Recuerdo a aquel niño que susurraba al bueno de Bruce Willis aquello de «a veces veo muertos». Pues bien, yo tengo aún dentro de mí a mi niño interior que me susurra continuamente «a veces veo tuertos». ¿O es que los que me rodean no se dan cuenta que tienen ante sí un problema y no lo ven en su auténtica y completa crueldad? Soy actor y tengo la osadía de decirte que, dentro de poco, todos los que son como yo no existirán. Mi carne y mis huesos, mis pensamientos, mis lágrimas y mis carcajadas ya no serán mías. Como tampoco serán suyas las palabras de los que escriben mis personajes y las encumbran hacia tu cerebro para que los escuches y los veas como reales. Ni nadie real registrará mis movimientos, mis gestos, mis liberaciones en un grito de exaltación o dolor eterno, ni habrá nadie que les dé sentido en la concatenación de experiencias de los que me acompañen en la aventura. No seré yo ni serán ellos porque los tuertos han decidido mirar con un solo ojo, sin saber que más adelante quedarán ciegos por la osadía de confiarlo todo a unas entelequias sin estómago, que no lloran ni ríen ni, menos aún, sienten pinchazos de desesperanza en el corazón, porque no lo tienen. Y estarán ciegos, aunque crean que ven, porque lo que contemplen no será parte de este maravilloso mundo real. Mis personajes no tendrán parte de mí ni serán parte de mí, porque lo más seguro es que no sea yo… a quien veas en la pantalla.
En la trastienda de mi desesperación acudo a los recuerdos de hechos fútiles, tan livianos como mi paciencia con los demás, con esos prójimos que están siempre muy lejanos. Y la paciencia infinita corroe la pequeña parte de egoísmo que queda en mí. Y asumo la desesperanza, el no fiarme de nadie ni de nada que provenga de humanos, porque la mente me lleva a revivir la inacción de tantos y tantos inútiles y mediocres. Y llego a dudar que aquellos recuerdos existan, que no sean más que memorias implantadas por los miembros del poder oculto que maneja y diluye todo. Tampoco me fío de mí mismo, pues son tantas veces las que he fallado que he traicionado a mi animalidad, ya que mi humanidad la he perdido. Los hombres me explican cosas, pero yo no las entiendo. Creo que, al fin, no soy nadie. Y duermo, claro que duermo. Aunque creo que, más bien, me hago el dormido.
Estoy de paso en la gran ciudad, donde todos miran hacia abajo, pero no hacia el suelo sino hacia la pantalla del teléfono móvil que tienen entre sus manos. En el suburbano, aquí llamado Metro, donde me tengo que desplazar hasta mi destino, donde me encontraré con un amigo de la época del instituto, todos están como hipnotizados andando por los andenes, subiendo y bajando escaleras, dentro de los vagones, sentados o de pie, sin despegar la vista de su pantallita, aislados también del entorno con los auriculares que todos llevan. Me siento como si fuera un extraterrestre recién llegado a un nuevo planeta. Una señora muy mayor casi me arrolla hace un rato cuando no se ha dado cuenta de que yo estaba dentro del vagón, agarrado a la barra de sujeción, porque pretendía llegar hasta los asientos, pero sin levantar la vista, en ningún momento, para mirar lo que la rodeaba. Pero no ha conseguido sentarse porque los jóvenes, que deberían haberla cedido el asiento, no se han percatado de su presencia al estar ensimismados en las redes sociales a cuya ventana se asoman desde su dispositivo móvil. Es como si todos fueran zombis. Menos mal que ya me faltan pocas paradas para llegar a Plaza de España. Miro mi reloj de pulsera y soy, por una vez, puntual, y ya estoy saliendo al exterior para dirigirme al Monumento a Cervantes. -¿Por qué no levantan la vista y contemplan el inconmensurable Edificio España?- le pregunto a Don Quijote, como si esperara respuesta de la estatua, imaginándome que Sancho me responde, con su desparpajo, a su vez con otra pregunta. -¿No se percata, noble señor, que estoy aquí, con mi hidalgo, para vigilar que Madrid no desaparezca y que los viandantes no sean abducidos por la desesperanza? Y cerca, por fin, escucho el ritmo de una guitarra, que pareciera acompañar a sus imaginadas palabras. Un músico ambulante está haciendo que se acerquen personas a contemplar su interpretación, y que levanten la vista y observen el maravilloso azul del cielo mientras corean, tímidamente, el archifamoso «Pongamos que hablo de Madrid».
Jerjes El Grande, fundador y líder del grupo Drunk In Palace. (Fotomontaje por Archimaldito).
Nota: Parte de este microrrelato está inspirando en el trovador funkyurbano Jerjes El Grande, genio musical y luthier inventor.
Creo tener muchos amigos, aunque casi todos son conocidos, los circunstanciales que ves de ven en cuando. Me rodean, casi siempre, cientos de personas, y me veo, desde arriba, mirándolos. Las risas, los halagos, los aplausos efímeros, el bienestar pasajero, mientras lo único que escuchas, continua e incesantemente, son los murmullos de tu mente, los latigazos del corazón y el tintineo de tus ansias. Al principio y al final del camino, físico o imaginado, estoy yo conmigo, buscándome, comprendiéndome, queriéndome. Los demás, los prójimos, son circunstancias vitales, amparos para el alma, destellos para que no duermas, para que no ensueñes demasiado, en el camino hacia la desaparición.
Lo único que me mueve es estar quieto. Y sin embargo, en la osadía de mi existencia clamo por desaparecer de ella. Visionando cada detalle del proceso. Sintiendo el irse de la sangre a raudales, hasta quedar vacío y liviano. No quiero disolver mi forma con la firma de lo infernal. Se acercan tiempos devastadores para mi mente.
Le vi, como a unos diez metros de distancia, cuando me dirigía a mi puesto de trabajo en el Westin Palace, en el año que fui jefe de medios audiovisuales de este hotel, allá sobre el año 1999. Me impresionó su porte y elegancia, y su cabello encanecido, y me hubiera gustado decirle que yo era admirador de su talento y su obra, pero no tenía permitido hablar con los clientes, a no ser que fuera por asuntos relacionados con mis funciones profesionales. Él era el Sr. Vargas Llosa.
Antes y después de ese momento, inolvidable para mí, he estado leyendo, y coleccionando, sus obras, y he debatido, con mis parientes y amigos peruanos, la conveniencia de su presidencia, siempre utópica, en ese país andino al que me unen tantos sentimientos y vivencias.
Recuerdo, con cariño, la lectura de sus memorias «El pez en el agua», y mi ritual mañanero de acercarme al kiosco para comprar, durante una semana, los ejemplares del periódico El País, que contenía su «Diario de Irak», publicado desde el 3 al 9 de agosto de 2003, por estar convencido de que él era el único cronista objetivo que me merecía la pena leer en aquella época tan convulsa nacional e internacionalmente.
El 17 de marzo de 2019 escribí, en mi blog literario, sobre una de sus obras:
«Quien me conoce sabe que, en la medida de lo posible, soy una persona objetiva y que, para valorar algo, intento desarraigarme de mis ideas y sentimientos para opinar sobre algo o alguien.
Esto que escribo viene a cuento porque el escritor, cuyo libro recomiendo hoy, está muy lejos de mí en cuanto a ideales políticos y socioeconómicos y, sin embargo, es uno de mis escritores favoritos de todos los tiempos: Mario Vargas Llosa.
Este libro del 2000 es una obra maestra. Todos los de Vargas Llosa lo son, pero lo que me ha hecho inclinarme por La fiesta del Chivo es su absoluta maestría en la descripción de personajes y acciones. Sobre todo sus descripciones explícitas de los hechos que, anecdóticamente, me hicieron revolver, como nunca, las entrañas, sintiendo arcadas y entrando, literalmente, en estado de shock, algo que nunca me ha ocurrido con otro libro. Estuve muy enganchado a su trama y, después de su lectura, quise saber más sobre los hechos históricos que narra: El auge y caída de la dictadura de Trujillo, que marcó la historia oscura de la República Dominicana.»
Gracias a él, y a Asimov, soy el escritor que soy, pues sus estilos narrativos me inspiraron, e inspiran, muchos de mis textos, y sus vidas, dedicadas a la literatura, me animaron siempre a seguir un sueño, por ahora, inalcanzable, pero no abandonado.
Gracias a Mario Don Mario (así titulé uno de mis microrrelatos archimalditos), se aclararon mis infinitas dudas y conseguí salir de mis vaivenes y convulsiones literarias, tras la lectura de sus «Cartas a un joven novelista».
Nunca tuve la oportunidad de hablar con él en persona y siempre tuve mi fantasía personal de estar dándole un apretón afectuoso de mano mientras le susurraba, observando su prominente sonrisa, un «encantado de conocerle… y gracias por todo, Sr. Presidente».
Dicen, cuando alguien fallece, aquello de «descanse en paz». Quizás ahora, esté donde esté, haya logrado llegar a un espacio-tiempo donde la Paz, que tanto deseó para el Mundo, sea algo más que una palabra vacua y de realidad inalcanzable.
Allá, donde esté, si es que algo está o algo queda, quizás descanse, o no, el Escribidor y el Hablador Don Mario.
¡Qué bien peinados están todos! Afeitaditos y con su traje impoluto. Lo malo es que no saben hacerse bien el nudo de la corbata y eso les desprestigia frente a las miradas de los puretas. Pero no pasa nada. Al menos, no tienen ningún rastro de caspa en los hombros y la zona de la cremallera no está abultada, y es como si no tuvieran genitales. Ángeles uniformados. Menudo lujo.
¡Qué estilazos llevan ellas! Sin manchas de carmín en los dientes, sin mostrar escote, sin insinuaciones de curvas corporales. Sin cruzar las piernas y sin estar continuamente mirándose las uñas ni tocándose el cabello. Recatadas, femeninas e, incluso, feministas algunas. Pero no pasa nada. Seguirán siendo ninguneadas y silenciadas. Y creerán que algo está cambiando, pero el patriarcado nunca da pistas de su extinción, y los pensamientos y murmullos de revolución son silenciados por los piropos de los maleducados.
¡No te acerques a mí, mísero trabajador que te levantas todos los días a las cinco de la mañana para desplazarte a tu puesto de trabajo! ¡Ni se te ocurra mirarme, indigente que me tiende la mano abierta, no para saludarme, sino para gorronearme unas monedas! ¡No me dirijas la palabra, estúpida camarera de habitación, que aún tienes la desfachatez de sonreírme y darme los buenos días cuando salgo de mi suite!
Escucho y leo últimamente mucho sobre cómo está ganando terreno el veganismo en la sociedad occidental actual. No sé los demás veganos, pero yo tengo dificultades para comer en sitios que no sean estrictamente veganos. Tampoco pido tanto: Uno o dos platos que no sean las típicas ensaladas insulsas con las que recuperas el hambre media hora después de ingerirlas. Por mi profesión, estoy continuamente en eventos a los que acuden decenas, cientos, miles de personas. Y creyendo que la normalidad de la dieta vegana convive con la de las otras dietas, me encuentro con la sorpresa de que no es así, de que mi «rareza» sigue forzando la sonrisa de camareros, maitres, y hasta cocineros, de algún que otro restaurante de hotel de cinco estrellas en los que, por motivos laborales, tengo que acudir para mi nutrición. ¿Dónde está el avance del veganismo en España? La dieta vegana debería convivir con las otras dietas y no ser una exclusividad de los que respetan la vida no humana.