Meticulosidad versus Improvisación

Soy bastante meticuloso en el trabajo. La mayoría de las veces aplico mis conocimientos obtenidos durante muchos años, pero otras veces es la inspiración la que me mueve. Prevengo los problemas y si no existen, durante el desarrollo de un evento, mejor que mejor, pero si salen imprevistos, los años de experiencia y un sexto sentido me guían para resolverlos con eficacia.
Sin embargo, en mi vida artística soy todo lo contrario: improviso, improviso e improviso, para no verme atado por reglas o pasos autoimpuestos que quiten frescura a mis actuaciones.
Más de una vez me han dicho, tras bajarme del escenario, personas conocidas y desconocidas, que cuando actúo es como si estuviera en trance. No les quito la razón. Muchas veces no recuerdo lo que acabo de hacer, o si lo recuerdo, es como si no acabara de ocurrir.
Debo admitir que entro en una especie de éxtasis que me transporta fuera de mi cuerpo (por describirlo de alguna manera) y que me dejo llevar por la canción y su mensaje, por la música y el recuerdo de su intérprete original y que, la mayoría de las veces, pierdo la noción del tiempo, y obligo a los músicos, no sé si a su pesar, a realizar malabarismos para que todo encaje con mi interpretación.

Fotografía © Asociación Cultural La Brecha

Yacía en el yacimiento

Yacía en el yacimiento, esperando que las paredes laterales no se derrumbaran y le cayeran encima, aplastando todos sus sueños pasados y futuros. Quizás se había roto la pierna derecha pero, en ese momento, el dolor del pecho era tal, que no le preocupaban los demás cardenales, erosiones y rajas que pudiera tener.
La cámara de fotos, destrozada a sus pies, había causado uno de los episodios traumáticos más graves de su azarosa vida, pues pudo haber sido el instrumento directo de su muerte si no hubiera actuado con presteza.
Nunca hubiera imaginado que aquel aparato, que había estado destinado a inmortalizar sus descubrimientos subterráneos, fuera a ser un obstáculo para alcanzar su meta, cuando se interpuso entre su cuerpo y la pared que tenía enfrente al intentar pasar por una estrecha abertura en la tierra. Hubo un momento en que no pudo moverse en ninguna dirección pues la cámara le oprimió el esternón y lo inmovilizó por completo. Las pilas de la linterna de la cabeza acabaron agotándose y llegó la oscuridad, la más absoluta y silenciosa oscuridad.
Escuchando su propia respiración agitada y los latidos desenfrenados de su corazón, llegó a pensar en algunos momentos de su vida, como si de una película se tratara. Tuvo la certeza que acabaría perdiendo el conocimiento por el cansancio, el hambre y la sed y que, al final, moriría entre aquellas dos paredes. Se preguntó si había valido la pena arriesgar la vida de una manera tan estúpida y predecible. Pero el mismo estado de fatalidad le hizo relajarse y respirar concentrándose en cada inhalación, al creer que sería la última. Y cada vez que hinchaba el pecho sentía cómo le pesaban las piernas y, a la vez, cómo se clavaba la cámara en su esternón, haciéndole gritar de dolor. Hasta que se preguntó para qué gritaba si nadie podía oírle. Fue entonces cuando, al aguantar el dolor, y al expulsar el aire, el abdomen y el pecho parecieron relajarse, ablandarse. Los brazos, que fueron colgajos, y cuyas manos no tuvieron sensibilidad, empezaron a ser recorridos por un cosquilleo, y empezó a mover los dedos, luego las muñecas y más tarde los antebrazos.
Cerró la mano derecha y, cuando la convirtió en un puño, golpeó la cámara a través del resquicio de aire en la oscuridad de boca de lobo.
Y esta saltó hacia el suelo en el lado opuesto. Y dio gracias, sin saber a quién dárselas (siempre fue ateo), porque supo que iba a vivir más tiempo.
Pudo deslizarse de lado y, con sumo esfuerzo, tanteó en la negrura hasta agarrar el prominente objetivo, torcido, de la que le había estado torturando minutos antes. Y después,  cuando notó que la estrechez desaparecía, se agachó y avanzó a gatas hasta lo que creyó era el yacimiento buscado. Y se acostó en el suelo, que notaba húmedo, boca arriba, tragando aire a bocanadas, con un regusto de humedad que calmaba su sed.
Y allí iba a esperar a recuperar fuerzas para enfrentarse a la visión, a la que se estaba acostumbrando, en penumbras. Y cuando sus ojos podían escudriñar en la oscuridad la vio. La momia parecía mirarle con sus cuencas oculares vacías.
Quizás se había roto la pierna derecha pero, en ese momento, la emoción de haber llegado al final de su camino era tal, que no le preocupaban el no sentir la pierna ni el pensar en los próximos quebraderos de cabeza que vendrían minutos después, cuando se diera cuenta de que estaba solo, a oscuras, y que no sabía cómo salir de la pequeña cueva ni recordaba si alguien más que él sabía que se había atrevido a hacer espeleología suicida aquella mañana lluviosa de abril.

Imagen: Jesús Fdez. de Zayas

Hipo


Pertenezco a esos desusos
que liberan la discordia,
que rebelan las chanzas,
que formulan la estupidez,
y me atañen raras circunstancias
de hechos falseados en la superficie pero criminales en sus abismos.
Tan serias las caras,
tan tirantes los cuellos
y rígidos los miembros
pero locos los movimientos de ojos ante las lenguas humeantes de saliva extraña.
Así era el sitio mal situado para las perplejas y los pendejos.
Así era el ambiente asfixiante pero respirable para los lunáticos y las fanáticas.
Así era yo.
Así eran ellos y las que no querían serlo.
Las hipocresías para los otros, para mí los hechos.

Aquello

  Me negaba a creer lo que mis ojos me mostraban, pero estaba allí, delante de mí, con sus nosecuantas patas bien asentadas en el asfalto de la carretera, como aprovechando el poco tráfico de la misma, para asombrarme con su visión y con mi decisión de acortar el camino hasta mi próximo cliente, tomando el ramal izquierdo de la bifurcación de veinte kilómetros atrás.

   No hacía ruido, no emitía, en verdad, ningún sonido. Sólo vibraciones periódicas al suelo, que se transmitían hasta mis plantas de los pies, tras decidir bajarme del automóvil para verlo más de cerca.

   Así, en la penumbra del atardecer, se mostraba como una enorme silueta oscura, pues ningún reflejo del sol me llegaba y ninguna otra luz era emitida desde el aparato.

   De pronto, las vibraciones cesaron y fue cuando me atreví a dar los primeros pasos hacia aquello.

   No tenía ningún miedo.

   ¿Por qué tenerlo si aquella podía ser la mejor aventura de mi vida, de la, hasta ese momento, insulsa vida?

   Antes de abandonar mi vehículo a su suerte, miré si tenía alguna linterna olvidada en el maletero  y, mientras lo hacía, pensé, por un momento, que ya no llegaría a tiempo a mi cita.

(Dedicado a Juan José Benítez)

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