La muerte bella

Conservó sus fuerzas y aminoró sus pasos y, con ello, el ritmo cardiaco. Observó el paisaje en el que estaba inmerso y decidió ralentizar su respiración, dándose cuenta que así aminoraba el sacrificio inútil de las micro criaturas que pululaban alrededor de su cabeza, a veces tantas, que no permitían tener una visión completa del terreno que pisaba.
El ardiente sol del mediodía estaba castigando la superficie de su casco protector e imaginó que su cerebro se diluiría sino lo llevara puesto.
El sudor reciclado empezó a tener un sabor insoportable y decidió dejar de beber. Creyó que la distancia que le separaba de su destino le permitiría aguantar la sed creciente. Abandonó su mochila de provisiones y con ella el peso extra que torturaba su cuerpo.
Hacía tiempo que había dejado de ver el vehículo abandonado y deteriorado. Las botas de compensación impactaban en la grava iridiscente y agradeció no escuchar los impactos de las piedrecillas en su uniforme acorazado.
Cuando estuvo a punto de detenerse para descansar, escuchó sonidos en su fonocaptor implantado. La lógica le susurró que aquello era imposible porque estaba solo y que debían de tratarse de interferencias provocadas por alguna anomalía magnética no predicha ni clasificada.
El ritmo lento de sus latidos y anulación integral de sus pulmones permitieron crear un silencio continuo en sus registros. Sin las interferencias propias esperó a que se reprodujeran los sonidos externos, y continuó andando con zancadas mínimas, sudando, apartando la niebla de lo que creía que eran insectos, esperanzado en llegar pronto al punto de encuentro.
Cuando el calor empezó a crear espejismos, un tono agudo laceró sus oídos y cayó de rodillas, agarrándose la cabeza con ambas manos, en un acto reflejo, como si creyera que así iban a desaparecer las vibraciones que rasgaban su entendimiento.
Lágrimas hirvientes resbalaron por su rostro, haciendo imposible la visualización de su entorno, y cayó desmadejado, inerte, de cuerpo entero, sobre el suelo que se había convertido en arena de colores.
Le habían enseñado que la muerte era oscura, lúgubre, pero le pareció que aquél era un bonito final, que se merecía ese terminar deslumbrante, después de haber recorrido millones de kilómetros, después de haber vivido en otras miles de insulsas vidas.

El Cero

Pensó que allí podía liberarse. Librarse de la discordia que existía en sus ideas, cuyo significado y finalidad insultaban su deficiente inteligencia. Persistía en intentar retener las más banales, las que adivinaba que no podrían perjudicar a los que estaban fuera, al otro lado del espejo. Y esperó.
No sintió ni sed ni hambre ni le asaltaron las necesidades básicas de  su vejiga e intestinos. Y no se extrañó. Quizás se había cumplido su deseo.
Y la cuenta atrás no se detenía.

El paraíso de las ideas estaba a punto de abrirle sus puertas. En el que se disgregarían hasta hacerse nulas. En el que las preocupaciones o las alegrías no existirían. El auténtico vacío. La nada más absoluta en la que ni siquiera existiría la nada. El descanso eterno. El no recordar, el no pensar, el no sentir.

Y al otro lado del espejo no existían imágenes reflejadas porque no había luz ni color ni materia ni energía.

Los diez minutos pasarían rápido. Debía prepararse para lo que iba a venir, o a ir, o a ser o no ser.

El último estallido, el último chasquido, la anulación del contacto. 

El no. El cero.

Imagen de Gordon Johnson en Pixabay

Extraño

Los hombres vinieron hacia mí y yo, con un gesto de respeto, bajé la mirada y mostré un semblante serio y preocupado.
-No soy perfecto. Tengo un gran defecto: la sinceridad extrema. Una vez alguien me dijo que soy un manipulador. Y tenía razón. Pero no me merezco poder manipular a las personas. Porque… ¿saben? Duele.

Los hombres se fueron alejando, dejando atrás una estela de desánimo y de desinterés por el extraño. Dejándome, de nuevo, solo.

Visible

Había llegado demasiado lejos.

Sin pensar en los límites, había vuelto a contradecir todas las leyes físicas conocidas, para salirse con la suya, con el riesgo inherente a su ímpetu revolucionario.

Paso a paso, errando para avanzar, sobreponiéndose siempre a las críticas de sus colaboradores y allegados, quedándose, al final del proceso, solo, sin nadie que celebrara su triunfo.

Y para preservar su legado había grabado cientos de horas de vídeo, atestiguando sus avances, hasta dejar de ser visible y que solo quedara registrada su entusiasta voz.

Y los miles de procesos espaciotemporales rebasaban las capacidades de los más potentes ordenadores, dejándolos inservibles, sin opción de poder replicar sus hallazgos en el futuro.

Ahora deambulaba sin destino, decidiendo quedarse mudo para siempre, para no trastocar el tejido social, para no asustar a las masas ni a los poderosos, para que siguiera todo igual.

Para que su invisibilidad fuera su inexistencia.

Los niños

Los niños gritaban y lloraban bajo un sol ardiente confinados en un contenedor al que le faltaba la parte superior que valiera de techo.

Me acerqué a ver qué ocurría con ellos en aquella situación y me salieron varios hombres armados al paso, desdentados, sudorosos y embriagados, amenazándome para que no me acercara más.

En una caseta contigua, un par de mujeres asiáticas tiraban comida a los niños, desde arriba, como si estos fueran animales, y dos de ellas sujetaban a uno de los niños mientras un viejo de barriga hinchada y pústulas por todo el cuerpo se masturbaba delante del niño al que habían desnudado completamente, mientras hacían fuerza para que el niño no se zafara.
No pude soportar la visión de aquella perversión y, olvidando los avisos de los vigilantes borrachos, ingresé a toda velocidad en la caseta y molí a palos al viejo asqueroso y a las mujeres perversas mientras que agarraba al niño y huía de allí a toda la velocidad que me permitían mis piernas y la fuerza de mis brazos que soportaban el peso del chaval , que estaba como drogado.

Este texto fue escrito nada más despertar, tras haber visualizado lo que en él se narra en una pesadilla exprés e inacabada. Mi subconsciente debe de estar enviándome mensajes.

3, 2, 1


Cuando escuchó la detonación, no pensó que hubiera sido tan cerca. Pero, aún así, corrió y corrió sin mirar atrás, por si le alcanzaba la mala suerte. 

Cuando, a su paso, otras explosiones fueron concatenándose a ambos lados de la calle por la que estaba dejando su aliento y sudor, pensó que ya era una cuestión de casualidades ajenas a su persona.

Siguió avanzando a grandes zancadas, las que le permitían su juventud y su estatura, ansioso de guarecerse en el aparcamiento subterráneo del centro comercial que se encontraba a tres manzanas de su ubicación, y empezó a preguntarse por qué no escuchaba gritos ni sirenas y por qué no había gente huyendo con él ni animales saliendo despavoridos en todas direcciones.

Creyó estar dentro de un mal sueño y que cuando despertara lo haría sudoroso y con falta de aire y, consolado con esa perspectiva, siguió sorteando los cascotes de los edificios estallados.

Y llegó al humo denso e irrespirable cayendo al suelo por la asfixia, cerrando los ojos por sentirlos arder, tapándose los oídos para escuchar su propia respiración, pues del exterior ya no escuchaba más que un pitido continuo y lacerante que eclipsada sus otros sentidos. Rogando que el polvo que estaba en suspensión, y que le iba cubriendo mientras que adoptaba una posición fetal, se convirtiera en purpurina de colores de fiesta y que el radiodespertador lo sustrajera de la desesperanza que estaba invadiendo su psiquis descontrolada.

Y empezó a sentir cómo se ralentizaban sus latidos, cómo su lengua se convertía en un tapón de carne pastosa que no le dejaba tragar la poca saliva que embalsaba en la boca sellada por labios resecos y sangrantes.

Levantó, por última vez, los párpados, antes de apagarse, y no vio más que oscuridad.

Ciego y sordo. Muriendo poco a poco.

Sin poder llorar o gritar.

Tres, dos, uno.

Extracto de SOL

Se despertó de madrugada y fue entonces cuando escuchó los alaridos. Provenientes de los otros adosados. Y ruidos de carreras por la calle. Gritos y gente corriendo descontrolada. Como si les fuera la vida en ello. No se decidió a salir hasta que pareció llegar, de nuevo, el silencio. Pero cuando se dirigía a su coche, para revisar si tenía desperfectos por posibles vandalismos, cayó al suelo por un violento empujón. Y, aunque las farolas no funcionaban, pudo ver la cara, la media cara de su asaltante.

La Multitud

 

Esta vez mi paciencia ha sobrepasado su límite.

Esta vez he conducido un centenar de kilómetros para llegar hasta aquí, al culo del mundo, donde nadie me vea, donde no exista gloria ni alarma en lo que voy a hacer. Donde nadie ni nada, salvo el viento, intente detenerme y me haga repensar mi decisión.

Esta vez el borde del acantilado está a mis pies, en la semioscuridad, con las olas allá abajo, adivinadas por el sonido relajante de sus rompientes.

Esta vez he saltado.

Y el pitido del aire acelerado ensordece mis sentidos, cerrando los párpados, notando la presión de la velocidad en mi cuerpo que cae descontrolado.

Esperando el impacto. Esperando el click del apagado.

Y los segundos se hacen eternidad. Y otra vez estoy empezando a impacientarme.

Pienso, demasiado tarde, que voy a aplastar a algún habitante de las rocas, o a varios, con el guiñapo en el que me voy a convertir.

Y creyendo que ya está aquí el silencio, un murmullo gratificante me sorprende.

Pero, ¿qué hace aquí tanta gente?

 

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Beso volado

 

Le dijeron, por activa y por pasiva, que ésas no eran maneras de evadirse de la realidad.

Que tomara drogas, que bebiera hasta caer arrastrándose por las calles, que meditara pensando en Gaia y todos sus habitantes, que hiciera lo que quisiera, que se le iba a perdonar fuera lo que fuese.

Pero él hacía oídos sordos. Se ponía al final del corredor de su casa en el noveno piso y cogía carrerilla hasta llegar al salón y tirarse por su ventana.

Y cuando llegaba abajo y se estampaba contra el asfalto, su hija arriba, desde la ventana recién abandonada, seguía gritando y gritando de terror, creyendo que esta vez no lo lograría.

Pero siempre se levantaba, se recomponía la cabeza y las extremidades quebradas y reía, reía a carcajadas sabiendo que su mejor manera de huir de la realidad era burlando la muerte. Y la soltaba un beso volado. Y su hija, desde las alturas, y todos los espectadores incrédulos que le rodeaban, reían con él.

2019-11-03 19.09.19

Un día más

Un día más. Un día triste más. Conmigo misma y sin nadie más. Tan desmoronada como siempre, cuando el siempre ya no tiene sentido pues cada segundo se repite. En esta interminable órbita los víveres se van agotando y mi final está más claro que nunca, a pesar de que me dejé engañar en el reclutamiento. Sé que mis compañeros de misión nunca volverán porque a ellos también los engañaron y allí abajo no hay nada ni nadie. Desde hace un mes que no recibo sus constantes vitales y mi esperanza en volverlos a ver, sonriendo frente a mí, ha desaparecido. También sé que mis señales de auxilio nunca llegarán a su hipotético destino. Afuera, el Universo se detiene cada vez que cierro los ojos rendida, consternada, con una alta erosión en mi mente. Ya no me importa que las uñas y pelo me crezcan a una velocidad desmesurada. Me da igual mi aspecto pues hasta de mí estoy cansada. Pongamos que un amanecer impreciso de un día cualquiera las células de energía de esta nave se agotan y que caigo en espiral precipitándome contra la superficie de este maldito planeta. Pongamos que sobrevivo al impacto, algo físicamente imposible. Pongamos que soy una ilusa y creo que sus supuestos habitantes, hasta ahora invisibles, me rescatan. La falta de oxígeno me está empezando a afectar. Mejor hago que el Universo se detenga para siempre. Para que no haya un día más.

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