Mis recomendaciones bibliográficas

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Mi primera recomendación es uno de los libros que, de una manera u otra, me ha marcado la vida: Autobiografía de un Yogui.
Es la autobiografía escrita por Paramahansa Yogananda en 1946, en la cual expone la historia de su vida, ​ y con la cual nos introduce en la meditación y el yoga.​ Conociendo la vida de este hombre llegué a descubrir partes de mi personalidad que no conocía, y me ayudó mucho en su momento. 
Seas o no creyente, el autoconocimiento es clave en la búsqueda de uno mismo y en el sentimiento profundo de encontrar un objetivo en la vida. 

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Mi segunda recomendación, por supuesto, y así será siempre, totalmente subjetiva, es esta maravillosa novela del astrónomo y divulgador científico Carl Sagan, publicada en 1985. 
El primer libro que leí de este autor fue (¿cómo no?) Cosmos, y cuando publicó Contacto, deseé que lo tradujeran al español para poder disfrutar de mi género favorito, en aquella época, la ciencia ficción, pero escrita por un científico.
Auténticamente enganchado a su lectura, imaginábame que la protagonista tenía el aspecto de mi amor platónico en ese momento, la maravillosa Sigourney Weaver, quizás influenciado por las imágenes que dejaron en mi retina las aventuras de Ellen Ripley en la película Alien. (Al cabo del tiempo, Jodie Foster fue la que le dio vida en carne y hueso en la película basada en el libro). Ciencia Ficción seria escrita por una persona seria y altamente cualificada para mostrar el mundo de la ciencia en un libro de ficción. Y para rematar la faena de embaucarme con su lectura, el tema principal de la búsqueda de seres extraterrestres era una de mis obsesiones de juventud, el contacto al que se refiere el título de la novela.
Ojalá esta recomendación surta efecto en alguno de vosotros, porque con ella, os aseguro, os evadiréis de este mundo. 

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Este libro de 1988 es uno de los libros de lectura más extraña que he tenido el placer de echarme a los ojos. Pero a la vez extrañamente envolvente por su trama y por el trasfondo enigmático que pulula en cada una de sus páginas. 
Estoy deseando volver a leerlo para encontrar nuevos mensajes, nuevas pistas en el misterio que quizás antes, con menos experiencia vital, no supe ver.
Umberto Eco es un Maestro de la palabra. 
Por ello es uno de mis escritores favoritos.
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Os dejo un comentario que escribí en 2013, que sirve para explicar por qué recomiendo este libro del 2003.

El origen perdido. Matilde Asensi.
Escrito por archimaldito – Miércoles, 16 octubre 2013
http://www.mundopalabras.es/2013/10/16/el-origen-perdido/
Hacía tiempo que no sentía pena por tener que dejar de leer un libro y que no ansiaba volver a retomarlo para llegar hasta el fondo de la historia. Con El origen perdido me ha ocurrido. Lo he leído en tres sesiones y en cada una de ellas me he transportado a miles de kilómetros, me he transportado a miles de años. El enigma de Tiahuanaco es, para mí, una obsesión.
He estado allí, he investigado y he absorbido todo lo coherente que se escribe sobre el tema, que no es mucho. Parece ser que Matilde Asensi nunca ha estado en Bolivia, pero a mí, con su imaginación, me ha abierto algunas puertas que otros, con su verborrea pseudocientífica, me habían cerrado. Me ha dado claves, me ha dado verdades. Y todo lo ha hecho con su maestría en el arte de la narración, en el arte del «envolvimiento», en el arte de la creación de ambientes, situaciones y personajes. En definitiva, debo agradecerle el sentir que mi cerebro, en los tiempos que corren, está aún lleno de vitalidad. Porque la convulsión ha hecho efecto.

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Si te gusta la Ciencia Ficción, no puedes perderte la lectura de esta novela de Isaac Asimov, publicada en 1951.
Yo crecí leyendo continuamente textos de este autor, que se convirtió en una obsesión, culturalmente hablando. En las bibliotecas me pillaba todo de él porque amaba sus libros de robots y de todo lo que danzara en torno a las Tres Leyes de la Robótica. Luego descubrí Fundación y comenzó una nueva obsesión: Alimentar mi hambre de lectura referente a lo que, en un principio, iba a ser la Trilogía de la Fundación. Que luego se convertiría en tetralogía, y más tarde, en una saga compuesta, que yo sepa, por siete novelas. 
Era, y soy, un fanático de Asimov, y reconoceré siempre que ha marcado mis inicios como autor literario, pues siempre quería emularle en su sapiencia y método de escritura (algo que, en mi caso, es totalmente imposible). Luego descubrí, o quise descubrir, a otros autores, y empezó mi senda en la búsqueda de mi estilo propio (demasiado pomposo y rebuscado, según mis críticos más objetivos). Pero esa es otra historia.

Nota: Estoy convencido que uno de sus personajes, El Mulo, tuvo alguna influencia en la creación de otro personaje altamente popular, perteneciente a otra saga de otra disciplina artística distinta: Darth Vader.

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Gabriel Bermúdez Castillo es, para mí, el Maestro de la Ciencia Ficción española. 
Cuando tuve en mis manos un disquete de 3,5 que contenía un texto llamado «Mano de Galaxia», de un tal Gabriel Bermúdez, y lo imprimí, y me salieron tropecientas hojas (recicladas) y me puse a leerlo, por partes, en mis viajes en metro a mi lugar de trabajo, y el primer capítulo me dejó alucinado, literalmente alucinado, me dije que no podría permitirme perderme ninguna obra de este autor.
«Mano de Galaxia» es la versión NO CENSURADA de Golconda (Editorial Acervo, col. Acervo Ciencia Ficción. 1987).
Más tarde, en una librería de segunda mano, me encontré la edición de Acervo, con el texto mutilado y censurado. Esta editorial no llegó a publicar la segunda parte.
Años más tarde, en la presentación de su obra «Espíritus de Marte», le pedí al autor, que me lo dedicara. (Anécdota: La única referencia sobre mí en la Wikipedia, que yo sepa, es gracias al vídeo que grabé de esta presentación). 

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Quien me conoce sabe que, en la medida de lo posible, soy una persona objetiva y que, para valorar algo, intento desarraigarme de mis ideas y sentimientos para opinar sobre algo o alguien.
Esto que escribo viene a cuento porque el escritor, cuyo libro recomiendo hoy, está muy lejos de mí en cuanto a ideales políticos y socioeconómicos y, sin embargo, es uno de mis escritores favoritos de todos los tiempos: Mario Vargas Llosa.
Este libro del 2000 es una obra maestra. Todos los de Vargas Llosa lo son, pero lo que me ha hecho inclinarme por La fiesta del Chivo es su absoluta maestría en la descripción de personajes y acciones. Sobre todo sus descripciones explícitas de los hechos que, anecdóticamente, me hicieron revolver, como nunca, las entrañas, sintiendo arcadas y entrando, literalmente, en estado de shock, algo que nunca me ha ocurrido con otro libro. Estuve muy enganchado a su trama y, después de su lectura, quise saber más sobre los hechos históricos que narra: El auge y caída de la dictadura de Trujillo, que marcó la historia oscura de la República Dominicana.

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El amor en los tiempos del cólera. 1985.
Creo que solo he leído una novela de amor, de amor auténtico, no del edulcorado de las novelas rosas. Esta novela del Maestro García Márquez es, en mi modesta opinión, la mejor novela de amor jamás escrita. Pero no solo de amor sino de humanidad, de autenticidad, de vibración interna. 
Recordaré ahora lo que escribí el mismo día en que murió Gabo, porque le echo de menos.
«Siempre digo que nadie muere, porque así siempre lo he creído. Y nunca se muere porque los frutos de una vida siempre quedan con nosotros, y algunos pedacitos de sus personalidades se quedan grabados en nuestro corazón.
En el caso de Gabriel García Márquez también será así.
Lo descubrí a mis dieciséis años cuando, en unas vacaciones con mis abuelos paternos, me decidí a leer algo distinto de la ciencia ficción que me había estado alimentando hasta ese momento y, aunque ya había leído algo de él dos años antes, “El Coronel no tiene quien le escriba”, de obligada lectura en la asignatura Lengua española y Literatura en el primer curso de BUP, no me había entusiasmado tanto como la que me deleitaría, por placer propio, cuando extraje el volumen de “Cien años de soledad” de una colección encuadernada en símil piel, de esas acompañadas por fascículos semanales.
Lo original de su elaboración y de su propuesta me embrujó. Más adelante, cuando me enteré del concepto “Realismo Mágico”, me di cuenta, con la perspectiva que da el tiempo, que esa magia había hecho efecto en mi persona.
Debo agradecer a Gabo de por vida, de por vida eterna, como la que él tendrá para mí, que prendiera la chispa de la explosión lectora y, más tarde, creativa, que me han dado, y siguen dando, tantas satisfacciones. Es por ello, y mucho más, que Gabriel García Márquez ha creado con su vida muchas vidas, y no solamente las de sus personajes, sino las de sus lectores. Y así, Gabo nunca morirá, porque está naciendo continuamente en todas las partes del mundo, con cada lectura de sus obras, con cada sentencia de su espíritu.»

Arthur C Clarke - Cita con Rama - Ultrama

Cita con Rama, Arthur C. Clarke, 1972.
Lo leí en mi época universitaria, y recuerdo estar leyéndolo esperando en la estación de tren de Huelva para irme a Sevilla, y cómo me sentí observado por uno de los pasajeros, que estaba esperando, como yo, en el andén. Recuerdo que vino hacia mí y que en ese momento recitó de memoria un  pasaje que acababa de leer yo minutos antes. Recuerdo que me preguntó si me gustaba la ciencia ficción y al contestarle afirmativamente me comentó, a modo de despedida, que uno no era auténtico lector de ciencia ficción si no había leído Cita con Rama.
Poco tiempo después, cuando terminé de leerla, comprendí que aquel viajero tenía razón. 
Tanto fue mi «enganche» a la nave-mundo cilíndrica que leí, más tarde, sus «continuaciones», Rama II y El Jardín de Rama, pero no me parecieron tan geniales como Cita con Rama. Sé que existe otra novela, Rama Revelada, pero nunca he llegado a leerla.
Yo, asimóvico de toda la vida, descubrí que existían otros escritores que se merecían mi atención, o, por decirlo (escribirlo) de otra manera, gracias a Arthur C. Clarke, descubrí que merecía descubrir otros mundos.
Nota anecdótica: Años después contacté y viví experiencias con la Misión… RAMA, muy relacionada con esos otros mundos habitados en el Universo.

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El Señor de los Anillos, J. R. R. Tolkien, 1954.
Me resistí durante muchos años a leer esta Trilogía por una razón tan tonta como propia de mí: Porque estaba de moda.
Siempre me hablaban de estos textos, pero yo, tan centrado en la Literatura de Ciencia Ficción, creía que, aparte de tener que leerlo porque todos lo hacían y no paraban de recomendármelo, algo que me instaba a hacer lo contrario, y de creer que era literatura infantil de espadas y brujos, algo con lo que no estaba dispuesto a perder el tiempo, tuve que esperar al estreno de la primera película de la trilogía de Peter Jackson (2001) para quedarme impactado y maldecirme por haber perdido tanto tiempo sin haberme sumergido en el Mundo de Tolkien. También es verdad que había visto, en mi adolescencia, la versión cinematográfica de animación (1978) y no me había gustado nada, pues me había parecido un galimatías y, en mi desconocimiento, otra película «más de lo mismo» en el género de espadas y dragones.
La obra maestra cinematográfica de Jackson, tan aclaratoria en los tejemanejes del Bien y del Mal, me lanzó a querer probar, por enésima vez, algo que siempre he creído a pies juntillas: Que el libro es, obviamente, mejor que la película. Y acerté plenamente, claro está.
Aunque, después de tantos años después de su publicación, ya no hay casi nada nuevo que decir, su mensaje me cautivó y, siendo yo como soy, y viendo cosas donde a lo peor no las hay, creo que el trasfondo final de la novela, aparte de lo que todos ya sabemos de la lucha por el poder, la batalla entre el Bien y el Mal, etc, etc, etc, es la Amistad, el Amor, con mayúsculas. Y creo también que el auténtico protagonista de la novela (de las novelas) es… Samsagaz Gamyi, que personifica ambos en un modo tan intenso y profundo como hipnótico. ¿A que soy rarito?

 

El libro silbó

El libro silbó. Sí, silbó. Pues no había otra explicación estando a solas en aquella librería y sin ningún otro ser vivo cerca.

   Todos los pasillos iluminados por el verde de los fluorescentes y los demás libros inertes.

Y dirigiendo la vista hacia los estantes más altos, escuchaste el silbido con mayor fuerza y nitidez. Y tenía que ser un libro. Pues el libro silbó. Una tonadilla extraña pero conocida a la vez.

   Pero, ¿cuál de ellos? ¡Había tantos!

   Te habían dicho que no era uno el que elegía un libro, sino que era el libro quien decidía su lector.

   “¿Dónde estás?”- pensaste.

   Y la canción se interrumpió.

   De pronto, las campanillas que chocaban con la puerta al entrar, sonaron, y una voz femenina llamó.

   -¡Eduardo!

   Pensaste que la mujer, a la que no veías por culpa de las estanterías, era la mujer más guapa del mundo.

   -¡Mamá!

   -¡Eduardo, hijo! No me vuelvas a pegar otro susto como éste. ¿Para qué has entrado aquí, si aún no sabes leer?

   Cogido de su mano, mientras que te empujaba fuera de la librería, seguías escuchando el silbido de aquella canción. Y recordaste.

   Tu primera nana.

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Cuarenta y nueve minutos

No hay nada peor que subirse al tren sin un libro al que echarle los ojos.

Mirar a los demás e intentar esquivar sus miradas. Y bostezar, bostezar continuamente. Y recitar mentalmente las estaciones que faltan para llegar a la tuya. Y en cada una de las paradas, la cuenta atrás para terminar el suplicio.

Te imaginas que la maciza que tienes enfrente te echa reojos provocadores. Pero sólo te lo imaginas, ya que no te atreves a mirar directamente, no vaya a ser que el que está al lado sea su novio, o esposo, y acabes con la boca partida. O se sienta insultada. O lo que es peor, que te mire con desprecio porque tu físico le desagrade. Ya le gustaría un tipo cachas, rubio con ojos azules y que marcara un buen paquete.

Y si miras al negro del maletón, que qué miras, que eres un racista. Que nuestros abuelos y padres también emigraron para buscarse el pan de cada día. Así que chitón, que ellos también tienen derecho. ¡Pero si yo no he dicho nada!

Si me hubiera acordado de traerme el libro no sentiría la vergüenza de los que te recriminan por qué no le has dado una limosna al cantante sudamericano que ha desgañitado una canción inconclusa porque tiene que subirse al siguiente vagón antes que lo localicen los de seguridad.

No estaría al acecho de alguna embarazada, anciano o inválido para cumplir con el deber cívico de dejarle mi asiento y dar ejemplo de solidaridad que en otras circunstancias destacaría por su ausencia. Y claro, mientras los demás siguen bien sentaditos tú te bajarás en tu estación con un buen dolor de riñones, de estar tanto tiempo de pie.

Y estaría zambulléndome en otros paisajes, en otras pieles, en otros sentimientos. Y no en la cruda realidad que me rodea. Me evadiría de los pensamientos oscuros que me acechan cuando rememoro el planning laboral, cuando los espíritus malignos de los trepas no hacen más que mandarme malas vibraciones para que caiga del pedestal al que ellos quieren llegar. Aunque si estoy tan bien colocado, qué me impide coger el coche para desplazarme hasta mi lugar de curro. Mi conciencia ecológica, y ¡narices! hay que admitirlo, lo racano que soy, que la gasolina está por las nubes. A ellos, ¿qué les importa? Búsquense otra víctima. Que ya tengo yo bastante con tener que aguantar los caprichos del patrón, cual proletario oprimido.

Si no me hubiera centrado en comprobar que la fiambrera no se volcaba dentro del maletín y manchaba con los jugos del manduqueo todos los informes que tengo que presentar a primerísima hora. Si no hubiera contado una y otra vez los diferentes llaveros con innumerables llaves que son más un símbolo de la confianza que han vertido sobre mí los mandamases que algo práctico que se arreglaría con las dos o tres que utilizo siempre, para el local de las oficinas, para el coche de la empresa y para los almacenes de material. Si no me hubiera puesto a repasar los sobres, menos mal que ya sellados, que tengo que meter en el buzón de la primera esquina que doblo para venir a la estación. Sin tantos “si no” no me hubiera olvidado sobre la mesilla del recibidor mi estupendo libro de aventuras que estoy a punto de terminar, deseando volver a la biblioteca para pedir prestado otro.

Y si todo va bien, si no hay corte de fluido eléctrico, o alguno de esos problemas ajenos a la compañía de ferrocarriles, o alguna huelga de conductores de la que no me haya enterado porque siempre voy distraído por la vida, serán cuarenta y nueve minutos, contados por cronómetro, para desembocar en el paradero que está a cinco minutos andando de la parada del autobús que me dejará a diez minutos a pie de la puerta de mi trabajo. Y todo ello sin libro que devorar, o por lo menos algún periódico de esos gratuitos llenos de propaganda política subliminal que no he podido conseguir de esos amables repartidores por haberse agotado, aunque ya estoy acostumbrado que unas veces no me los den por coger el tren demasiado temprano o por hacerlo demasiado tarde. Nunca consigo coincidir con ellos.

Y los anuncios pegados en el interior del vagón me aburren por ser los de todos los días que ya tengo aprendidos de memoria. Y el estudio del plano de los trayectos de los que se compone el servicio de cercanías, con los que hago hipotéticos viajes por confluencias, transbordos y estaciones centrales. Ya no me queda nada que leer.

Aunque si soy un poco avispado podré echarle un vistazo por encima al periódico pagado del vecino. Hasta que se dé cuenta y con un refunfuño me advierta que está harto de los gorrones y con un simple movimiento de manos lo haga desaparecer de  mi campo visual.

Hay que ver lo que me hubiera evitado si me hubiera traído mi libro.

Hasta por el hecho de concentrarme en el texto hubiera desaparecido de mis sentidos esa musiquilla enlatada que se corta cada dos por tres cuando la otra voz, también en diferido, te anuncia la próxima estación. A veces a tanto volumen que te desconcierta y otras tan bajo que no logras discernir de qué pieza se trata, que tal vez traería a tu cabeza recuerdos de alguna película entrañable, o la imagen sonriente de alguna chica con la que saliste a aquel pub donde la estaba pinchando, la canción, un disc jockey afanado y mal pagado. O cuando reproducen mal la cinta de las paradas y te las dicen en sentido inverso, cuando te anuncian que estás a punto de llegar a donde ya has estado hace media hora.

Con mi libro en la mano, podría estar en cualquier posición, aguantando apretujones, pisotones y malos olores de algunos que olvidan asearse por las mañanas, seguirían mis ojos fijos en las palabras, en el caudal de mensajes, acariciando las tapas resbaladizas, haciendo malabarismos para poder agarrarme al asidero y poder pasar a la siguiente página. Riendo o temblando de emoción. A mi bola.

Ya estoy llegando a mi destino.

Aunque pensándolo bien, a veces me relajo tanto que con el libro sobre mi regazo no puedo evitar echar una cabezadita, y más de una vez, y de dos, me he pasado de estación.

Cosas de la vida. Nunca estamos contentos. Pero sigo en mis trece: No hay nada peor que subirse al tren sin un libro que echarse a los ojos.

 

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LOS TREINTA PRECEPTOS

En 1909, Harold Klett publicó en The Library Journal de Nueva York un artículo titulado “Don’t”, en el que se contenían 30 preceptos relacionados con los libros. Al año siguiente apareció en Guayaquil una traducción anónima.

1. No leer en la cama.

2. No poner notas marginales.

3. No doblar las puntas de las hojas.

4. No cortar con negligencia los libros nuevos.

5. No garabatear vuestro interesante y precioso autógrafo en las páginas del título.

6. No poner en un volumen de un peso, una encuadernación de cien pesos.

7. No mojar la punta de los dedos para dar más fácilmente vuelta a las hojas.

8. No leer comiendo.

9. No fiar los libros preciosos a malos encuadernadores.

10. No dejar caer sobre el libro las cenizas del cigarro, y aún mejor no fumar leyendo.

11. No arrancar de los libros los grabados antiguos.

12. No colocar vuestros libros sobre el borde exterior o canal, como se hace frecuentemente cuando se lee y se interrumpe momentáneamente la lectura, en vez de tomarse el trabajo de cerrar el libro después de haber puesto una señal.

13. No hacer secar hojas de plantas dentro de los libros.

14. No tener los estantes de las bibliotecas encima de los picos de gas.

15. No sostener los libros sujetándolos por las tapas.

16. No estornudar sobre las páginas.

17. No arrancar las hojas de guarda de las tapas.

18. No comprar libros sin valor.

19. No limpiar los libros con trapos sucios.

20. No tener los libros encerrados en arquillas, escritorios, cómodas, ni armarios: tienen necesidad de aire.

21. No encuadernar juntos dos libros diferentes.

22. EN NINGÚN CASO sacar las láminas y los mapas de los libros.

23. No cortar los libros con horquillas para el cabello.

24. No hacer encuadernar los libros en cuero de Rusia.

25. No emplear los libros para asegurar las sillas o mesas cojas.

26. No arrojar los libros a los gatos, ni contra los niños.

27. No romper los libros abriéndolos enteramente y por fuerza.

28. No leer los libros encuadernados muy cerca del fuego o de la chimenea, ni en la hamaca, ni embarcado.

29. No dejar que los libros tomen humedad.

30. No olvidar estos consejos.

(Fragmento extraído del capítulo X “Preceptiva y práctica bibliófilicas” , de la obra La pasión por los libros, de Francisco Mendoza Díaz-Maroto, 2002, Colección Espasa Fórum, Editorial Espasa Calpe)

Bien. ¿Qué opináis? Yo reconozco que alguno de ellos me los saltaba a la tolera antes de tener conocimiento de los mismos.  Ahora intento seguirlos a rajatabla por el bien de mi modesta colección de libros.

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