Sonó el despertador y se arrebujó entre las mantas. Y como el timbre continuo no acababa, lo acalló con un manotazo, que mandó el incordiante artilugio hasta la pared de enfrente, la que veía la final de sus pies, que asomaban por las barras de la piecera.
Bostezó ruidosamente, abriendo tanto la boca como en una caricatura que fuera a desencajar la mandíbula, y una tos espontánea le obligó a abrir los ojos y enfrentase a la penumbra de la habitación.
Desenmarañó sábanas y piernas y se irguió en la cama, aún somnoliento, dejando resbalar los pies dentro de las pantuflas que estaban colocadas sobre el frío suelo de azulejos.
Cuando irguió su estatura rozó las manos con sus partes íntimas y cayó en la cuenta de que estaba desnudo, completamente desnudo.
Localizó la bata de franela sobre la estufa apagada, junto a la ventana con persianas de madera. Se la colocó sobre su robusto cuerpo. Y anduvo hacia la luz del día.
Tiró de la cuerda que enrollaba la persiana hasta que la luz impactó sobre su incipiente barba canosa. Se frotó los ojos apartándose las legañas y arrastrando el primer moco del día con el reverso de la mano derecha.
Y cuando se vio preparado, abrió las ventanas, con un gesto decidido, casi brutal, y aspiró el frescor de la mañana, con los párpados bajados, concentrándose en cada molécula de aire, saboreando los efluvios cotidianos de la ciudad que lo envolvía, que lo arropaba con sus sonidos y colores.
Y sonrió. Y se dijo a sí mismo, en voz alta, lo mismo que se decía todos los días, en todas las eternas mañanas de su existencia.
¡Qué bien huele la vida! ¡Qué bien huele la vida cuando se tiene!