El libro silbó

El libro silbó. Sí, silbó. Pues no había otra explicación estando a solas en aquella librería y sin ningún otro ser vivo cerca.

   Todos los pasillos iluminados por el verde de los fluorescentes y los demás libros inertes.

Y dirigiendo la vista hacia los estantes más altos, escuchaste el silbido con mayor fuerza y nitidez. Y tenía que ser un libro. Pues el libro silbó. Una tonadilla extraña pero conocida a la vez.

   Pero, ¿cuál de ellos? ¡Había tantos!

   Te habían dicho que no era uno el que elegía un libro, sino que era el libro quien decidía su lector.

   “¿Dónde estás?”- pensaste.

   Y la canción se interrumpió.

   De pronto, las campanillas que chocaban con la puerta al entrar, sonaron, y una voz femenina llamó.

   -¡Eduardo!

   Pensaste que la mujer, a la que no veías por culpa de las estanterías, era la mujer más guapa del mundo.

   -¡Mamá!

   -¡Eduardo, hijo! No me vuelvas a pegar otro susto como éste. ¿Para qué has entrado aquí, si aún no sabes leer?

   Cogido de su mano, mientras que te empujaba fuera de la librería, seguías escuchando el silbido de aquella canción. Y recordaste.

   Tu primera nana.

ellibrosilbo

Dos destellos

Gertrudis pensaba que estaba sola en el mundo porque nadie iba a visitarla, porque nadie la llamaba por teléfono, porque cuando hablaba nadie parecía escucharla. Hasta aquel día en que Gertrudis se encontró con un tal Pablo, un hombre poco hablador, que, sin embargo, le contó la pequeña historia de su vida. Al hacerlo de manera tan desinteresada, sin que ella le pidiera saber sobre su vida, Gertrudis empezó a confiar tanto en Pablo como en ella misma y poco a poco se dio cuenta de que no estaba sola en el mundo y de que su opinión contaba para las personas porque, como le confesó un día Pablo: “Si no tienes a nadie que te escuche ni a quien escuchar, nunca desperdicies la oportunidad de conocerte a ti misma. Y queriéndote a ti misma verás que también cuentas mucho para los demás porque la felicidad se reflejará en tu cara y en tus actos”. 

Cuando Gertrudis lo comprendió, fue inmensamente feliz. Y Pablo, el señor poco hablador, fue su mejor amigo porque reflejaba esa luz que Gertrudis siempre quiso encontrar, y ella, empezó también a ser luz, una radiante y cálida luz.

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Sin retorno

   La despidió con el pañuelo a través de la ventanilla, tal como lo había visto hacer en mil y una películas cursis. Hasta que dejó de verla. Hasta que la velocidad le obligó a subir la hoja de cristal. Solo, ensimismado, decidió que, como le esperaba un viaje muy largo, mejor se pasaba durmiendo la mayor parte del mismo. Hasta que le despertara el revisor u otro pasajero que quisiera compartir el habitáculo.

   No había traqueteo ni sonidos ni humos. Todo muy tranquilo. Perfecto para soñar y dejarse llevar al próximo destino. Porque sabía de qué estación había salido pero no a cuál iba a llegar. La única pista que le habían dado, antes de partir, fue que cuando estuviera a punto de llegar, atravesaría un túnel, y que al final de ese túnel habría una luz tan intensa que, aunque estuviera disfrutando el más profundo de los sueños, se despertaría maravillado y sobrecogido por una paz inmensa.

 

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Confidencias

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Si vienes, descubrirás un mundo que creías que ya no existía.

Estamos entre montañas, en un paraíso inencontrable en los mapas, porque así lo hemos querido quienes lo habitamos. Si vienes, debes jurar, sobre la Biblia, que no lo darás a conocer a nadie. Si incumplieses tu palabra…

Ten en cuenta que podría estar diciéndote maravillas desde ahora hasta el amanecer de mañana y, aun así, no tendría bastante tiempo para relatártelas todas. ¡Es tanto lo que ganarías con el cambio de vida! Si vienes, te quedas a vivir, te lo aseguro.

Recuerda que has sido tú el que me has preguntado mi edad nada más verme, porque mi aspecto te ha delatado algo especial que no ves en nadie en esta tienda, así que te ruego que tengas la valentía de afrontar el reto que supone hacer caso de las señales que estoy lanzando involuntariamente a tu entendimiento.

Te contaré, entonces, algo de los doscientos treinta y tres que somos. Pocos, lo sé.

Como que Antonio, el leñador, trabaja para la comunidad cortando los árboles que, con su infinita paciencia y sabiduría, descubre como enfermos y que, pidiéndoles permiso e implorándoles perdón, dan su visto bueno para ser sacrificados. Después los transporta, en su humilde camioneta, hasta Juan, el serrador, quien los convierte en tablas para edificar nuestras casas. Debo decirte que tanto Antonio como Juan pertenecen a estirpes de oficios que se remontan a cientos, o quizá miles de años, y que las viviendas levantadas, desde entonces, siguen en pie, sin verse podridas sus maderas, salvo algunos escasos remiendos, gracias a la buena mano de nuestros carpinteros, la familia Estébanez, también de centenaria raigambre.

Que esa leche que tenéis en la ciudad, que viene en ladrillos de papel duro, y que es tan impura como vuestro aire, allí no existe. Va en un cántaro de latón de veinticinco litros, y te la echa Segismundo con su cazo, también de latón, en todos los potes que quieras. Y podrás hacer mantequilla sana en tu casa, batiendo su nata a mano, con el tenedor de madera, hasta que te duela el brazo.

Y beberás esa agua cristalina que sale de los caños de la Raimunda, nuestra fuente de manantial, tan fría como la mirada de la bodeguera Matilde, que te calmará la sed cuando el sol del verano te ase los hombros cuando recojas la cosecha del año.

Allí podrás ver cómo las truchas nadan en aguas cristalinas, sin espumas ni colores sospechosos. Y al par de espabilados que las pescan con las manos, como si fueran osos.

No pongas esa cara. Pues claro que tenemos osos. Y lobos. Pero te aseguro que no molestan. ¿Y sabes por qué? Pues porque no son molestados. De vez en cuando el Pacheco suelta a posta alguna de las ovejas que se le haya enfermado, para que los de la manada se la atraganten, y así dejen tranquilas a las demás. Ni de terneros ni de corderos tenemos bajas preocupantes. Vive y deja vivir, es lo que he tenido que decir a alguno de los canes que me enseñaba feroz sus colmillos, mirándolo fijamente hasta que se iba por donde había venido con el rabo entre las patas y la cabeza gacha.

Y si no vuelves a tu civilización, disfrutarás de las incomodidades propias de la supervivencia: Tendrás que levantarte todos los días antes del amanecer y dirigirte, con los zuecos de madera, a tus surcos y echar tus semillas, y tener la voluntad de ver crecer tus plantas, con sus frutos, que te darán para comer y para trocar con los demás. Ya te diría de quién no fiarte, pero te adelanto que Indalecio, el zapatero, es un truhán que siempre intentará engañarte con sus tomates, con la monserga de que se pudrirán antes que tus patatas. Pero son buena gente. Te ayudarán hasta que te puedas valer por ti mismo. Hasta que consigas autoabastecerte.

Nunca te sentirás solo. Eso lo puedes tener claro.

Aunque si llegaras a querer enamorarte de alguna de las buenas mozas del lugar, te recomiendo acercarte a la orilla de nuestro río, a un kilómetro de la plaza principal, y única del pueblo, porque allí estarán arrodilladas, supliendo a sus madres en el trabajo de lavanderas, dejándose los nudillos en las olas de la tabla de lavar mientras frotan y refrotan las prendas de la casa después de embadurnarlas con ceniza y arena, y las verás sonrojadas por el esfuerzo y por los chismorreos sobre los mozos que aún quedan solteros. No visten ropas de princesa, pero sus cabezas relucen por su inocencia y sus corazones por su ternura. No hay ninguna mujer que no haya hecho feliz al hombre que se precie de ser hombre.

Y todos ellos, honrados trabajadores de la tierra y el río. Como lo serás tú si te ilusionas con la perspectiva de que te duelan los costales cada noche y que a la mañana siguiente veas que las llagas que te sangran en las manos estarán dando su fruto en la madre tierra.

A la matanza semanal se dedica Bartolomé, con los buenos cuchillos que le proporciono yo, traídos de otros pueblos, y la buena mano que tiene Alberto para afilárselos, y las viandas del puerco son repartidas a los que necesitan tener más fuerzas para la jornada, o a los pocos niños que hay, para que crezcan fuertes y poco flojos.

Sí, los muy traviesos tienen escuela, ahora regentada por el maestro Pablo, que vino hace sesenta años para establecerse. Seguro porque alguien le estuvo contando como te estoy hablando ahora yo a ti.

Los libros siempre son los mismos y ya han pasado por muchas manos, pero siguen pudiéndose leer y enseñando. A veces tanto, que algún zagal quiere conocer más, por su natural curiosidad, y nos abandona cuando tiene resistencia y entendimiento.

¿Los inviernos? No son tan fríos como quisiéramos. Tampoco son demasiado calurosos los veranos, ahora que lo pienso detenidamente. Es verdad que, como te dije, el sol pega de justicia en agosto, pero tampoco creas que nos falta el aire o que andamos todo el día encharcados en sudor. Nada de eso. Y los inviernos lo mismo. Le da rabia a la chiquillada ver las montañas a lo lejos blancas como la nata y se quejan de que no han tocado nunca la nieve. No saben, porque nunca se lo decimos, que llegará un momento de su vida en que sí la tocaran, porque cuando tienen fuerza y entendimiento, si deciden no marchar, los llevamos hasta las cumbres en alguna de las vacaciones permitidas por el maestro Pablo. ¡Y cómo disfrutan! Pero vuelven con el juramento de que no lo contarán a los más pequeños para guardar la sorpresa y descubrir sus sonrisas al notar el frío en sus naricillas.

No creas, estamos casi todo el día laborando la tierra y las aguas pero también nos explayamos en reuniones fraternas que no tengan que ver sólo con la matanza del cerdo. Y es en ellas donde también se respira el aroma del amor y de la amistad. Somos sinceros y no nos escondemos nada. ¿Para qué? Si al final todo se sabrá. En un lugar tan arropado, el aire circula puro, en un ciclo infinito, por nuestros pulmones.

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Vale. Puedes decirme algo en contra de lo que te estoy relatando. Seguro que sí. Pero para nosotros será una virtud. Te lo aseguro. No atesoramos muchos bienes materiales. Vivimos con lo justo y me traigo algunas cosas para vender en esta ciudad y así poder llevarme otras que necesitamos para trabajar. Porque el trabajo nos da salud. Y con la salud damos amor a los demás. De eso tenemos mucho. A pocos escucharás quejándose de alguna dolencia. Y si la tienen es por algún percance puntual que curamos rápidamente con las hierbas de Serene. ¡Qué mujer más fabulosa! Y sus hijas, que siguen sus pasos, qué mágicas son con sus mezclas y emplastes.

¿Cómo no voy a conocer a todos por su nombre?

Por su nombre y por sus defectos y por sus bondades, y por sus secretos, si los tuvieran.

No, no soy cura. No lo tenemos ni falta que nos hace. Ya tuvimos una mala experiencia con uno que llegó para convertirnos, pues decía que éramos paganos y que iríamos al infierno si no nos arrepentíamos de nuestros pecados. Pero acabó yéndose porque nadie iba a verle para contarle esas supuestas faltas del alma. ¿Y quieres saber por qué? Pues porque no tenemos pensamientos ni raros ni impuros ni realizamos actos de los que tengamos que arrepentirnos, pues todo lo pensamos bien antes de hacerlo. Además, nos conocemos desde hace tantísimos años que casi sabemos más de los demás que de nosotros mismos.

Me preguntaste mi edad y no voy a decírtela, porque creerías que te intento embaucar para atraerte por algún interés oculto. Ya la sabrás si vienes.

No creas. No voy por ahí contándolo al primero que me cruzo en el camino.

Ya he recorrido ese camino tantas veces que puedo ir y volver con los ojos cerrados, pero me ha asombrado tu curiosidad tan sana. Sé que le caerías bien a Matilde, porque en su corpachón se esconde un corazón enorme, aun siendo tan solterona como es. Si no fuera una mujer tan fría, tendría a todos los merecedores a sus pies. Pero bueno, esa es otra historia.

¡Vaya! Paréceme que ya toca que me atiendan.

Piénsalo. Hasta dentro de unas cuantas semanas no volveré a pasar y habrás perdido una oportunidad preciosa. Ahora no me iré hasta que haya conseguido todos los encargos de esta lista, porque la de nuestro pueblo no es como esta tienda, pues en la nuestra no se vende nada, sino que se presentan ante los demás lo que hemos recolectado, o pescado o matado el día o la semana anterior, llevándonos a cambio lo que nos interesa de lo que presentan los otros. Pero los útiles no podemos fabricarlos, aunque Alberto el afilador, que es muy manitas, nos arregla lo que el tiempo estropea o lo que estropeamos nosotros por nuestro desconocimiento.

Y siempre vuelvo, te lo aseguro, porque es necesario que lo haga, aunque no lo decidimos con fecha pensada de antemano. Así que no sé cuánto tendrás que esperar para volver a ver mis barbas. Ni siquiera sé si seré yo, después de tantos años, el que venga. Porque a veces me da un pequeño dolor en la rodilla izquierda y cuando conduzco se me agrava. Espero que no vaya a más porque me temo que llegará el momento en que las chicas no puedan aliviarme con sus ungüentos.

Puede que te dé por repetir mi historia, a tu manera, a tus conocidos. Da igual. Aunque lo intenten por todos los medios que tenéis ahora en vuestro mundo tan moderno, jamás lograrían encontrar el sitio del que te he estado hablando. Y quizás te tomen por loco.

Sé, mi querido amigo, que estás solo. Que no pierdes nada si lo dejas todo.

No, aún no te voy a decir cómo y por qué lo sé. Pero sientes que tengo razón y eso es lo que importa.

Volverás a ver el azul del cielo, el verde de las plantas, y el rojo de la sangre de tus heridas, como quiso el Creador que los vieras, porque mi mundo, ese que algunos llaman rural o rústico, tiene sus colores tan purificados como la primera vez que la luz del sol iluminó este planeta.

Si quieres te vienes conmigo en ese furgón que ves ahí.

Perdona un momento. Creo que deberíamos entrar. Ya han atendido a las dos personas que estaban delante de mí y creo que me toca. Pasa, pasa tú primero. Pero recuerda, chitón ahí dentro.

-¡Sí, amigo! ¿Ya es mi turno? ¡Le digo ahora… !

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Pizzicato

El hombre se encontraba encerrado entre dos paredes y dos puertas porque estaba a oscuras en un largo pasillo de lo que estaba definiendo, en el agobio claustrofóbico, como una trampa, en el laberinto interior del Teatro.

   A tientas, tocando la pared con las yemas de los dedos y con el refilón de los zapatos, se dirigía hacia las casi imperceptibles lucecillas rojas que asomaban por detrás del teclado numérico de claves de apertura, para la libertad  que habría tras abrirse aquella puerta.

   Y mezclado con el sonido del riego sanguíneo y el palpitar inmenso del silencio sepulcral, se escuchaba, muy a lo lejos, la música que debía de emanar de un piano.  

   Se detuvo para escuchar concentrado, para que sus pasos no interrumpieran, con sus sonidos toscos de tacón, la belleza de la pieza. Pero no tuvo tiempo de deleitarse con ella, ya que inmediato fue el cambio de registro, con un pizzicato de violines que comenzaron a arremolinar su sentido de la orientación.

   No comprendía cómo se le podía estar haciendo tan largo el trayecto, cuando había podido vislumbrar, antes de que se apagaran las luces, la verdadera dimensión del recinto.

   Y gritó:

   -¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

   Se rió de su ocurrencia, por lo estúpida que había sido y, desechando una respuesta, siguió avanzando. Poco a poco. Porque no recordaba si podría haber algún obstáculo pegado a la pared.

   Los violines enmudecieron y volvió a escuchar su respiración mientras daba por alcanzada la puerta que, con el tacto de un ligero golpeteo de nudillos, aseguró era metálica. Y como así sentenció, así empezó a golpear con las palmas de las manos, provocando truenos en el aire, que rebotaban y se mezclaban, con sus gritos, en un caos.

   Desechó la posibilidad de intentar adivinar la combinación porque ni siquiera sabía cuántos dígitos tendría que marcar y continuó con sus desesperadas increpaciones a los posibles oyentes que hubiera al otro lado.

   Y nadie acudía.

   Y maldijo el despiste de una o varias horas antes. Ni siquiera tenía la posibilidad de la llamada de urgencia con su teléfono móvil porque ¡se lo había dejado en el aparcamiento, dentro del coche!

   Apoyó la espalda contra la pared y la deslizó hasta sentarse en el frío suelo.

   ¿Cómo había ido a parar allí?

   ¿En qué parte de las instrucciones del guardia de seguridad que le atendió se había equivocado?

   Tuvo claro que la persona que le habría estado esperando, para la entrevista de trabajo, habría finalizado con los otros candidatos y se habría ido.

   ¿Qué hora sería ya? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿A nadie más se le iba a ocurrir coger este atajo? ¿Por qué no aparecía nadie?

   Puso la cara entre sus manos y las acercó a las rodillas, balanceándose en pequeños ejercicios abdominales, como si escuchara una nana, y empezó a cantarla. Suavemente. Porque necesitaba el arrullo de su propia voz. Y sin saber si mental o física, empezó a escuchar una flauta, que lo acompañaba en su tarareo.

   Y decidió que no se adormecería. Que tenía que salir de allí. Y despegó las manos. Y levantó los párpados. Siguiendo cantando. Y una pequeña luminosidad empezó a hacerse patente. Veía sus manos, y sus rodillas, y sus zapatos, y el suelo. Y las paredes a ambos lados, y el pasillo que había dejado atrás, cada vez más claro, cada vez más blanco. Y no dejó de cantar, porque tenía miedo de que, si lo hacía, volviera la oscuridad. Y la flauta le seguía acompañando.

   Puso una mano en el suelo y se empujó para levantarse.

   ¡Qué delicada voz salía de sus cuerdas vocales! ¡Qué armonía! ¡Qué dulzura sublime!

   Recordó, entonces, que a eso había ido al Teatro. A cantar. Para que le escucharan. Para que le escogieran. Para el próximo proyecto operístico. Con su voz contratenor.

   Y siguió cantando, llenando de efluvios musicales lo que minutos antes había sido una pesadilla de silencio y caos.

   Eclipsando el sonido de la flauta, porque él también era la flauta, el violín, la orquesta entera.

   Tan entusiasmado que no se percató que una de las dos puertas se entreabrió. Y volvió la luz. Toda. Íntegra. La de todos los fluorescentes que cruzaban, longitudinalmente,  el techo del pasillo.

   Y calló.

   Y gritó.

   -¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

 

 

 

 

(Dedicado a Juan Diego Baños de Andrés,

que, con una aventura casi parecida,

me inspiró este relato.)

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Segunda oportunidad

I.

  

   La soledad invadía, de inmediato, la nueva vida, la que se inauguraba al abrir los ojos. Y en la oscuridad de la habitación, enfundado en las mantas de basta textura y agradecido por su calor protector, los pensamientos deambulaban desde los actos cometidos el día anterior hasta los proyectos que, dentro de la rutina conocida, anunciaban al cauteloso el nuevo día.

   El pesimismo crónico le soplaba al oído que aquel era un día inmerecido. Que algo, con toda seguridad, saldría mal y torcería el curso de la batalla. La que libraba con sus semejantes, aguantando sus monsergas sobre lo especial de su personalidad, de su aspecto, de sus acciones.

   Al recordar su nombre, Salvador, decidió que no esperaría a que sonara el despertador para echar a un lado las apestosas sábanas y posar sobre el gélido suelo sus pies planos.

   El cazo descascarillado, ése que siempre iba a cambiar al día siguiente, la nata pegada requemada en sus bordes y el aroma a leche rancia, mezclada con el cacao insulso, le situaban en la dura realidad. Y los restos duros de pan mojados en el tazón le imbuían de la fuerza necesaria para enfrentarse a la nueva jornada.

   Debía ir a trabajar. Desde que murieron sus padres no tuvo más remedio que tragarse algunos miedos y enfrentarse a la jauría.

   Hacía tiempo que se dio cuenta que el Nuevo Orden exaltaba, hasta cotas insuperables, el Egoísmo, el extraído de una variedad infinita, de tantos como seres humanos había, amalgamando a todos y haciéndose único. Ignorar, empujar, pisar, trepar.

   Pensaba que, en el fondo, la suerte sí le había acompañado en algún tramo de su existencia. Como cuando consiguió su último nuevo trabajo. Una de esas vacantes eternas por las que pasan innumerables candidatos que nunca cuajan. Aceptó lo que nadie quería. Ser un burócrata que se dedicaba a rellenar parsimoniosamente ficha tras ficha de referencias, para que alguien que estaba por encima de él se llevara todos los méritos.

   Y aquella mañana era tan importante como la de hacía un mes, pues hoy se cobraba. No era para echar campanas al vuelo, pero con ese mínimo sueldo sobrevivía, sin permitirse lujos ni derroches, algo que para sus humildes pretensiones no era un gran sacrificio. Que otros se dieran el gusto de comer alguna vez fuera de casa, de presenciar algún espectáculo o de comprarse el último artículo de moda, no despertaba en él envidias ni recelos.

   Su profundo desánimo era más complejo, inconscientemente sofisticado: Había perdido las esperanzas de recuperación del espíritu humano primigenio. El que estuvo alejado de las guerras, de los abusos cometidos contra la Naturaleza, de la falta de convivencia entre credos y razas, de la adoración al prepotente tótem del dinero, de las trampas económicas y sociales que estaban decapitando a toda una especie, de los liderazgos efímeros y nocivos.

 

II.

 

   Nadie le miraba de frente, a los ojos, para encontrar el reflejo de su individualidad, ya vacía.

   Salvador no podía practicar con los demás la sugerencia de su nombre. Ya estaban todos perdidos. Y nadie pedía ser rescatado.

   Pero el hombre espantado clamaba por ser encontrado por alguna alma frágil como la suya. Ansiaba ser amado, en lo velado de su mente, en la negrura inverosímil de su memoria.

   Creía ser el único, el que supervivía después de la catástrofe de la irracionalidad ajena. Por ello se estaba desmadejando internamente, por no saber a dónde asirse para rescatar la cordura. Veía que los demás vivían en sus islas de ignorancia, y él, espantado, de nuevo siempre espantado, arañaba en esos demás un pelín de caridad, que nunca llegaba.

   Cuando aquella mañana, tras arrancarse con las uñas las costras legañosas, separó los visillos de la ventana de su apartamento para saborear visualmente el cielo de celeste pureza sin nubes que lo mancharan, no podía imaginar que aquello era lo único asimilable que iba a encontrar de ahí en adelante.

   Después de cambiarse la camisa, manchada con el cacao que siempre le chorreaba de la taza, se dirigió zigzagueante,  como si fuera un chiquillo con su juego imaginado de aeroplano borracho en las alturas, a su lugar de trabajo y se preguntó el porqué de la vaciedad, de lo desértico de las calles, del silencio aturdidor y extraño del ambiente.

   Quizá había madrugado demasiado y los durmientes estaban a punto de dar vida, con sus bostezos, a la ciudad. El reloj decía que era la hora exacta para el cotidiano murmullo de lo urbano. Ni risas, ni quejas, ni silbidos de hombres ni de máquinas, ni cláxones que le hicieran detestar a los productores y productos de lo industrial. Todo atipicidad.

   O aún no se había despertado y aún estaba abrazado a la almohada ceñido por el confortable calor de las mantas y aquello era un sueño que asomaba de un recuerdo apocalíptico.

   Pero había buses estancados en la avenida, taxis con las puertas abiertas, como si estuvieran a punto de recibir a un pasajero imaginario, y algunos comercios tenían levantados sus enrejados anticacos para recibir a los compradores de madrugadoras necesidades básicas.

   Y la gente sin aparecer.

  Le faltaban tres manzanas para llegar a su destino, y al doblar las esquinas, las bocacalles llenas de desperdicios orgánicos y reciclables aparecían húmedas, como si recién acabaran de ser rociadas por los aspersores municipales. Sin embargo, la avenida principal, por la que discurrían sus pensamientos más pesimistas, estaba completamente seca.

   Y los animales…

   Ni ladridos de perros abandonados, ni ladridos de perros encadenados por sus incívicos amos, ni caca que saltar para pisar la siguiente. Y los pájaros, mudos, ni trinos ni gorjeos audibles. Ni palomas, portadoras del ácido corrosivo, devastador de prominentes cabezas líticas de glorias pretéritas.

   O estaba solo o alguna telenovela o partido de fútbol estaba infectando de nuevo las mentes de sus conciudadanos. Pero pensándolo bien, ¿a aquellas horas? Sea como fuere, él era inmune y por eso estaba allí, disfrutando de los primeros reflejos del dios Sol en los escaparates repletos de provocadores maniquíes.

   Sí, estaba casi seguro, era un sueño, del que no quería despertar porque cumplía todos los deseos que tenía en vigilia, y seguro también que estaba a punto de aparecer el personaje femenino, con grandes pechos, de lubricantes curvas, en alguna pose antinatural que con algún guiño vicioso le arrastrase a una espiral de placer infinito, y él mandaría perversiones cuando mirara directamente a los ojos de la hembra que le sugeriría el pecaminoso preámbulo del cortejo, produciéndole la irremediable y embarazosa polución que se uniría a otras para acartonar su cómplice sábana.

   -No sueñas, seas quien seas.

 

III.    

 

   Allí estaba ella. El blanco ceñía la piel y ésta los huesos, dibujando curvas, esculpiendo volúmenes libidinosos. Y era tan real como el silencio que los envolvía.

   Salvador gritó, maltratado por el súbito discurrir de su animalidad. Tan brusco como encantador.

   -¿Quién eres? ¿Sabes qué ha ocurrido con los demás?

   -El mundo es una desesperanza casual que justifica nuestros actos. Sólo sé que estoy harta de ser una víctima, con sensaciones extremas añadidas a un juego que no deja vislumbrar el gancho de la discordia. Sin dar paso a las dudas. Armando festines, luchando por ellos, perdiendo en las distancias. Amarrando el paso sin atender a generosos cantos de sirenas. Maltratada por la fanfarria de la preñez injusta.

   -¿Qué mierda…?

   -Flaquea el pasado cuando lo manejas a tu antojo para justificar el presente.

   -¿Qué estás diciendo? ¿Qué estás haciendo? Te has plantado ahí en medio, sin dejar que llegue a mi destino, y yo sólo quería que me contestaras a una pregunta. Tan sencillo como eso. No comprendo por qué estamos solos en la ciudad y creía que tú…

   -Perpetro victorias inscritas en la memoria de las historias banales. Como la tuya. Y que conste que no me dejas hacer mi trabajo.

   Si estaba soñando aquello, querría despertar, ya que lo lúdico se había convertido en incordiante pesadilla.

   -¡Oye! ¡Concéntrate! ¿Fragancias que invaden tu pituitaria?

   Cómo no había caído en eso. Se había fijado en visiones y sonidos. ¿Y el olor? ¿Y el tacto? Era cierto que el pan remojado no había sabido a nada. Había creído que estaba tan insulso como su vida. Y había masticado y tragado mecánicamente, sin sentirlo, creyendo estar bajo los efectos del despertar reciente.

   Si la cara es el espejo del alma, no sabía la que puso él ante el vértigo de estas disquisiciones, pero la otra adivinó la lucha interna.

   -No creas. Yo tardé también un poquillo en darme cuenta de lo evidente.

   Lo evidente. Qué era, para ella, lo evidente.

   Y se avergonzó cuando asomó el machista al sentenciar que hablaba demasiado, como todas las mujeres.

   No sabía cómo, pero la señorita debió de adivinar otra vez sus pensamientos, pues pareció sentirse insultada y le respondió con una furibunda mirada.

   Mientras, los demás seguían sin aparecer y quiso saber cómo estaba a las puertas de su empresa sin haberse desplazado voluntariamente. Quizá se había distraído hablando con esa pelmaza.

   Pasaría a través de la puerta giratoria y dejaría atrás el terror que sentía en aquellos momentos por la miseria ajena.

   -Atraviesa el umbral. Hazlo ya.

   Miró hacia atrás y no la vio siguiéndole los pasos. Se había esfumado. Por fin. El encuentro con esa chica respaldaba uno de sus axiomas vitales: Nunca te fíes de las apariencias. Una mujer tan bonita, tan atractiva, pero tan pesada.

   -Gracias por lo de atractiva, pero tus pensamientos lujuriosos no podrías llevarlos a  la práctica.

   La voz había sido escuchada dentro de su cabeza. Cómo era posible. Debían de ser imaginaciones, estériles imaginaciones. Empujó la puerta y la rotación fue más lenta que la que recordaba como normal del día anterior. Y cuando pensó en acercarse al puesto de control, percibió instantáneamente que haberlo hecho era un sin sentido pues ya estaba ante la ventana de la garita.

   -¿No ves que sigue sin haber nadie? ¿Qué tú y yo estamos solos en este otro mundo?

   ¿Otra vez ella? Si empezaba a fraguar la idea de la irracionalidad, estaría terminado, hundido. Las verdades siempre duelen, y ésta, temía, le laceraría el alma.

   -Nunca hubieras podido elegir la palabra más adecuada, porque justo eso, el alma, es lo único que te queda, lo único que te puede doler.

   -Pero no puede ser cierto. ¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Así, ¡chas!? ¿De la noche a la mañana? ¿En un abrir y cerrar de ojos? ¿Cómo? ¿Cómo? ¡¿Cómo?!

   La luz del hall estaba eclipsándose con el manto voluble de lo eterno.

   La mujer, con una sonrisa misericorde, iba añadiendo certidumbre a sus sospechas, y la confianza en las verdades que estaba a punto de verter en su conciencia borró, de sopetón, el ánimo que tuvo en un principio de soliviantarse por todo lo que ella dijera.

   -Sí hay más como tú. Personas que no cometieron la injusticia de verse tragadas por el sistema de vida que otros crearon y que, a su manera, confiaban aún en la pureza del espíritu humano primigenio. Los demás. Es rechazo y te ha salvado de verte infectado por su envilecimiento.

   Mastodónticos milagros en que jamases mezclábanse con quizás.

   Aunque la miraba directamente a los ojos, lo que le había producido algo parecido a un escalofrío, pues ya no recordaba el momento en que dejó de hacerlo con los demás, no había podido evitar mirar de reojo hacia los amplios ventanales que le separaban del exterior, aún vacío, y percatarse que las siluetas de los edificios se iban quebrando, el negro de las calzadas se iba opacando y los colores de lo inerte, que aún seguía existiendo, se iban enmoheciendo, desintegrándose y derivando hacia un blanco que lo iba abarcando todo.

   -Te has aislado tanto que no has sabido de los derroteros por los que ha ido tu especie, y alrededor de ti, y de esos que te hablo, se ha ido confabulando el horror más absoluto, la degeneración más extrema, el apocalipsis más vertiginoso. Y un escudo integral e individual ha repelido el embate provocado por la deflagración exterminadora.

   Si él no sentía el mundo físico, si sus pensamientos concordaban con actos instantáneos, y si el blanco cegador provocaba luz cegadora cuando se imbricaba con las tinieblas que envolvía la figura de su guía y, por deducción lógica, la suya propia, era que algo había fallado y tampoco se había salvado y aquello era la antesala del infinito eterno.

   -Salvador, esta es la primera criba. Son los demás los que no tendrán la segunda oportunidad que tú has anhelado para ellos…

   Su sentido de la visión era inútil pues ya estaba en el aire la voz, que también escuchaba dentro de sí, sin adivinar por qué medio se propagaban las frases conciliadoras, a través de la luz absoluta.

   -…Y los que habéis superado el escalafón de lo material seréis absorbidos para volver a imaginar un mundo nuevo, acorde con el sentir puro de los puros.

   Y así, saludando al nuevo sol, refería disciplinado, vaciándolo de palabras, su destino.

   Con toda autoridad.

 

Presentación1

 

 

Rumores

   Críspulo Hontananzas saludó calurosamente a su compadre Eustaquio antes de susurrarle, con su aliento cargado en alcoholes, que su esposa estaba sacando los pies del plato con su otro compadre, el Huevón Florindo, a lo que el supuesto ultrajado contestó cortando de un tajo de navaja la sonrisa desdentada del cotilla fabulador y mentiroso, y cuando, la cara chorreante de sangre preguntó el porqué con un movimiento descontrolado de ojos, el compadre Eustaquio, susurró también al oído, antes de cortar la oreja que lo ampliaba, que nadie se burlaba de su esposa, aún virgen, y menos aún del único amor de su vida, el edulcorado, amable, lisonjero y buen amante Florindo el Huevón.

 

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Comprende

El érase una vez quedó para otros tiempos. Es el ahora, lo que está ocurriendo, lo que importa.

Y es así, que un niño llamado Paco, bueno como nadie, comprensivo como pocos, tenía un amiguito llamado Antoñito, que estaba solo en el mundo. Es huérfano y sus padres adoptivos, ricos en cosas, pobres en sentimientos, le dejaban de lado porque tenían que atender sus trabajos, su casa, sus obligaciones sociales.

Y Antoñito se iba al parque que tiene en el patio común de la comunidad donde vive. Y en aquel parque conoció a Paco, al que se le escapó la pelota cuando jugaba un partido de fútbol con los demás niños vecinos.

-¡Lánzame la pelota! – le gritó Paco a Antoñito en la distancia.

-¿Puedo jugar con vosotros? – Antoñito se la entregó en la mano.

-No sé. Se lo preguntaré a los otros.

Paco volvió a donde estaban los demás, reunidos en corrillo, y les preguntó si podía jugar con ello aquel niño tan amable.

Los demás niños dijeron que mejor sería que dejara a aquel chico en paz, y que sería mejor que siguiera ocupándose de sus asuntos.

-¿Por qué? – preguntó Paco a sus amiguitos.

No le supieron responder. Y desde aquel día, Paco intentó descubrir por qué los demás veían a Antoñito tan diferente.

Se encontraban casi a escondidas, después de clase, cuando Paco no tenía otros compromisos que atender, cuando la pena que sentía por su amigo Antoñito vencía las ganas que sentía por ponerse a ver la tele, o leer tebeos o, incluso, terminar los deberes pendientes para el día siguiente.

-Estoy contigo porque te aprecio, porque sé que eres un niño bueno, porque no tienes otros amigos, y porque me lo paso muy bien hablando contigo, jugando contigo, descubriendo cosas contigo.

Los días pasaron y, de pronto, Antoñito no volvió a ver más a Paco porque Paco no volvió al parque, y Antoñito pensó que mejor se quedaba en casa, encerrado en su habitación, intentando pasárselo bien solo. Pensó que algo raro pasaba en él para que los demás le trataran así, y decidió preguntárselo a sus padres adoptivos.

Esperó el día en que sus padres no estuvieran tan ocupados haciendo dinero, cuidando su casa y su coche, atendiendo a los amigos que les visitaban en casa.

-Mamá, ¿por qué no tengo amigos? ¿Por qué, en clase, me tratan como un bicho raro? Mamá, si me quieres, dímelo, por favor.

La madre, ante las lágrimas de Antoñito, olvidó de inmediato todo el mundo que le rodeaba y se centró en los ojos de su hijo adoptivo. Pensó que le había tenido demasiado tiempo abandonado. Que no todo en la vida era darle el desayuno, llevarle a clase, recogerle a la salida, darle de comer y dejarle irse al parque, para que cuando volviera se acostara con un simple buenas noches en un beso vacío. Que debía hablar con su esposo para que olvidara un poco su negocio y se centrara más en su hijo.

Y así, ahora Antoñito podía decirle a Paco qué ocurría, y lo llamó por el telefonillo para que bajara a jugar con él.

-Antoñito, no me importa nada lo que digan los demás de ti, que si eres raro, que si tienes una enfermedad contagiosa, que si te vas a morir dentro de poco. Me da pena, pero quiero saber la verdad de tu propia boca.

Antoñito abrazó a Paco y le dijo que era el mejor amigo del mundo, y que iba a contarle lo que su madre le había contado a él. Que sus verdaderos padres eran drogadictos, que su madre murió en el parto y su padre murió de una sobredosis de una droga muy mala, pero que él lleva en la sangre la misma enfermedad que ellos. Que él no va a morir por ella, que la tiene dentro, durmiendo, y que espera que nunca se despierte, pero que, mientras, los demás tienen muchísimo miedo de que se la pegue.

-Por eso no tengo amigos, excepto tú. Los demás no saben qué me pasa. Nadie se lo ha explicado bien, o por lo menos no tan bien como lo ha hecho mi madre. Por eso te lo cuento yo así, para que puedas decírselo a tus padres y no te prohíban estar conmigo.

Paco quiere a Antoñito como nunca ha querido a ningún amigo. Es el hermano que nunca ha tenido. Son felices jugando, saltando, riendo, y todos lo que quieren escuchar y comprender también pueden ser sus amigos.

Y es que con el colorín colorado, este cuento no se ha acabado: Aprende para que este cuento te muestre el camino de la verdad de la amistad.

 

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