
Denigración perfecta.
Intransigencia perfecta.
Persecución perfecta.
Exterminio perfecto.
Control perfecto.
Opresión perfecta.
Vileza perfecta.
Desesperación perfecta.
Desesperanza perfecta.

En la intención estaba la desdicha, pues cada uno de los intentos fallidos de acercarse a la verdad, se resolvía en un cercenamiento de la constancia en su búsqueda.
Y al unísono, el hombre pretérito, incuestionado en su estupidez, volvía a caer, una y otra vez, en los errores cíclicos y eternos y acababa entonando el canto de la modernidad, que se repetía en letra y música, hasta hacerse inaudible, como un ronroneo lejano al que la costumbre transformaba en la nada más absoluta, lo que llevaba al reseteo de la especie, imprudente en toda su trayectoria existencial.
Y la intención se tornaba exterminio, y los desbarajustes de la conciencia colectiva, extinción.


El Hombre está dirigiendo, inconscientemente, sus expectativas y preferencias existenciales a la total explotación del planeta, teniendo como objetivo inmediato la búsqueda de su felicidad, basada en el poder y el confort extraídos del resto de los seres vivos e inanimados que la componen.
No se da cuenta que, tal como si de una casa se tratara, la base de la vida es el planeta que la ha visto nacer y evolucionar, sus cimientos. Si nos fijamos solo en el tejado como signo de que dicha casa está total y perfectamente construida, y nos olvidamos que lo que pisamos son los cimientos que la sustentan, la perfecta vivienda se puede derrumbar, destruir y, con ella, aniquilar lo que dentro contiene.
La Tierra está herida por el Hombre. Pero aún estamos a tiempo de sanarla.
El Hombre debe amar a su Madre, la Tierra.
Sin la Tierra no existiría el Hombre. Sin el Hombre sí existiría la Tierra, pero le faltaría aquello que la distingue entre los miles de mundos existentes.
Ella, como madre, nos ha dado pruebas de ese Amor, nos ha visto nacer y nos ha dejado crecer y desarrollarnos. Ninguna madre quiere la muerte de sus hijos. Comportémosnos correspondiendo a ese Amor.
Nuestra Madre se lo merece.
La extensión planetaria de las infraestructuras humanas en detrimento de los hábitats naturales conseguirán beneficios económicos a corto, medio y largo plazo, pero el planeta se resentirá y los perjuicios serán más profundos e irremediables.
Pero no se trata de huir del planeta dejándolos abandonados a su suerte, a su mala suerte.
Se trata de quedarse y enfrentar las próximas desdichas con ellos.

El cielo dejó de ser celeste.

No puedo matar a esa mosca.
No porque no se lo merezca por su aspecto impertinente ni por su zumbido deleznable. Ni porque digan que transmite enfermedades inclasificables y pretenciosas.
Merece vivir, y morir también.
Pero yo no la voy a matar.
Quizás lo haría en defensa propia. Pero no es el caso. No creo que saque ningún tipo de arma y, además, sería desproporcionado el combate. Ella tan pequeña y yo tan gigante.
Se trata de lógica irrefutable: Si la mato, mis superiores se me echarán encima.
Y lo más seguro es que ellos se librarían de mí tras uno de esos juicios sumarísimos a los que nos tienen acostumbrados con ese tribunal militar de sentencias amañadas.
Pero si así fuera, esta vez tendrían razón porque no es permisible ni plausible ni justo que desaparezca del Universo el único vestigio de vida de ese terrible planeta que acabamos de abandonar hace medio año luz, antes de que surtiera efecto la destrucción irreversible provocada por esos nauseabundos humanoides a los que hemos dado demasiadas oportunidades.
Así que ahora se la daremos a la mosca, y poblaremos con ella un mundo entero, que permitirá el paso a una evolución sostenible y que, ya se adivina, acabará surcando, con sus congéneres, los espacios, dentro de algunos millones de años.
Si dejo volar a esa mosca, se extenderá la Armonía en el Cosmos.
No, no puedo matar a esa mosca.
Es preferible que ella me mate a mí.

Fin de las emociones y las transiciones entre pensamientos vedadas.
Sin importar a qué se parecen o qué pretenden, porque son inmaduros, porque no tienen consistencia.
Porque presumen de genialidad sin tenerla.
Asumiendo que los borregos humanos aplaudirán la desidia y el conformismo.
Teniendo bastantes razones para claudicar ante la apatía.
Porque no son valientes.
Porque no se arriesgan a nada. Van a lo fácil y no saben de lo difícil.
De lo difícil que es vivir. Y sin esfuerzos las emociones finalizan.
Y se creen elegidos por un ente inexistente.
Y presumen de una vida llena para desasosegar a los demás.
Para embaucar y engañarlos con un paraíso ficticio.
Tan irreal como su propia vida.
Tan vacío como la vida ajena.
Porque son inmaduros y los demás son frágiles. De corazón y de espíritu.
Y de eso se aprovechan.
Y de eso se jactan.
Y en eso se malgastan.

Nos advirtieron varias veces y no hicimos caso. ¿Para qué? Si nosotros éramos más inteligentes que ellos. Si nuestras insulsas vidas nos daban derecho a despreciarlos. Si ellos tenían el conocimiento pero nosotros el poder del capital, del consumismo, del desperdicio de los recursos, de la barbarie del acelerado ritmo de nuestras vidas.
Y se cansaron de indagar, de buscar salidas a lo que no parecía tenerlas, de enseñar y difundir la verdad, de comprobar una y otra vez sus teorías con la realidad circundante.
Se aburrieron de ser altruistas.
Y acabaron liberando sus remordimientos por dejar que sus palabras y sus obras cayeran en el olvido, antes de dejar de ser Científicos.

Nos advirtieron varias veces y no hicimos caso. ¿Para qué? Si nosotros éramos más inteligentes que ellos. Si nuestras insulsas vidas nos daban derecho a despreciarlos. Si ellos tenían el conocimiento pero nosotros el poder del capital, del consumismo, del desperdicio de los recursos, de la barbarie del acelerado ritmo de nuestras vidas.
Y se cansaron de indagar, de buscar salidas a lo que no parecía tenerlas, de enseñar y difundir la verdad, de comprobar una y otra vez sus teorías con la realidad circundante.
Se aburrieron de ser altruistas.
Y acabaron liberando sus remordimientos por dejar que sus palabras y sus obras cayeran en el olvido, antes de dejar de ser Científicos.


(Fotografía: Jesús Fdez. de Zayas «Archimaldito»)