El día a día

Son cosas extrañas que ocurren cuando estás solo en la noche.
Parpadear en la oscuridad y ver luces intermitentes a ambos lados de tu inexistente campo visual.
Observar tus piernas enflaquecidas por el tiempo y desear volar para que no aguanten tu peso por mucho más tiempo.
Liberar un grito y enmudecer en la primera sílaba que aún no has tragado.
Ruborizarte en la distancia de la cercanía a la mujer que amas mientras observas sus párpados caídos por el cansancio de la edad desmerecida.
Escuchar ruidos y luego risas de los que los han provocado por hallarle gracia a la injusticia.
Alterarse por las voces sutiles y las palabras apagadas que a veces se tornan ininteligibles.
Rumiar la cena cuando estás pensando en el desayuno y sonreirte, porque nadie te ve hacerlo, cuando sabes que volverás a caer en la gula del consumismo más cruel.
Soportar los dolores de muelas esperando que no se hagan más crueles con los próximos latidos de tu taquicárdico corazón.
Parpadear rápido para intentar que tu vida futura se transforme en una película en blanco y negro.
Aguantarte las ganas de orinar porque crees que algo extraordinario está a punto de suceder y no te lo puedes perder.
Escribir en el aire palabras de amor por si pueden leerlas en un espacio paralelo.
Intentar recordar todas las mentiras que has dicho durante el día para intentar enmendarte a la mañana siguiente.
Provocarte una tos, de vez en cuando, para asegurarte de que aún respiras y estás vivo.
Y dormirte, siempre dormirte, aburrido de la vida, convencido de que cosas aún más extrañas ocurrirán cuando estés solo en el día.
En el día a día.

Fotografía de Jesús Fdez. de Zayas «Archimaldito»

Efluvios

Sonó el despertador y se arrebujó entre las mantas. Y como el timbre continuo no acababa, lo acalló con un manotazo, que mandó el incordiante artilugio hasta la pared de enfrente, la que veía al final de sus pies, que asomaban por las barras de la piecera.

Bostezó ruidosamente, abriendo tanto la boca como en una caricatura que fuera a desencajar la mandíbula, y una tos espontánea le obligó a abrir los ojos y enfrentase a la penumbra de la habitación.

Desenmarañó sábanas y piernas y se irguió en la cama, aún somnoliento, dejando resbalar los pies dentro de las pantuflas que estaban colocadas sobre el frío suelo de azulejos.

Cuando irguió su estatura rozó las manos con sus partes íntimas y cayó en la cuenta de que estaba desnudo, completamente desnudo.

Localizó la bata de franela sobre la estufa apagada, junto a la ventana con persianas de madera. Se la colocó sobre su robusto cuerpo. Y anduvo hacia la luz del día.

Tiró de la cuerda que enrollaba la persiana hasta que la luz impactó sobre su incipiente barba canosa. Se frotó los ojos apartándose las legañas y arrastrando el primer moco del día con el reverso de la mano derecha.

Y cuando se vio preparado, abrió las ventanas, con un gesto decidido, casi brutal, y aspiró el frescor de la mañana, con los párpados bajados, concentrándose en cada molécula de aire, saboreando los efluvios cotidianos de la ciudad que lo envolvía, que lo arropaba con sus sonidos y colores.

Y sonrió. Y se dijo a sí mismo, en voz alta, lo mismo que se decía todos los días, en todas las eternas mañanas de su existencia.

¡Qué bien huele la vida! ¡Qué bien huele la vida cuando se tiene!

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