Abducido

Ya fui abducido hace tiempo, justo cuando me implantaron nódulos neurológicos de alta prestación para que se imbricaran con los ejes de mis neuronas, aunque creo que erraron en la apreciación de que mi cerebro extralimita su velocidad en relación con mis constantes fisiológicas, o sea, pienso más rápido de lo que hablo y es por ello que, a veces, me trabo en mis disquisiciones.

 

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Aventurero

  En los años 1993 y 1994 realicé dos viajes importantísimos para mi trayectoria personal y vine pletórico de vivencias y preguntas para resolver en próximos viajes, que aún no he realizado salvo en mi imaginación a través de las páginas de embaucadores libros.

   El primero fue un viaje a Perú de introducción a los enigmas que desde niño me habían hecho soñar, y si algo me hace dudar tengo que ir personalmente a resolverlo. Las piedras de Ica del Doctor Cabrera, los tesoros incas, los túneles de Sudamérica, conectados con el submundo global, y los escurridizos OVNIS, fueron los principales espaldarazos a mi búsqueda personal. Y como ya he escrito anteriormente vine con más preguntas que con las que fui. Y, por supuesto, vine cargado de fotos, con las que aún hoy, al mirarlas, me trasladan a otro espacio-tiempo personal y que me sirvieron de base para mi Crónica del Perú propio, el primer escrito con el que me atreví a lanzarme al mundo de la literatura.

   Al año siguiente, junto con Javier Sierra y Vicente París, dos reputados investigadores de lo misterioso, me embarqué en la segunda aventura de mi vida, hacia Perú, de nuevo, y Bolivia, aunque con las ideas más claras sobre lo que quería encontrar. Por algo había tenido contactos personales con J. J. Benítez en lo que se enmarcaría en una colaboración nunca satisfecha por mi espíritu contracorriente. Sixto Paz, cofundador de la Misión Rama, me defraudó con los años, pero en aquel viaje me dejé embaucar por sus teorías y sus seguidores. Sigo conservando ilustres amistades de aquella época, pero no participo de aquellas locuras o visiones que nos iluminaron  en las batallas del autoconocimiento.

   Con el tiempo, y estando yo más desconectado que nunca de aquellas filosofías, mi amigo, el Indiana Jones hispano-brasileño Pablo Villarrubia, se percató de que mis fotografías podían servir para seguir transmitiendo sabiduría a otros rastreadores y acepté colaborar con él en la edición de un reportaje sobre Puma Punku, en Tiahuanaco, Bolivia, donde el cielo es más azul y el gris, el de las piedras del pasado, más intenso.

   Y alterno con la apasionante Literatura el registro de momentos fotográficos que quiero compartir, en ambos casos, con mis prójimos, por si añaden algo a la Búsqueda. Pero como se suele decir en casos parecidos: Esa es otra historia.

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Siempre alerta

   Acostado en la oscuridad, que no es tenebrosa, escuchando el batir de las alas tan vehemente de los mosquitos sin preocuparme por la posibilidad de una picadura accidental. Escuchando el ronroneo de mi estómago por culpa de la imaginación que se está friendo un par de huevos. En el calor sin abrigo de una intemperie voraz cuyo fresco fortuito me hiela el sudor de las patas de gallo. Y la respiración, entre desganada y ridículamente acelerada, cuando sobreviene la taquicardia traicionera. Con el oído pendiente, a modo de sonar, por si localiza a otro ser vivo que mida más de un metro dirigiéndose hacia el otro calor, el de mi cuerpo. Sin esperar que me venga un pensamiento lúcido y constructivo sobre el devenir de mi insulsa vida.
Y mirando al cielo. Esperando que lo que no encuentro en este mundo me lo ofrezca alguien que venga de otro.

 

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Aquello

  Me negaba a creer lo que mis ojos me mostraban, pero estaba allí, delante de mí, con sus nosecuantas patas bien asentadas en el asfalto de la carretera, como aprovechando el poco tráfico de la misma, para asombrarme con su visión y con mi decisión de acortar el camino hasta mi próximo cliente, tomando el ramal izquierdo de la bifurcación de veinte kilómetros atrás.

   No hacía ruido, no emitía, en verdad, ningún sonido. Sólo vibraciones periódicas al suelo, que se transmitían hasta mis plantas de los pies, tras decidir bajarme del automóvil para verlo más de cerca.

   Así, en la penumbra del atardecer, se mostraba como una enorme silueta oscura, pues ningún reflejo del sol me llegaba y ninguna otra luz era emitida desde el aparato.

   De pronto, las vibraciones cesaron y fue cuando me atreví a dar los primeros pasos hacia aquello.

   No tenía ningún miedo.

   ¿Por qué tenerlo si aquella podía ser la mejor aventura de mi vida, de la, hasta ese momento, insulsa vida?

   Antes de abandonar mi vehículo a su suerte, miré si tenía alguna linterna olvidada en el maletero  y, mientras lo hacía, pensé, por un momento, que ya no llegaría a tiempo a mi cita.

(Dedicado a Juan José Benítez)

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