El actor sin acto

Teatro abierto. Mundo abierto. Telón levantado. Y las ocurrencias sin sentido de un individuo arrepentido del papel que ha aceptado, ante la mirada amenazante del director de escena, porque su vida vacía se lo merece. Y como no hay marcha atrás, al pasado continuamente cambiante, se aprende el libreto, para intentar convencerse que su vida tiene una finalidad en el Universo.
Pero el teatro sigue vacío, y quizás nadie acuda, porque las entradas, demasiado caras, no se las puede permitir nadie.
Y los diálogos que tiene que memorizar, tan insulsos que da pereza aprendérselos, no dan sentido al mundo abierto que, segundo a segundo, va clausurando  sus puertas de acceso. Y cuando el mundo se apague, no porque no haya luz que lo ilumine, sino porque las escenas repetitivas lo asesinan, él, como todos los otros, los miles de millones de otros, se fundirá en la nada, disgregándose en la mezquindad de los dioses, los directores de la obra desasosegante.
Y el telón bajará para volver a levantarse. Periódicamente. Sin prisa. Sin pausa. Sin remedio.

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Catarsis

 

 

   Llueve sin parar, y yo, con una infinita impaciencia, sin hacer nada para guarecerme, calándome hasta los huesos, esperando el momento en que la vea aparecer.

   Imaginándome su expresión al verme. Y todas las posibles reacciones de su acompañante para protegerla y protegerse.

   Visualizando el futuro próximo de mi mano derecha: Desengarfiándose dentro del bolsillo de mi gabardina para apretar con vehemencia la culata del instrumento que va a cortar de raíz su felicidad.

   No estoy dispuesto a dejarles creer lo que clama el cartel anunciador de la obra que están a punto de aplaudir.

   Pues si la vida es sueño, con su amor, han convertido la mía en una pesadilla.

   Aunque esta vez mis lágrimas serán arrasadas por la lluvia. Por la eterna lluvia.

 

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Pizzicato

El hombre se encontraba encerrado entre dos paredes y dos puertas porque estaba a oscuras en un largo pasillo de lo que estaba definiendo, en el agobio claustrofóbico, como una trampa, en el laberinto interior del Teatro.

   A tientas, tocando la pared con las yemas de los dedos y con el refilón de los zapatos, se dirigía hacia las casi imperceptibles lucecillas rojas que asomaban por detrás del teclado numérico de claves de apertura, para la libertad  que habría tras abrirse aquella puerta.

   Y mezclado con el sonido del riego sanguíneo y el palpitar inmenso del silencio sepulcral, se escuchaba, muy a lo lejos, la música que debía de emanar de un piano.  

   Se detuvo para escuchar concentrado, para que sus pasos no interrumpieran, con sus sonidos toscos de tacón, la belleza de la pieza. Pero no tuvo tiempo de deleitarse con ella, ya que inmediato fue el cambio de registro, con un pizzicato de violines que comenzaron a arremolinar su sentido de la orientación.

   No comprendía cómo se le podía estar haciendo tan largo el trayecto, cuando había podido vislumbrar, antes de que se apagaran las luces, la verdadera dimensión del recinto.

   Y gritó:

   -¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

   Se rió de su ocurrencia, por lo estúpida que había sido y, desechando una respuesta, siguió avanzando. Poco a poco. Porque no recordaba si podría haber algún obstáculo pegado a la pared.

   Los violines enmudecieron y volvió a escuchar su respiración mientras daba por alcanzada la puerta que, con el tacto de un ligero golpeteo de nudillos, aseguró era metálica. Y como así sentenció, así empezó a golpear con las palmas de las manos, provocando truenos en el aire, que rebotaban y se mezclaban, con sus gritos, en un caos.

   Desechó la posibilidad de intentar adivinar la combinación porque ni siquiera sabía cuántos dígitos tendría que marcar y continuó con sus desesperadas increpaciones a los posibles oyentes que hubiera al otro lado.

   Y nadie acudía.

   Y maldijo el despiste de una o varias horas antes. Ni siquiera tenía la posibilidad de la llamada de urgencia con su teléfono móvil porque ¡se lo había dejado en el aparcamiento, dentro del coche!

   Apoyó la espalda contra la pared y la deslizó hasta sentarse en el frío suelo.

   ¿Cómo había ido a parar allí?

   ¿En qué parte de las instrucciones del guardia de seguridad que le atendió se había equivocado?

   Tuvo claro que la persona que le habría estado esperando, para la entrevista de trabajo, habría finalizado con los otros candidatos y se habría ido.

   ¿Qué hora sería ya? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? ¿A nadie más se le iba a ocurrir coger este atajo? ¿Por qué no aparecía nadie?

   Puso la cara entre sus manos y las acercó a las rodillas, balanceándose en pequeños ejercicios abdominales, como si escuchara una nana, y empezó a cantarla. Suavemente. Porque necesitaba el arrullo de su propia voz. Y sin saber si mental o física, empezó a escuchar una flauta, que lo acompañaba en su tarareo.

   Y decidió que no se adormecería. Que tenía que salir de allí. Y despegó las manos. Y levantó los párpados. Siguiendo cantando. Y una pequeña luminosidad empezó a hacerse patente. Veía sus manos, y sus rodillas, y sus zapatos, y el suelo. Y las paredes a ambos lados, y el pasillo que había dejado atrás, cada vez más claro, cada vez más blanco. Y no dejó de cantar, porque tenía miedo de que, si lo hacía, volviera la oscuridad. Y la flauta le seguía acompañando.

   Puso una mano en el suelo y se empujó para levantarse.

   ¡Qué delicada voz salía de sus cuerdas vocales! ¡Qué armonía! ¡Qué dulzura sublime!

   Recordó, entonces, que a eso había ido al Teatro. A cantar. Para que le escucharan. Para que le escogieran. Para el próximo proyecto operístico. Con su voz contratenor.

   Y siguió cantando, llenando de efluvios musicales lo que minutos antes había sido una pesadilla de silencio y caos.

   Eclipsando el sonido de la flauta, porque él también era la flauta, el violín, la orquesta entera.

   Tan entusiasmado que no se percató que una de las dos puertas se entreabrió. Y volvió la luz. Toda. Íntegra. La de todos los fluorescentes que cruzaban, longitudinalmente,  el techo del pasillo.

   Y calló.

   Y gritó.

   -¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

 

 

 

 

(Dedicado a Juan Diego Baños de Andrés,

que, con una aventura casi parecida,

me inspiró este relato.)

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¡Bravo, brava!

  ¡Bravo! ¡Bravo!

   Gritaban desde platea. Doscientas almas eufóricas, lanzando flores al escenario, aplaudiendo rabiosamente.

   Ella no veía nada pues, aparte de ser miope, le cegaban los focos que le apuntaban directamente y le seguían en su movimiento por el escenario mientras saludaba al respetable de todos los flancos.

   ¡Brava! ¡Brava!

   Vociferaban desde los palcos, lanzando flores al escenario, los que estaban más cercanos, y al público de platea, los más alejados, sugiriendo una suerte de lluvia perfumada que era bien agradecida por las damas presentes.

   Genuflexión tras genuflexión, impaciente porque aquello acabara y pensando en el subsiguiente martirio cuando fuera la actriz protagonista, y no ella, la receptora de tanta viva emoción.

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