Creo que eres tú quien se fuma el Sol,
quien moja los mares,
quien pinta el cielo.
Photo by Alun Davies from FreeImages
Creo que eres tú quien se fuma el Sol,
quien moja los mares,
quien pinta el cielo.
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Cuando llegué, por fin, después de tantos años, a la playa de mi infancia, orilla de aquel mar inmenso, me tuve que echar a llorar, y no por la emoción, pues me di cuenta que la Tierra estaba perdida, y yo, con mis lágrimas.
Después de tantas batallas, después de tantos sufrimientos, me encuentro ante mi mayor reto, en el que sé que voy a continuar luchando, que voy a seguir sufriendo.
Tengo la impresión de que por mucho que intente imaginar, por mucho que intente exorcizar mis miedos, no estoy preparado para afrontar lo que voy a encontrar en las Nuevas Tierras.
Había escuchado rumores sobre los planes exploratorios de los infieles. No daba demasiado crédito a esos afanes. Sabía del retraso en las artes navegadoras y en los incentivos que los grandes de la zona cristiana imbuían en sus súbditos para animarlos a que descubrieran nuevas tierras para ellos: La ambición material. Todos serían ricos, y se alimentaría esa riqueza mutua arrancando tesoros a los salvajes de esas tierras. Sin embargo, él y los que, como él, adoraban el nombre de Alá, buscaban otro tipo de riquezas bien distintas: Las que el raciocinio surtía con el tratamiento del conocimiento, en la vorágine de la sabiduría.
Quiso llegar con la vista más allá del horizonte y adivinar la silueta de la costa que sabía lejana. Se decía a sí mismo que si pudiera volar, subiría tan alto en el cielo que las tierras legendarias, dibujadas en mapas atribuidos a locos visionarios, estarían al alcance de su mano.
El sonido de las olas batientes a sus pies le devolvió a la realidad y si existían otros hombres allende el Océano tendría que sufrir innumerables jornadas de desasosiego a bordo de una de las grandes naves que acababa de proyectar con los mejores constructores del reino.