Mi hastío del estío

Cuando corres, sopla el viento.

Al correr, haces viento.

Y la gente insiste en decirme que el viento es único y que uno no puede crearlo.

Limítate a sufrir el calor y derrítete bajo el sol de justicia en el verano insoportable. Cada vez más insoportable.

Antes deseábamos que llegara para disfrutar de la vida, del descanso de las vacaciones escolares. Ahora, de mayores, deseamos que nunca llegue, y transmitimos ese miedo a nuestros hijos. La piel es la primera alarma y la muerte es la última llamada de atención.

Cualquier mínimo esfuerzo se convierte en un reguero de sudor caliente primero, que te baja por la nuca, haciéndote sentir escalofríos cuando toca la espalda ya helado.

Me transformo en un papanatas que busca la sombra más duradera y que provoca corrientes de aire casi tan mortales como el hervimiento del cerebro.

Las manchas solares se trasladan a través del espacio-tiempo y se acoplan en mi piel mostrando su reflejo cruel en estética y dolor.

Y si bebes demasiado líquido, lo pierdes en micciones, lo malgastas en cejas empantanadas que cuando rebosan te irritan los ojos, y el velo saldo te provoca la impotencia de la ceguera instantánea.

Casi mejor dejar pastosa la lengua, que para lo que hay que decir es preferible dosificar los buches de agua y observar los orines cada vez más oscuros, más densos, más preocupantes.

Y el alivio, cuando corres. Así es. Cuando provocas el viento, aunque el aire no sople.

 

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Vida y muerte

   … Aquel calor que me envolvía me sería extraño diez segundos después, cuando la luz diera paso al reto del comienzo de mi vida. Intenté concentrar mis escasos sentidos en la oscuridad que me impregnaba porque tenía la certeza de que jamás volvería a disfrutar como lo había hecho en aquellos nueve meses.

   De pronto, unas manos tocaron mi cara y tiraron de mi cabeza como si quisieran separármela del resto del cuerpo, y cuando estaba dispuesto a chillar por el dolor, me di cuenta de que no salía ningún sonido de mi garganta, aunque de todos modos no hubiera servido de nada porque aquellas manos se deslizaron rápidamente hacia mi tronco y continuaron estrujándome, pero esta vez sin hacerme demasiado daño, porque era como si todo yo me estuviera deshaciendo de una segunda piel que me ciñera con su líquido viscoso.

   Y la calidez, que suponía eterna, dio paso al frío desalentador del aire aséptico que me circundaba. Durante milisegundos odié aquella sensación de caída al vacío, pero la piel rugosa de unos guantes me despertaron a la realidad, cuando una de las manos que envolvían chocó, en un estallido, contra mis nalgas. Y la rabia contenida en mí salió por mi garganta. Y el crujido de mis cuerdas vocales la transformó en un alarido quejumbroso.

   Ella nunca lo sabrá, pero logré verle los ojos, aquellos maravillosos ojos azules que se fueron acercando a mí con una sonrisa. Y al momento, de nuevo el calor. Y recuperé lo que me habían quitado. Mi madre me susurró algo a lo que nunca he logrado dar significado, pero cuya armoniosa entonación degusté como parte de su amor. En aquel mismo instante pasé de ser lo más importante en la vida de una persona a ser la provocación del último suspiro de la misma. Mi madre murió con una sonrisa dibujada en su rostro. Una sonrisa que me haría preguntarme años después si había deseado la muerte o se sentía dichosa de haber muerto dejando un testigo de su existencia. Lo que yo sé es que preferiría que ella siguiera conmigo compartiendo mis triunfos…

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En agosto

   Cómo fardaba con su chaqueta nueva. De cuero negro, reluciente, que se ceñía a su cuerpo como un guante a la mano.

   En su momento de gloria, saliendo del ambiente acondicionado de los grandes almacenes hacia el calor insoportable de la calle de un Madrid de agosto.

   Y aquellas gotas, las de gomina, mezclándose con el mar de sudor que tenía al final del cuello.

   Cimbreándose a lo Travolta, pero con muchas más canas.

   Un sueño cumplido. ¡Benditas rebajas!

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Receta sensual

   Dos cucharadas de sirope de fresa, una cucharada de aceite de oliva virgen, una pizca de sal, tres suspiros de menta y un instante de lujuria, y creo que este ungüento funcionará, bien repartidito por tus partes más sensibles.

   Sólo cierra los ojos y déjate hacer.

   Que cuando cierre el horno, sentirás otro tipo bien diferente de calor.

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Plan de evasión

Era fundamental que memorizara todos los detalles de la huida pues no podía dejar ninguna pista material de sus planes. No quería cometer el error de su vecina, la que había creído que a los nuevos moradores de la casa no les importaría su presencia en la esquina blanca, al otro extremo de lo que se suponía iba a ser el dormitorio de matrimonio.

   Esa vez ella había sido pasada por alto, pero aprovecharía la noche para trasladarse al exterior, aprovechando que abrirían las ventanas para vencer el calor reinante.

   Antes de que volvieran a la carga a la mañana siguiente con alguna escoba o plumero que, seguro, quebraría alguna de sus frágiles patas, alguna de sus ocho largas patas.

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