Me hago el dormido

En la trastienda de mi desesperación acudo a los recuerdos de hechos fútiles, tan livianos como mi paciencia con los demás, con esos prójimos que están siempre muy lejanos.
Y la paciencia infinita corroe la pequeña parte de egoísmo que queda en mí.
Y asumo la desesperanza, el no fiarme de nadie ni de nada que provenga de humanos, porque la mente me lleva a revivir la inacción de tantos y tantos inútiles y mediocres.
Y llego a dudar que aquellos recuerdos existan, que no sean más que memorias implantadas por los miembros del poder oculto que maneja y diluye todo.
Tampoco me fío de mí mismo, pues son tantas veces las que he fallado que he traicionado a mi animalidad, ya que mi humanidad la he perdido.
Los hombres me explican cosas, pero yo no las entiendo.
Creo que, al fin, no soy nadie.
Y duermo, claro que duermo. Aunque creo que, más bien, me hago el dormido.

Fotografía de Archimaldito

Cervantes, Quijote y Sancho

Estoy de paso en la gran ciudad, donde todos miran hacia abajo, pero no hacia el suelo sino hacia la pantalla del teléfono móvil que tienen entre sus manos.
En el suburbano, aquí llamado Metro, donde me tengo que desplazar hasta mi destino, donde me encontraré con un amigo de la época del instituto, todos están como hipnotizados andando por los andenes, subiendo y bajando escaleras, dentro de los vagones, sentados o de pie, sin despegar la vista de su pantallita, aislados también del entorno con los auriculares que todos llevan. Me siento como si fuera un extraterrestre recién llegado a un nuevo planeta. Una señora muy mayor casi me arrolla hace un rato cuando no se ha dado cuenta de que yo estaba dentro del vagón, agarrado a la barra de sujeción, porque pretendía llegar hasta los asientos, pero sin levantar la vista, en ningún momento, para mirar lo que la rodeaba. Pero no ha conseguido sentarse porque los jóvenes, que deberían haberla cedido el asiento, no se han percatado de su presencia al estar ensimismados en las redes sociales a cuya ventana se asoman desde su dispositivo móvil.
Es como si todos fueran zombis. Menos mal que ya me faltan pocas paradas para llegar a Plaza de España.
Miro mi reloj de pulsera y soy, por una vez, puntual, y ya estoy saliendo al exterior para dirigirme al Monumento a Cervantes.
-¿Por qué no levantan la vista y contemplan el inconmensurable Edificio España?- le pregunto a Don Quijote, como si esperara respuesta de la estatua, imaginándome que Sancho me responde, con su desparpajo, a su vez con otra pregunta.
-¿No se percata, noble señor, que estoy aquí, con mi hidalgo, para vigilar que Madrid no desaparezca y que los viandantes no sean abducidos por la desesperanza?
Y cerca, por fin, escucho el ritmo de una guitarra, que pareciera acompañar a sus imaginadas palabras.
Un músico ambulante está haciendo que se acerquen personas a contemplar su interpretación, y que levanten la vista y observen el maravilloso azul del cielo mientras corean, tímidamente, el archifamoso «Pongamos que hablo de Madrid».

Jerjes El Grande, fundador y líder del grupo Drunk In Palace.
(Fotomontaje por Archimaldito).

Nota: Parte de este microrrelato está inspirando en el trovador funkyurbano Jerjes El Grande, genio musical y luthier inventor.

Perfección

Perfecto.
Lamento perfecto.
Sinrazón perfecta.
Denigración perfecta.
Intransigencia perfecta.
Persecución perfecta.
Exterminio perfecto.
Control perfecto.
Opresión perfecta.
Vileza perfecta.
Desesperación perfecta.
Desesperanza perfecta.

Fotografías de Jesús Fdez. de Zayas «Archimaldito«

Me vigiláis

                

Me vigiláis.
Me escucháis.
Me veis.
Me observáis veinticuatro horas al día siete días a la semana durante toda mi vida o, por lo menos, desde que habéis tomado el control.
Y yo he caído en la trampa de ese seguimiento continuo de mis actividades habiendo sucumbido a los instrumentos del sistema.

imagen, Joseph Mucira en Pixabay. 2ª imagen, zerotake en Pixabay

El día a día

Son cosas extrañas que ocurren cuando estás solo en la noche.
Parpadear en la oscuridad y ver luces intermitentes a ambos lados de tu inexistente campo visual.
Observar tus piernas enflaquecidas por el tiempo y desear volar para que no aguanten tu peso por mucho más tiempo.
Liberar un grito y enmudecer en la primera sílaba que aún no has tragado.
Ruborizarte en la distancia de la cercanía a la mujer que amas mientras observas sus párpados caídos por el cansancio de la edad desmerecida.
Escuchar ruidos y luego risas de los que los han provocado por hallarle gracia a la injusticia.
Alterarse por las voces sutiles y las palabras apagadas que a veces se tornan ininteligibles.
Rumiar la cena cuando estás pensando en el desayuno y sonreirte, porque nadie te ve hacerlo, cuando sabes que volverás a caer en la gula del consumismo más cruel.
Soportar los dolores de muelas esperando que no se hagan más crueles con los próximos latidos de tu taquicárdico corazón.
Parpadear rápido para intentar que tu vida futura se transforme en una película en blanco y negro.
Aguantarte las ganas de orinar porque crees que algo extraordinario está a punto de suceder y no te lo puedes perder.
Escribir en el aire palabras de amor por si pueden leerlas en un espacio paralelo.
Intentar recordar todas las mentiras que has dicho durante el día para intentar enmendarte a la mañana siguiente.
Provocarte una tos, de vez en cuando, para asegurarte de que aún respiras y estás vivo.
Y dormirte, siempre dormirte, aburrido de la vida, convencido de que cosas aún más extrañas ocurrirán cuando estés solo en el día.
En el día a día.

Fotografía de Jesús Fdez. de Zayas «Archimaldito»

Olvido

A veces, olvido el dolor.
Ese martilleo incesante en mis palpitaciones.
Ese ruido de fondo que me bloquea en mi apreciación del entorno.
Mas cuando está conmigo, me preparo para curar las heridas del prójimo, cuando estas no son sangrantes sino lacerantes.
Pues el dolor me hace empático, y el ardor en mis ojos, y en el estómago, me hace adivinar las raíces de los sufrimientos que traen consigo las injusticias y las necedades de los que oprimen.

Fotografía de Miguel Ángel Delgado Olmo

Distopía no tan distópica

¡Qué bien peinados están todos! Afeitaditos y con su traje impoluto. Lo malo es que no saben hacerse bien el nudo de la corbata y eso les desprestigia frente a las miradas de los puretas. Pero no pasa nada. Al menos, no tienen ningún rastro de caspa en los hombros y la zona de la cremallera no está abultada, y es como si no tuvieran genitales. Ángeles uniformados. Menudo lujo.

¡Qué estilazos llevan ellas! Sin manchas de carmín en los dientes, sin mostrar escote, sin insinuaciones de curvas corporales. Sin cruzar las piernas y sin estar continuamente mirándose las uñas ni tocándose el cabello. Recatadas, femeninas e, incluso, feministas algunas. Pero no pasa nada. Seguirán siendo ninguneadas y silenciadas. Y creerán que algo está cambiando, pero el patriarcado nunca da pistas de su extinción, y los pensamientos y murmullos de revolución son silenciados por los piropos de los maleducados.

¡No te acerques a mí, mísero trabajador que te levantas todos los días a las cinco de la mañana para desplazarte a tu puesto de trabajo! ¡Ni se te ocurra mirarme, indigente que me tiende la mano abierta, no para saludarme, sino para gorronearme unas monedas! ¡No me dirijas la palabra, estúpida camarera de habitación, que aún tienes la desfachatez de sonreírme y darme los buenos días cuando salgo de mi suite!

¡Desvergonzados todos!

Imagen de Ernie A. Stephens en Pixabay

100 y 1

Cien y uno.
O mil y tres mil millones.
No importa.
La distancia y el desamparo son lo mismo.
La ilusión y el engaño dan lo mismo.
Y ellos, ilusos todos, dejándose las alusiones al cambio en el camino,
porque creen que se degradarán con algún tipo de revolución, porque creen que se desangrarán en la catarsis, en la que no quieren creer y de la que nada quieren saber.

Intención Extinción

En la intención estaba la desdicha, pues cada uno de los intentos fallidos de acercarse a la verdad, se resolvía en un cercenamiento de la constancia en su búsqueda.
Y al unísono, el hombre pretérito, incuestionado en su estupidez, volvía a caer, una y otra vez, en los errores cíclicos y eternos y acababa entonando el canto de la modernidad, que se repetía en letra y música, hasta hacerse inaudible, como un ronroneo lejano al que la costumbre transformaba en la nada más absoluta, lo que llevaba al reseteo de la especie, imprudente en toda su trayectoria existencial.
Y la intención se tornaba exterminio, y los desbarajustes de la conciencia colectiva, extinción.

El Cero

Pensó que allí podía liberarse. Librarse de la discordia que existía en sus ideas, cuyo significado y finalidad insultaban su deficiente inteligencia. Persistía en intentar retener las más banales, las que adivinaba que no podrían perjudicar a los que estaban fuera, al otro lado del espejo. Y esperó.
No sintió ni sed ni hambre ni le asaltaron las necesidades básicas de  su vejiga e intestinos. Y no se extrañó. Quizás se había cumplido su deseo.
Y la cuenta atrás no se detenía.

El paraíso de las ideas estaba a punto de abrirle sus puertas. En el que se disgregarían hasta hacerse nulas. En el que las preocupaciones o las alegrías no existirían. El auténtico vacío. La nada más absoluta en la que ni siquiera existiría la nada. El descanso eterno. El no recordar, el no pensar, el no sentir.

Y al otro lado del espejo no existían imágenes reflejadas porque no había luz ni color ni materia ni energía.

Los diez minutos pasarían rápido. Debía prepararse para lo que iba a venir, o a ir, o a ser o no ser.

El último estallido, el último chasquido, la anulación del contacto. 

El no. El cero.

Imagen de Gordon Johnson en Pixabay